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    La idea de España en la izquierda

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    Mensaje por DP9M Jue Ene 03, 2019 7:55 am

    La idea de España en la izquierda del 36 (1ª parte)

    1. El pueblo español frente al invasor
    Pocos días después del estallido de la rebelión y los turbulentos días que la siguieron, comenzaron a asentarse en la España leal a la República los pilares del discurso público de definición de la nueva guerra como un conflicto nacional. Ya el 23 de julio de 1936, el presidente Manuel Azaña, en una alocución radiada, definía la resistencia del pueblo español frente al golpe de los militares traidores como un nuevo Dos de Mayo, en el que ese pueblo, como otrora, se levantaba en armas en defensa de su libertad y su independencia frente a quienes «han pretendido desarrollar contra el Poder y contra la República un remedo de la estrategia de Napoleón cuando quiso sojuzgar a nuestra patria». Pues, también como entonces, los españoles se alzaron en defensa de un «país independiente, y país libre; es decir, República. Es lo que quiere ser España. Y lo que será». Ya en ese momento, en el que la ayuda exterior a los sublevados apenas se limitaba a las tropas marroquíes, el presidente de la República apelaba al patriotismo como barniz unificador de la resistencia, e identificaba a la República como el auténtico régimen patrio. Dos días después, el reaparecido diario ABC, ahora subtitulado periódico republicano de izquierdas, bautizaba el conflicto recién nacido con una expresión que hizo fortuna: se trataba de una «segunda guerra de la independencia» contra los traidores a la patria. Pues los sublevados se habían alzado, ante todo, «contra la Patria y el honor»; no contra una revolución imaginaría.

    Con todo, la definición del conflicto recién iniciado como una guerra de independencia nacional tardó algunas semanas en abrirse paso Plenamente. Era una etiqueta que competía con otras, y un marco de intelección de la nueva realidad bélica que sólo paulatinamente se fue asentando, en coexistencia con las interpretaciones que veían la guerra como un conflicto civil —entre el pueblo y unas elites oligárquicas, el ejército y el clero— o como una guerra revolucionaria. No obstante, se trataba de una etiqueta omnipresente, de modo principal o subordinado. Desde el mismo principio del conflicto, tanto el presidente del primer Gobierno de la República en guerra, José Giral, como el dirigente socialista Indalecio Prieto aludieron vagamente en sus discursos al honor nacional y a la República como «régimen auténtico de los españoles, expresión cabal de ideales nacionales». Prieto, de modo más explícito, se refirió a la guerra recién principiada en un discurso radiado el 23 de julio como un conflicto de índole nacional: «La República triunfará, ya que ésta es una nueva guerra de la Independencia»'. Y dos semanas más tarde pedía a los voluntarios de las milicias obreras y de partido, que él llamaba enfáticamente «milicianos de España», que el «ímpetu de la batalla» se transformase en piedad en la victoria para reconquistar la dignidad nacional. Pues sólo así «podéis levantar ( ... )en alto vuestro nombre y sacar del fango, donde lo están enlodando otros, el nombre de España, que, cualesquiera que sean nuestras ideas, a todos, absolutamente a todos, nos es santo». El 11 de agosto, ante los milicianos de Izquierda Republicana (IR) que prometían lealtad a la bandera, tanto el presidente del partido, Marcelino Domingo, como el presidente del Gobierno, José Giral, les recordaban que luchaban por la República, régimen que había conseguido dar «emoción civil al alma del español»; pero que también lo hacían por España, identificada con aquel régimen. Se trataba, en síntesis, de defender la nueva España frente a quienes «se han levantado contra España». Ya que los milicianos, insistía Marcelino Domingo dos días después, no eran adalides de un ideal partidista, ni siquiera de un régimen político. La suya era una misión patriótica: «pasean por el mundo el nombre de España y el de la República». El semanario de IR Política expresaba igualmente, apenas una semana después del golpe de Estado, su convicción de que sólo las clases populares habían defendido históricamente, eso sí junto a la democracia burguesa, «la soberanía nacional contra cualquier invasión extranjera».

    ¿Dos conceptos diferentes? ¿Era España la nación, o la patria, y la República Únicamente su forma política, su Estado? En teoría sí. Pero emocionalmente venían a significar lo mismo. Y esa identificación se reforzará conforme el conflicto avance. El presidente de la agrupación madrileña de IR, Régulo Martínez Sánchez, lo expresaba de modo diáfano en un discurso radiado el 2 de septiembre. Frente al ¡Viva España! de los facciosos era licito oponer el ¡Viva la República! Pues si el primer grito era la vuelta a la España inquisitorial, el segundo era sinónimo de la España progresiva y renovada: de ahí que estuviese «convencido de la consubstancialidad de España con la República» . Un carácter consustancial que, sin embargo, no siempre fue claramente asumido por la propaganda de guerra republicana, que a veces diferenciaba entre la República como régimen político con contenido nacional, pero cívico; y la patria como apelación emotiva y etnocultural. Los lemas para la prensa de combate en lo sucesivo, por ejemplo, incluían frases como «iAl ataque por la Patria y la República! ». No obstante ello, en su génesis la guerra era considerada, ante todo, como una guerra civil promovida por las clases y sectores tradicionalmente reaccionarios del país, con el apoyo, eso sí, de mercenarios del Rif, como sostenía de nuevo Indalecio Prieto en un discurso radiofónico a comienzos de agosto, y seguía manteniendo el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, en un discurso radiado a los españoles de América a mediados de ese mes. Era la España vencida en 1931 frente a la «renaciente vencedora».
    Esa representación de la guerra como lucha frente a un invasor se fue extendiendo de modo gradual a periódicos y tribunas defensoras de la causa republicana, sindical, socialista e incluso anarquista en los diferentes territorios españoles. Esa evolución fue gradual, e influyeron en ella tres factores. Primero, la recepción de los discursos emitidos, por radio y por escrito, por los principales líderes republicanos, normalmente desde Madrid. Segundo, la progresiva constatación y mayor conocimiento en zona leal desde fines de julio de los apoyos exteriores que recibieron los rebeldes. Y tercero y no menos importante, la necesidad de contrarrestar el discurso de exaltación de la patria voceado por la prensa y las radios afectas a los insurgentes, que se temía que hiciese mella en la propia retaguardia.
    Así se aprecia claramente en el caso de Madrid. A lo largo del otoño se sucedieron los llamamientos a defender las libertades y las conquistas sociales del proceso revolucionario por parte del periódico ABC, los comités nacionales y locales de los partidos de izquierda y artículos de opinión. Y la progresiva aproximación de las tropas sublevadas desde el Suroeste, que amenazaban con tomar la capital en pocas semanas, hizo intensificarse no sólo los tonos épicos del discurso de resistencia, sino: también la naturaleza de los mismos. El 6 de octubre, el editorial de ABC insistía en que el Gobierno de la República debía consolidar las conquistas sociales alcanzadas por el pueblo en armas, y encabezar el que denominaba «movimiento afirmativo de la conciencia nacional, desde las minorías más selectas hasta la viva sensibilidad de las muchedumbres con ansias de justicia social». El pueblo no claudicaría de sus ideales, y su movilización llevaría a España a ocupar «un puesto entre las naciones libres del mundo».
    Pero era una lucha por la emancipación del proletariado mundial y la libertad y dignidad humanas en general. Valores universales, sí, pero cuya bandera enarbolaba España con el orgullo nacional de estar a la cabeza de esa lucha por la libertad y contra el fascismo, como otrora —según enfatizaban algunos textos escolares del tiempo de la República—lo debía estar por haber derrocado pacíficamente una monarquía reaccionaria . España debía ser faro y ejemplo para todo el planeta: «sentimos el orgullo de que luchamos ahora por la libertad humana». Si España podía en ese momento histórico, y Madrid a su cabeza como epítome de todas las provincias y territorios de la República, encarnar la lucha por la libertad y la justicia social, era porque su pueblo había tomado conciencia de sí mismo, se había constituido en nación consciente y estaba dispuesto a seguir los dictados gloriosos de su Historia pasada, pero también a reescribir la Historia futura a partir de su irrupción como actor protagonista en nombre de la «España nueva, nuestra», que era paladín de la lucha mundial por la libertad, y cuya (re)construcción recaería en el pueblo. De ahí que, si bien se invocaban referentes universales de lucha por la democracia y la libertad, y aunque los combatientes madrileños fuesen descritos a menudo como luchadores de la libertad Frente a un enemigo identificado con el fascismo, o con una suerte de confabulación entre capitalistas, fabricantes de armas y financieros interncionales cuyos intereses representaría el fascismo, el patriotismo español ganase un espacio complementario en esos lemas movilízadores. Pues aunque la lucha «incrusta su ideal en ansias universales», el combate venidero había de demostrar, con el sacrificio y esfuerzo del pueblo patriota, que «somos dignos de conquistar y merecer una patria, un ideal y una libertad que nos arrebataron nuestros enemigos». El pueblo justiIero encarnaba, pues, el «alma de nuestra nueva España» y cumplía «la voluntad de la nación», frente a quienes pretendían «hacer de España una España de mentira».

    El Gobierno de Largo Caballero, ampliado con cuatro ministros de la CNT y a punto de abandonar la ciudad rumbo a Valencia, publicaba el 5 de noviembre una nota en la que señalaba que bastaba una cosa para resistir: «que cada español sienta el deber de defender la libertad de su país, la vida de sus familiares más queridos y su propia dignidad de hombre» frente a un adversario que implícita y explícitamente no era español. Era el enemigo de la España progresista y republicana de siempre, «armado abundantemente por sus aliados extranjeros» y «traidor a su patria». En su frase final llamaba a defender «la revolución y la República». Pero República era, a estas alturas, sinónimo de nación en el vocabulario de la España leal. Luchar por ella era igual que defender a la patria, pues era la comunión revolucionaria entre el pueblo —depositario del sentir de la nación— y el Gobierno, es decir, el Estado —que ahora sí respondía a sus impulsos—. Y los milicianos, además de combatir por 1a causa de la libertad, hacían algo más simple, en palabras de Santiago Carrillo, consejero de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid: «están salvando a España».

    Hasta los referentes iconográficos escogidos evidenciaban ese equilibrio. Si el 21 de octubre un grabado de Goya, con el título Que viene el coco, ocupaba la portada de ABC, tres días después era la figura de Georges Danton y una cita del historiador romántico Michelet relativa a la movilización de la nación en armas que llevó a la victoria de Valmy para la Convención revolucionaria francesa el 20 de septiembre de 1792, y a su conversión subsiguiente en República. El 2 de noviembre, ABC reproducía en primera plana las fotos y los nombres de los tanquistas que defendían Madrid, para desmentir las informaciones facciosas que señalaban que sólo extranjeros comandaban en este lado de las trincheras. Y el día 5 era el cuadro de Delacroix La Libertad guiando al pueblo el motivo que ocupaba la portada, con una leyenda que enfatizaba el protagonismo universal de la defensa de Madrid y su vinculación con las grandes gestas europeas del pasado por la libertad: «Madrid es hoy la capital del mundo. El alma del pueblo es eterna. Como ayer, hoy el pueblo en armas lucha por su libertad». El 6 de noviembre, la portada se hispanizaba plenamente en cuanto a su iconografía. Era el turno de un boceto de Goya, referido al celebérrimo cuadro del Dos de Mayo, en el que un mameluco caído es rematado por un chispero hacha en ristre: «Goya nos lo dice. Luchar es vencer». Al día siguiente, era Agustina de Aragón quien enardecía la voluntad de resistencia. Y el día 8, cuando el gran primer asalto insurgente a la capital había sido rechazado, era ahora el cuadro del coloso de Goya, «el pintor de la raza», el que clamaba a combatir por la libertad y por España: «¡Combatientes de la Libertad: ¡Adelante! (.. ) Soldados de la España libre: ¡Adelante!». Cuando a mediados de noviembre los defensores de la capital repúblicana contenían los ataques de las columnas de Varela y Yagüe, el general Miaja seguía apelando al ejemplo de la resistencia antinapoleónica para recordar que las tropas rebeldes eran equiparables en potencia a los ejércitos napoleónicos del pasado: «El pueblo de Madrid sabe hacer honor a sus antepasados del 2 de Mayo, que en lucha con el mejor Ejército de Napoleón lucharon y vencíeron».
    Ese solapamiento entre motivos iconográficos patrióticos y universalistas se aprecia también en lo sucesivo. La junta Delegada de Defensa de Madrid constituida en noviembre de 1936, después de que el Gobierno abandonase la capital para establecerse en Valencia, hizo extenso uso en su propaganda de guerra de la defensa de la independencia nacional frente al invasor, y lo combinó en dosis variables con la causa de la libertad frente al fascismo. El general Miaja proclamaba, así, en una alocución del 19 de marzo de 1937 que los soldados españoles que guardaban Madrid «defienden la integridad de su Patria, el tesoro de sus libertades y la esperanza de una vida más justa y más humana» 21. El Boletín Oficial de la Junta de Defensa reproducía en sus diversas portadas a lo largo del primer trimestre de 1937 esa complementariedad. Si el 9 de marzo el típico oso madrileño aplastaba una cruz gamada, el 6 de marzo se enfatizaba que Madrid se batía por la causa de la libertad mundial; el 20 de marzo un chispero ondeaba una bandera blanca —¿evitando deliberadamente utilizar la tricolor?— con la inscripción «independencia española», rematando el conjunto con la leyenda «Arriba la vieja bandera de Bailén»; y el 27 de marzo era el soldado «Juan Español», con faca y capa, el que pisaba con un pie el águila napoleónica y resistía el embate del águila mussoliniana. La leyenda: Juan Español era ahora un «cazador de águilas imperialistas».
    Un proceso semejante, aun sin la perentoria rapidez que imponía en Madrid la aproximación de las tropas rebeldes y la posibilidad de una caída inminente en manos enemigas, ocurría en otras zonas del territorio republicano. Veamos el caso de Asturias. Tras los primeros días de confusión, la prensa de izquierda asturiana publicada en Gijón afirmaba el 26 de julio que la lucha se libraba entre «dos Españas. Una, la nuestra ( ... ). La otra, con todos los resabios y lacras del pasado». Dos Españas que simbolizaban valores universales y contrapuestos: el despotismo y la libertad, la España oligárquica y fascista de la «trilogía funesta» del militarismo, el señoritismo y el clericalismo, frente a las clases trabajadoras y progresivas. Eso sí, ningún «español digno» debería dejar de militar en esta última. El 30 de julio, La Prensa de Gijón ya identificaba a los partidarios de la República con el genuino pueblo español, quien no sólo combatiría por la República y las libertades, sino por algo más amplio y a la vez más vago: «los generales intereses de España». Frente a ellos sólo se alzarían felones y traidores a la causa del pueblo, que venía a ser lo mismo que el interés nacional.

    Es el 2 de agosto cuando en la prensa republicana asturiana se adopta plenamente el discurso de guerra patriótica. Pero se hace sobre todo por reacción, es decir, con ánimo de responder a las soflamas del contrario que resistía en Oviedo y avanzaba por el Oeste de la región, reivindicando el auténtico patriotismo frente al «patrioterismo» faccioso, y recordando que, pese al internacionalismo obrero, «sentimos muy adentro las cosas y los problemas de España», un patriotismo laborioso y progresivo frente a la «España gris», que no dudó en expulsar a los árabes en 1492 para dar comienzo a la decadencia nacional, y en traerlos de nuevo a la península para defender sus privilegios de clase. Dos días más tarde, un editorial del periódico El Noroeste recordaba a los generales facciosos que Napoleón fracasó en España por menospreciar el instinto de libertad del pueblo español, movido por un «ideal nacional», el mismo que ahora lo empujaba. Y el 7 de agosto se destacaba el ejemplo de lucha por la libertad que España daba al mundo, contribuyendo a hacer caer la leyenda negra que presentaba a los españoles como individuos atávicos, de hábitos incultos y ribetes barrocos. Frente a ello, emergía de las tinieblas un pueblo «como siempre hemos sido: libres, generosos, rebeldes». Pero al tiempo, citando a Indalecio Prieto, se recordaba el peligro de que los aliados extranjeros de los sublevados exigiesen una balcanizacion, es decir, una desmembración del territorio español en pago de su ayuda, convirtiendo partes de la patria en colonias de las potencias fascistas.
    No obstante lo anterior, el enemigo seguía siendo aún la España teocrática y castrense. Y la lucha, española, por desarrollarse en España y tener como protagonista y víctima al pueblo español; pero disputada en nombre de valores universales por ese mismo pueblo español que, escribía un miliciano de la CNT en septiembre de 1936, supo «cumplir con su deber» al derrotar a los enemigos de la civilización y del progreso" . Es más: El Noroeste de Gijón se hacía eco el 18 de agosto de 1936 del discurso radiado el día anterior por el diputado de Izquierda Republicana Luis Fernández Clérigo, quien advertía de que la guerra era una nueva guerra de la independencia, de rechazo a una invasión «de modo más acusado quizá que las epopeyas históricas de la Reconquista y la guerra contra Napoleón»; pero acto seguido precisaba confusamente que las Invasiones no sólo podían venir del exterior, sino que «en el cuerpo social, como en el cuerpo individual, cuando le invaden los microbios patógenos, esta invasión viene muchas veces de dentro, (...) son endógenas», protagonizadas en este caso por el ejército, la Iglesia católica y la Plutocracia. Y algo semejante ocurría en España con los restos infectados del régimen abolido en abril de 193130. Pues, recordaba un dirigente regional de las juventudes de Izquierda Republicana, el mero hecho de ensangrentar la patria constituía en sí un atentado a la misma, aunque los perpetradores surgiesen de propio cuerpo de la nación
    El discurso patriótico emergía confusamente, por lo tanto, entre los argumentos invocados por los defensores de la República, aun sin conformar su núcleo principal. Sin embargo, un discurso estructurado en términos binarios y dicotomías claramente excluyentes (la patria frente al invasor extranjero y sus aliados felones) tardaría todavía en hacer su aparición. Y cuando lo hacía, lo era sólo en contadas ocasiones. Por ejemplo, cuando se publican y emiten llamamientos a los soldados de recluta a las órdenes del general Aranda en el Oviedo sitiado por los milicianos. A aquellos, apelando al mínimo común denominador con los leales que se les podía presuponer, sí se les recordaba el hogar y sus familias, que «están siendo degollados por las hordas marroquíes que despedazan a España», gracias a unos militares traidores. De ahí que, en nombre de la «libertad y engrandecimiento de la patria común», se les incitase a desertar. Y pocos días después el llamamiento se volvía más emotivo y apelaba únicamente al honor nacional de los buenos católicos y patriotas que luchasen con los rebeldes, recordándoles que peleaban equivocados al servicio de invasores extranjeros que sólo querrían despedazar su patria, la «morisma inhumana y cruel» que violaba y asesinaba sus mujeres, los aviones alemanes e italianos que bombardeaban sus pueblos, «hombres que no hablan tu lengua, que desconocen tus costumbres, que aborrecen tus tradiciones» y que sólo querrían aplastar las «aspiraciones del pueblo español, que quiere construir una España grande en la que todos sus hijos tengan un mismo derecho, un mismo deber y se alimenten de un mismo pan»".

    Pronto irrumpieron con fuerza en la esfera pública republicana discursos más radicales que comenzarán a negar, simplemente, que la guerra fuese un conflicto estrictamente dirimido entre españoles. En aquellos discursos y repertorios de movilización se apeló, por el contrario, a la decisiva presencia de un otro externo, eficazmente ayudado por los traidores pertenecientes a las clases pasivas, terratenientes y rentistas, señoritos fascistas y un clero vendido desde siempre al poder extranjero de la Curia . Pese a ser evidente para los combatientes republicanos que había españoles, y muchos, entre los soldados qúe sitiaban Madrid o atacaban Vizcaya, su categoría de tales quedaba diluida al incluirlos entre una abigarrada y multinacional tropa en la que esos fascistas o carlistas españoles no eran más que legionarios, falangistas y requetés, a veces simplemente facciosos, italofacciosos o germanofacciosos, tónica que se repitió hasta los compases finales de la guerra". Este recurso textual, por lo demás, estaba muy generalizado en el bando republicano. El coronel José Martín Blázquez, al analizar la situación militar en 1936, escribía: «Nosotros teníamos más hombres. Por falta de españoles, los rebeldes habían reclutado moros, legionarios extranjeros, requetés y falangistas», como si los dos últimos grupos no fuesen españoles (y aun buena parte de los legionarios) . Algo semejante se aprecia en alguna de las versiones de la popular Ay Carmela, canción simbólica de los milicianos madrileños: «Luchamos contra los moros/mercenarios y fascistas,/¡ Ay Carmela, Ay Carmela !». Los apelativos requeté, fascista o legionario no tienen, aparentemente, nacionalidad. Y frente a ellos el pueblo, que sí era la auténtica España en pie.

    La guerra nacional-revolucionaria por la independencia
    En el uso instrumental del nacionalismo como recurso moviizador fueron pioneros quienes a priori parecían menos dispuestos a ello: los Comunistas. Así lo recordaría la carismática dirigente del PCE Dolores Ibilrruri Pasionaria un año después: pese a quienes habían caracterizado entonces al Partido Comunista como chauvinista, no se podía olvidar que había sido este partido «el que primeramente habló al pueblo de que Nuestra guerra era una guerra de independencia y de liberación social»". Gracias en parte a ese discurso, combinado con el de unidad antifascista y unidad de mando, el PCE fue capaz de convertirse en el partido defensor de la República por excelencia, y en una auténtica organización republicana de masas que consiguió, como bien ha apuntado Helen Graham, Integrar imágenes patrióticas que podían servir de referencia común a un bando con símbolos, referentes y discursos excesivamente fragmentados, recogiendo el testigo del «españolismo popular» que en el campo socialista había representado Indalecio Prieto durante los años anteriores, y supliendo la asombrosa incapacidad del PSOE para cumplir aquel papel, en buena parte por su desunión interna entre facciones. Con todo, hubo dirigentes socialistas que emplearon un vocabulario patriótico muy semejante al puesto en circulación por los comunistas. Caso, por ejemplo, del subsecretario del Ministerio de Gobernación y antiguo líder de la UGT asturiana Wenceslao Carrillo, quien en noviembre de 1936 negaba tajantemente la condición de españoles a los generales facciosos y presentaba la lucha española por su independencia como una parte de la lucha mundial por la libertad y la democracia.
    El PCE había mantenido una posición cambiante en sus posiciones acerca de la cuestión nacional desde los primeros años de su fundación, y siguiendo las instrucciones de la Tercera Internacional había defendido...(continuara)


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    Mensaje por Claudio Forján Jue Ene 03, 2019 1:06 pm

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    Mensaje por DP9M Jue Feb 14, 2019 10:01 pm

    https://kmarx.wordpress.com/2013/11/18/marx-y-engels-frente-a-la-cuestion-nacional/

    Marx y Engels frente a la “cuestión nacional”
    Publicado el 18 noviembre 2013 por Antonio Olivé
    materialismo procesadoMuy buenas amigas y amigos. Esperamos conocer el desarrollo del XIX Congreso del PCE y esperamos una apuesta decidida por la formación, por la construcción de la hegemonía más que por la preocupación del posible número de escaños. La creación de un gran frente, con diferentes alianzas y vocación de perdurabilidad debe ser la prioridad. Lo “otro”, lo institucional ya vendrá. En manos de la nueva dirección y la militancia está.

    Cambiando de tema, si recordáis Marx desde Cero se comprometió a tratar un tema importante en la historia de las ideas. La relación entre clase y nación, uno de los cleveages del conflicto social. Y nuestras promesas procuramos cumplirlas. A lo largo de una serie de entradas, vamos a ver qué y cuánto han opinado nuestros clásicos sobre la cuestión. Iniciamos la serie con Marx y Engels…

    Salud. Antonio Olivé

    ____________________________________________________________

    Marx y Engels frente a la “cuestión nacional”
    Jorge del Palacio Martín
    La llamada “cuestión nacional” ha constituido para muchos estudiosos el verdadero “talón de Aquiles” de la teoría marxista. (1) Marx y Engels nunca abordaron la “cuestión nacional” de modo autónomo y tampoco le otorgaron un lugar prioritario entre sus categorías analíticas. De aquí se sigue que algunos especialistas hayan reclamado que pese a las numerosas tomas de posición que desde el marxismo –en cualquiera de sus versiones- se han hecho sobre el problema, no puede hablarse con propiedad de una teoría marxista bien fijada y delimitada sobre lo nacional. (2) Sin entrar a discutir este punto, lo cierto es que Marx y Engels no fueron ajenos a los grandes procesos de consolidación nacional que jalonaron todo el siglo XIX, ni mucho menos a la importancia que éstos comportaban para el diseño de sus estrategias revolucionarias. Es así que el hecho nacional -ora tratado de manera directa, ora indirecta- cuenta entre los grandes problemas a cuya explicación y evaluación dedicaron sus esfuerzos los fundadores del marxismo. Por lo tanto, si bien no puede hablarse de una teoría acabada y explícitamente formulada sobre la “cuestión nacional” en la obra de Marx y Engels, sí que hay motivos suficientes para referirse a unos lugares comunes claramente definidos que resumen la postura marxista en lo que a la “cuestión nacional” toca. A la exposición de estos puntos de referencia dedicaré las siguientes líneas.

    A modo de adelanto anticiparé que la idea principal en torno a la cual se articula el discurso de Marx y Engels sobre la “cuestión nacional”: lo nacional es no es más que una problemática subalterna, una cuestión de segundo orden, cuya solución vendrá dada por el desarrollo mismo de la lógica del capitalismo. Y es esta idea, basada en una visión progresista de la historia, la que da todo el sentido al siguiente pasaje del Manifiesto comunista,

    “Los particularismos nacionales y los antagonismos de los pueblos desaparecen cada día más, simplemente con el desarrollo de la burguesía, con la libertad de comercio, el mercado mundial, la uniformidad de la producción industrial y las formas de vida que a ella corresponden”. (3)

    Esta firme convicción en el carácter contingente y pasajero de la nación como modelo de organización política hará que Marx y Engels -y, por ende, la tradición socialista que se inspira en ellos- entiendan el internacionalismo, expuesto a grandes rasgos, como el rechazo de todo lo nacional por considerarlo ajeno a los intereses del proletariado. No obstante, la realidad siempre es más compleja y veremos cómo este rechazo hacia “lo nacional” no es óbice para que llegado el momento los marxistas sienten alianzas con algunos movimientos nacionalistas.

    No obstante, antes de seguir adelante con la exposición creo necesario dejar sentado qué es aquello que Marx y Engels entendían por nación y otras palabras pertenecientes a la misma serie léxica. Es decir, intentar entender a qué realidades aplicaban términos como nación, nacionalidad o nacionalismo cuyo uso indiscriminado puede dar pie a no pocas confusiones.

    Cuando Marx y Engels hacen referencia a la nación manejan un concepto moderno heredero de la tradición revolucionaria francesa: léase, un concepto jacobino, centralista y, por tanto, de raíz ilustrada. Es decir, entienden la nación como el pueblo organizado políticamente en torno a un estado y cuyos habitantes hacen abstracción de sus particularidades étnicas y/o culturales a través del concepto de ciudadanía. Uno de los ejemplos más claros de este concepto de nación reside en la reivindicación realizada por la Asamblea Constituyente francesa en 1790 defendiendo la ciudadanía francesa de los alsacianos afirmando que su voluntad de integrarse en la nación francesa estaba por encima de la diferencia lingüística. Como ha señalado Erich Hobsbawm, a pesar de la insistencia de la cultura revolucionaria francesa en la uniformidad lingüística, a efectos prácticos no era el dominio del francés lo que determinaba el acceso a la ciudadanía francesa. Lo que determinaba dicho acceso era, más bien, “la disposición a adquirirla, entre las otras libertades, leyes y características comunes del pueblo libre de Francia”. (4) Se afirmaba, pues, la utilidad del francés pero no tanto en términos de superioridad cultural como de herramienta de integración política. Por tanto, para Marx y Engels la nación es, ante todo, una construcción de carácter estrictamente político que puede acoger en su seno diferentes nacionalidades y hace abstracción de las mismas a través del concepto de ciudadanía.

    Este carácter eminentemente político de la nación se hace más explícito cuando atendemos a qué entendían Marx y Engels por nacionalidad. El termino nacionalidad comprende al menos dos acepciones en los textos de Marx y Engels. En primer lugar, nacionalidad significa el estado de la persona nacida o naturalizada en una nación y es este el sentido de la palabra cuando en el Manifiesto comunista se afirma que “Se ha reprochado también a los comunistas el querer suprimir la patria, la nacionalidad”. (5) Por tanto, nacionalidad es, en una de sus acepciones, sinónimo de ciudadanía de un país. Pero, en segundo lugar, con nacionalidad se designaba también a las pequeñas comunidades que compartían un mismo origen étnico o cultural. Esta distinción resulta de suma importancia porque a partir de la II Internacional y, sobre todo, de la publicación en 1914 del opúsculo Sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación firmado por Lenin, la querella entre naciones y nacionalidades adquirirá una relevancia de primer orden en la estrategia socialista. Sin embargo, como veremos lo paradójico es que en el socialismo de la I Internacional, en el socialismo de Marx y Engels, la formación de grandes Estados nacionales era vista como un paso adelante en el camino hacia la revolución proletaria, mientras que las pequeñas nacionalidades no constituían más que rémoras del pasado cuyo único destino pasaba por la incorporación a un Estado fuerte que sirviese como herramienta al progreso. Uno de los textos donde mejor se bosqueja la diferencia entre nación y nacionalidad, así como el destino político que a estas últimas aguardaba en el proyecto socialista, es en una serie de artículos que Engels escribió en 1866 para el periódico The Commonwealth bajo el título de What have the working classes to do with Poland?

    Engels, convertido en el especialista del dúo en torno a la “cuestión nacional”, escribió esta serie de artículos a petición de Marx. Lo que en ellos se ventilaba era la postura que la clase obrera debía tomar frente a la independencia de Polonia. La Internacional, en el texto inaugural escrito por el propio Karl Marx, había expresado el apoyo de la clase obrera a la causa de la independencia polaca. Sin embargo, dicho apoyo a la causa polaca no era unánime. Sobre todo porque los “proudhonistas” – buena parte, junto a los llamados “blanquistas”, de los integrantes de la sección francesa de la Internacional- alegaban que los objetivos de la Internacional debían ser estrictamente económicos y la independencia polaca, al ser una cuestión política, al ser una “cuestión de nacional”, en nada debía afectar al movimiento obrero. Para entender mejor la animadversión de algunos de dichos miembros de la sección francesa de la A.I.T. para con todo lo que desprendiese cierto aroma a independencia nacional es necesario no peder de vista el contexto de la política francesa de las décadas 50 y 60 del siglo XIX, donde Napoleón III – emperador “por la gracia de Dios y la voluntad nacional”, como recordará con sorna Engels– había hecho del “principio de las nacionalidades”, con el que alentó movimientos nacionalistas de grupos étnicos, el ariete de su política imperial. (6) El objeto, por tanto, de estos artículos era fundamentar, de cara al futuro congreso que se debía celebrar en Ginebra, por qué el movimiento obrero debía unirse con otros movimientos a la causa de la independencia polaca explicando que dicho apoyo nada tenía que ver con el “principio de las nacionalidades” proclamado por Napoleón III.

    En el segundo de los artículos, publicado el 31 de marzo de 1866, Engels afirmaba que,

    “After the coup d’état of 1851, Louis Napoleon, the Emperor “by the grace of God and the national will”, had to find a democraticised and popular-sounding name for his foreign policy. What could be better than to inscribe upon his banners the “principle of nationalities”? Every nationality to be the arbiter of its own fate – every detached fraction of any nationality to be allowed to annex itself to its great mother-country – what could be more liberal? Only, mark, there was not, now, any more question of nations, but of nationalities. There is no country in Europe where there are not different nationalities under the same government. The Highland Gaels and the Welsh are undoubtedly of different nationalities to what the English are, although nobody will give to these remnants of peoples long gone by the title of nations, any more tan to the Celtic inhabitants of Brittany in France. Moreover, no state boundary coincides with the natural boundary of nationality, that of language. There are plenty of people out of France whose mother tongue is French, same as there are plenty of people of German language out of Germany; and in all probability it will ever remain so. It is a natural consequence of the confused and slow-working historical development through which Europe has passed during the last thousand years, that almost every great nation has parted with some outlying portions of its own body, which have become separated from the national life, and in most cases participated in the national life of some other people; so much so, that they do not wish to rejoin their own main stock. The Germans in Switzerland and Alsace do not desire to be reunited to Germany, any more than the French in Belgium and Switzerland wish to become attached politically to France. And after all, it is no slight advantage that the various nations, as politically constituted, have most of them some foreign elements within themselves, which form connecting links with their neighbours, and vary the otherwise too monotonous uniformity of the national character.

    Here, then, we perceive the difference between the “principle of nationalities” and the old democratic and working-class tenet as to the right of the great European nations to separate and independent existence. The “principle of nationalities” leaves entirely untouched the great question of the right of national existence for the historic peoples of Europe; nay, if it touches it, it is merely to disturb it. The principle of nationalities raises two sorts of questions; first of all, questions of boundary between these great historic peoples; and secondly, questions as to the right to independent national existence of those numerous small relics of peoples which, after having figured for a longer or shorter period on the stage of history, were finally absorbed as integral portions into one or the other of those more powerful nations whose greater vitality enabled them to overcome greater obstacles. The European importance, the vitality of a people is as nothing in the eyes of the principle of nationalities; before it, the Roumans of Wallachia, who never had a history, nor the energy required to have one, are of equal importance to the Italians who have a history of 2,000 years, and an unimpaired national vitality, the Welsh and Manxmen, if they desired it, would have an equal right to independent political existence, absurd though it would be with the English. The whole thing is an absurdity, got up in a popular dress in order to throw dust in shallow people’s eyes, and to be used as a convenient phrase, or to be laid aside if the occasion requires it” (7)

    Y en el tercero y último artículo de las serie, publicado el 5 de mayo del mismo año sentenciaba que,

    “Poland, like almost all other European countries, is inhabited by people of different nationalities. The Poles proper, who speak the Polish language, no doubt form the mass of the population, the nucleus of its strength. But ever since 1390 Poland proper has been united to the Grand Duchy of Lithuania, which has formed, up to the last partition in 1794, an integral portion of the Polish Republic. This Grand Duchy of Lithuania was inhabited by a great variety of races. The northern provinces, on the Baltic, were in possession of Lithuanians proper, people speaking a language distinct from that of their Slavonic neighbours; these Lithuanians had been, to a great extent, conquered by German immigrants, who, again, found it hard to hold their own against the Lithuanian Grand Dukes. Further south, and east of the present kingdom of Poland, were the White Russians, speaking a language betwixt Polish and Russian, but nearer the latter; and finally the southern provinces were inhabited by the so-called Little Russians, [Ukranians] whose language is now by most authorities considered as perfectly distinct from the Great Russian (the language we commonly call Russian). Therefore, if people say that, to demand the restoration of Poland is to appeal to the principle of nationalities, they merely prove that they do not know what they are talking about, for the restoration of Poland means the re-establishment of a State composed of at least four different nationalities”. (Cool

    En los fragmentos extractados de estos artículos se ve, por tanto, que era un lugar común, a mediados del siglo XIX, determinar como “nacionalidades” a las comunidades que tenían un origen étnico o cultural común. Hágase notar que aquí el vínculo “cultural” tiene un sentido muy cercano al biológico en un sentido simbólico: lazos de religión, de lengua, etc. como características ligadas a un proceso de especiación que permite dirimir, de forma objetiva, la naturaleza nacional de cada individuo. En el texto se vislumbra, además, que la estrategia internacionalista de Marx y Engels pasaba por apoyar la creación de grandes Estados –entendidos éstos como entidades políticas, no culturales- en cuyo seno debían integrarse las pequeñas nacionalidades en aras del progreso hacia la revolución proletaria.

    La justificación sobre la inviabilidad política de las pequeñas nacionalidades que fundamenta buena parte del pensamiento de Marx y Engels sobre la “cuestión nacional” tiene su origen en la cultura política de las jornadas revolucionarias de 1848, donde nace la distinción entre naciones “progresistas” y “reaccionarias”. Distinción a partir de la cual Engels creará su propia teoría sobre los geschichtelosen völker: los pueblos sin historia.

    Lo que subyace a la concepción engelsiana de los “pueblos sin historia” es la filosofía de la historia de Hegel, para quien el término Welthistorische Volkgeister no aplicaba a todos los pueblos, sino a aquellos que en mayor medida habían contribuido al progreso de la humanidad. En la filosofía de Hegel la historia era considerada como el despliegue y realización del Espíritu en el tiempo. Y esta realización o concreción se materializaba a través de los pueblos, únicos actores o unidades de la historia universal para el filósofo alemán. Ahora bien, no todos los pueblos podían contarse entre los llamados “pueblos históricos”. En la concepción hegeliana de la historia, el Espíritu realiza un peregrinaje infatigable de pueblo en pueblo haciendo que se signifiquen aquéllos que con mayor profundidad han sido capaces de concebir y revelar el Espíritu. Los signos que dan fe de la hondura con la que un pueblo es capaz de aprehender el Espíritu mientras éste reposa en él son la generación de una cultura floreciente, la energía para llevar a cabo grandes empresas políticas y, en el mundo moderno – o “Germánico”, como lo llama Hegel-, la capacidad para darse un Estado.

    Fue de esta vinculación orgánica entre Estado y progreso humano – Hegel dirá que “Las transformaciones de la historia acaecen esencialmente en el Estado” (9)– lo que serviría de base a Engels para formular su particular teoría de los “pueblos sin historia”.

    Por lo tanto, cuando Engels hablaba de los geschichtelosen völker se refería a pueblos que en el pasado no pudieron procurarse un sistema estatal y que ya no reunían condiciones para lograr autonomía política per se. Engels participó activamente en el ciclo revolucionario de 1848 a través de la Neue Rheinische Zeitung, periódico que fundó junto a Marx para canalizar y dirigir la opinión de la izquierda radical alemana. Algunos años después, en 1914, Lenin afirmaría que dicho periódico constituía el modelo nunca superado de lo que debía ser un órgano del proletariado revolucionario. (10) A través de sus artículos Engels identificó claramente cuales eran a su juicio los “pueblos sin historia”: los eslavos de Austria, Hungría y el Imperio Otomano; léase, los checos, eslovacos, eslovenos, croatas, serbios y ucranianos (rutenos), así como los rumanos austriacos y húngaros. (11) Las razones que llevaron a Engels a esta conclusión hay que buscarlas en el juego de alianzas políticas que presidió el curso de dicha revolución. Durante la llamada “primavera de los pueblos” también los grupos de eslavos dispersados por varios países de la Europa oriental buscaron lograr autonomía política dando lugar a cierto sentimiento de pertenencia nacional. Lo característico de este protonacionalismo es que era de signo conservador. Los eslavos, que veían en los terratenientes germanos y magiares a sus verdaderos opresores, vincularon sus aspiraciones políticas a la suerte de los emperadores de Austria y Rusia. Al ponerse del lado de la política imperial, los pueblos eslavos pasaron a ser, para el imaginario radical de la época, títeres del zarismo y, por ende, elementos de la contrarrevolución. Así las cosas, ser revolucionario en 1848 –es decir, republicano y demócrata- equivalía a oponerse a las aspiraciones nacionales eslavas. (12) Engels afirmaba que “El paneslavismo es la alianza de todas las pequeñas naciones y nacioncitas de Austria y, en segundo término de Turquía, para luchar contra los austroalemanes, los magiares y, eventualmente, los turcos (…) según su tendencia fundamental está dirigido contra los elementos revolucionarios de Austria, y por ende es reaccionario desde el comienzo”. (13)

    Desde el punto de vista teórico las reivindicaciones nacionales de los eslavos no encajaban en el cuadro de ideas del marxismo. Como se ha puesto de manifiesto, de la veta ilustrada del socialismo de Marx y Engels florece la idea en virtud de la cual los hombres forman parte de una comunidad única, la humanidad, que se irá afirmando a medida que el progreso disuelva los particularismos. Desde el punto de vista de la estrategia política, la hipotética existencia de una constelación de pequeños Estados eslavos al servicio del zarismo ruso tampoco podía resultar del agrado de los fundadores del marxismo,

    “¡Se reclama de nosotros –diría Engels en la Neue Rheinische Zeitung– y de las restantes naciones revolucionarias de Europa que garanticemos a los rebaños de la contrarrevolución una existencia sin trabas pegada a nuestras puertas, y el libre derecho a conspirar y armarse contra la revolución; que constituyamos en medio del corazón de Alemania un reino checo contrarrevolucionario y quebremos el poder de las revoluciones alemana, polaca y magiar con puestos rusos de avanzada intercalados en el Elba, los Cárpatos y el Danubio! No pensamos en eso… Ahora sabemos donde se concentran los enemigos de la revolución: en Rusia y los países eslavos de Austria, y ninguna palabrería, ninguna indicación sobre un indeterminado futuro democrático de estos países nos impedirá tratar como enemigos a nuestros enemigos”. (14)

    Buena parte del fracaso de la ola revolucionaria de 1848 vino dado por el choque de intereses entre las naciones “progresistas” y “reaccionarias”. Es decir, entre las aspiraciones de alemanes, polacos y húngaros –que vinculaban sus aspiraciones  nacionales con la creación de Estados liberales- y los pueblos eslavos –que buscaban el reconocimiento de su nacionalidad, así fuera aliándose con el Imperio. Para Marx y Engels, como veremos, el hecho de que una nacionalidad sea oprimida no significa que la revolución tenga que tomar partido por ella. Tal apoyo se daría sólo y cuando dichos intereses nacionales coincidiesen con los del movimiento obrero. Los fundadores del marxismo identificaron el progreso con el nacimiento de grandes Estados nación burgueses que facilitasen, a posteriori, el fortalecimiento del proletariado como clase. De aquí que mostrasen su simpatía para con los movimientos de unificación y liberación de Italia, Alemania, Polonia y Hungría. Tal y como se sigue de este razonamiento, las pequeñas nacionalidades eslavas que clamaban por tener autonomía no podían ser sino rémoras del pasado susceptibles de ser movilizadas políticamente por Rusia, baluarte de la Santa Alianza y reserva del absolutismo en Europa. Engels defenderá, conforme a su visión de la historia, que los llamados a ser actores de la política europea son las grandes naciones históricas: Francia, España, Escandinavia, Inglaterra, Polonia, Alemania, Italia y Hungría. Todas ellas naciones “vitales” y viables económica como políticamente que gozan de soberanía plena –en el caso de las cuatro primeras; que buscan restablecer el lugar que por su pasado les corresponde –como Alemania e Italia; o que han sabido resistir la asimilación y por tanto han dado muestras de aspirar a una existencia nacional independiente. (15) El resto, como las pequeñas nacionalidades eslavas, no podían ser sino pueblos “sin historia” o “ruinas de pueblos” (Völkerruinen). Pueblos que en su momento no pudieron darse un Estado y que ahora, negándose a ser absorbidas por una nación más grande, remaban contra el sentido de la historia.

    Finalmente el nacionalismo, entendido como “el principio político que sostiene que debe haber congruencia entre la unidad nacional y la política” (16), será objeto de una doble crítica por parte del marxismo. La primera, por su condición de ideología; la segunda, por su naturaleza interclasista.

    Para Marx y Engels las ideologías, en tanto que conjunto de ideas sobre la sociedad, eran mistificaciones de la realidad que no hacían sino esconder intereses de clase. Así expresaba Marx su concepción de la ideología como reflejo de las condiciones económicas y aspiraciones sociales de una clase en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte,

    “Sobre las distintas formas de la propiedad, sobre las condiciones sociales de vida, se erige toda una superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y visiones del mundo diferentes y configuradas de modo específico. La clase, en su totalidad, los crea y conforma a partir de sus bases materiales y las correspondientes situaciones sociales. El individuo particular, que los adquiere a través de la tradición y la educación, puede creer que representan los verdaderos motivos determinantes y el punto de partida de sus acciones. (…) Y así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo, y lo que en realidad es y hace, en las disputas históricas hay que distinguir todavía más la retórica y las figuraciones de los partidos, de su verdadera organización y sus verdaderos intereses, su concepto de sí mismos, de su realidad. (…) También los tories en Inglaterra han mantenido durante mucho tiempo la ilusión de que suspiraban por la monarquía, la Iglesia y las beldades de la vieja constitución inglesa, hasta que el día del peligro les arrancó la confesión de que sólo suspiraban por la renta del suelo”. (17)

    En este sentido, el discurso nacionalista era un epifenómeno de la cultura burguesa que legitimaba el dominio que esta clase ejercía sobre el proletariado a través del Estado. Por lo tanto, el nacionalismo, al generar una visión del mundo basada en un orden político que tuviera como actores principales a Estados-nación, servía como catalizador de la política burguesa. En lo que a la segunda crítica atañe, resulta importante señalar que para la teoría marxista el nacionalismo suponía una seria amenaza para la solidaridad supranacional que propugnaba el internacionalismo. El nacionalismo convocaba al sentimiento de pertenencia a una comunidad concreta esgrimiendo un discurso que buscaba reforzar los lazos de unión que trascendían las distinciones de clase. Marx y Engels intuían que el poder de apelación de la retórica patriótica podía desviar a los obreros de sus verdaderos intereses de clase y atendiendo a cómo se desarrollaron la guerra Franco-prusiana de 1871 y la Primera Guerra Mundial puede decirse que los temores de los fundadores del marxismo tenían, cuando menos, algún fundamento. La esencia, en última instancia, de la pugna entre el nacionalismo y el internacionalismo se encarnaba en el duelo entre dos sujetos antagónicos llamados a ser los actores de la política: clase versus nación.

    Sin embargo, a pesar de que a priori el nacionalismo y el marxismo estaban destinados a no entenderse dada su incoherencia teórica, la realidad es mucho más compleja y la historia a sido testigo de la alianza positiva entre ambas ideologías. Como se ha podido ver, siquiera de manera tentativa, en el análisis de los términos nación, nacionalidad y nacionalismo, Marx y Engels apoyaron tácticamente el nacionalismo en algunos contextos determinados. Lo que determinaba la simpatía de Marx y Engels para con los nacionalistas estaba estrechamente ligado a la capacidad de dichos movimientos para identificarse y confundirse con su idea de progreso social. Llegados a este punto creo que merece dedicar unas líneas a la idea de progreso que manejaban Marx y Engels.

    El discurso de Marx y Engels es un discurso ilustrado radicalizado. La razón de ser de esta radicalización consiste en que el carácter emancipador que se arrogó originariamente el proyecto ilustrado ya no se ciñe exclusivamente al ámbito moral del sujeto, sino que se proyecta a lo político. En Kant el ideal de emancipación se identificaba con el logro de la autonomía moral, encarnada ésta en la capacidad del sujeto para legislarse; es decir, encarnada en el reconocimiento de una esfera de acción subjetiva cuyo criterio de evaluación no reside en un agente externo al propio sujeto. (18) En Marx, que traslada la sede del proyecto ilustrado del individuo a un sujeto colectivo como la clase obrera, el ideal de emancipación se confunde con la consecución de una sociedad sin clases. Y al igual que para Kant el camino hacia la salida de la “inmadurez autoculpable” del hombre pasaba por pensar de manera libre y autónoma frente a las tutelas heredadas – de ahí la fuerza retórica de su supere aude -, en Karl Marx el camino hacia el ideal comunista se asocia a una praxis política de clase dirigida a la superación de las organizaciones políticas heredadas. Entre ellas, claro está, la nación, considerada elemento característico del modo de organización política burguesa. Como decía en La guerra civil en Francia,

    “Los obreros no tienen ninguna utopía lista para ser implantada par décret du people. Saben que para conseguir su propia emancipación, y con ella una forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico (…), no tienen que realizar ningunos ideales sino, simplemente, liberar los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno”. (19)

    Esta imagen de un sujeto autónomo y libre de tutelas heredadas que generó la filosofía de la Ilustración encuentra su escenario natural en un concepto de historia estrechamente vinculado a la noción de progreso. La idea de progreso se convirtió por méritos propios en el idolum saeculi decimonónico. El movimiento ilustrado, entendido éste en un sentido lato, concebía la historia universal como el progreso constante y firme de la humanidad hacia la perfección a través de fases alternativas de calma y de crisis. (20) Para los ilustrados la raison d’être del progreso radicaba en la vinculación entre la adquisición y gestión del conocimiento y la consecución de mayores cotas de civilización. Marx y Engels, en tanto que hijos tardíos de la Ilustración, también mantendrán una visión progresista de la historia en la que el hombre supera etapas con paso firme hacia su emancipación. Sin embargo, amén de compartir una visión de la historia como proceso lineal hacia la emancipación, lo que diferencia de manera definitiva la filosofía de la historia de Marx y Engels de la que cultivaron los ilustrados es el radical determinismo teleológico que la informa. Para los ilustrados la historia es concebida como un proceso de gradual mejora de las condiciones materiales e intelectuales que llevan a la humanidad a mayores cotas de civilización, pero sin que se imponga una forma determinada a esa sociedad del futuro. Por el contrario, para los autores del Manifiesto Comunista la historia es un proceso cerrado y predeterminado en el que a través de la lucha de clases el proletariado llevará a la humanidad al escenario único y distinto donde será emancipada: la sociedad comunista.

    La fe de Marx en la racionalidad de sus teorías como pauta de progreso social encuentra su origen en la filosofía de Hegel y su apología del poder demiúrgico de la teoría cuando afirmó, en el prefacio a la Fenomenología del Espíritu (1807), que la filosofía debía convertirse en ciencia, en saber real capaz de aprehender la realidad. (21) Marx hizo de su filosofía una herramienta para desenmascarar las leyes por las que se regía la historia para hacer de la ella algo comprensible y, por ello, predecible. La historia para Marx, tal y como quedaba expresado desde los primeros compases del Manifiesto comunista, no era sino la historia de lucha de clases en movimiento imparable hacia una sociedad comunista sin clases donde el hombre, finalmente, se verá reconciliado consigo mismo y con la naturaleza. En la narración que Marx hace de la historia consta que cada sociedad ha generado su propio enterrador y así como la burguesía surgió de las contradicciones del Antiguo Régimen para enterrar la sociedad del trono y el altar, la burguesía misma había parido al sujeto que iba firmar su sentencia. “…la burguesía no sólo ha forjado las armas que van a darle muerte; ha creado también a los hombres que van a manejarlas, los obreros modernos, los proletarios” (22). Esta visión teleológica de la historia suponía que llegada la era de la burguesía capitalista, el proletariado, cada vez más empobrecido y en peores condiciones pero superior en número a una minoría acaudalada, se haría gradualmente consciente de su papel histórico. Esto implicaría unificar sus esfuerzos en una empresa internacional y arrogarse la tarea de hacer la revolución final que fundase un nuevo orden donde quedasen abolidas todas las condiciones que generaron la dialéctica de la lucha clases – la lucha entre opresores y oprimidos- a lo largo de la historia. No obstante, a pesar del supuesto carácter científico de la filosofía de la historia de Marx toda ella desprende un fuerte aroma a teológico. No es casual, por tanto, que algunos autores hayan puesto de manifiesto que la filosofía de la historia marxista es dependiente de un imaginario teológico de raíz judeocristiana y se presenta como una lucha encarnizada entre el bien y el mal, o proletariado y burguesía, en la que el primero –que hace las veces de pueblo elegido- conseguirá inexorablemente su salvación con la consecución de la sociedad comunista. (23)

    Las conclusiones que se siguen de estas concepciones son de cierta importancia para entender cómo se materializa el concepto de progreso en el marxismo. Que la historia para los ilustrados sea un proceso abierto e indeterminado hacia mayores cotas de civilización convierte en progreso todo paso que abunda en esa dirección. Sin embargo, lo que se sigue de la visión marxista de la historia, en tanto que narración con un fin dado de antemano, es que progreso sólo es aquello que incide en el sentido unívoco de la historia; es decir, progreso es lo que se confunde con la afirmación de una política de clase. Llegados aquí merece preguntarse cómo aplica lo dicho sobre el progreso a la “cuestión nacional”.

    La primacía de la clase obrera sobre cualquier otra categoría histórica hizo que para los padres del marxismo la nación no fuera más que una categoría transitoria que respondía a las necesidades de desarrollo del capitalismo y cuyas particularidades se irían desvaneciendo precisamente por el movimiento homogeneizador que generaría la propia economía capitalista. (24) Sin embargo, si bien la nación era una categoría destinada a desaparecer con el advenimiento de la sociedad comunista, en primer lugar el socialismo debía contribuir a apuntalar un sistema de Estados nacionales fuertes como paso previo al comunismo. En el análisis marxista, por lo tanto, las naciones burguesas constituían un momento ineludible entre la organización política del Antiguo Régimen y la sociedad sin clases. De aquí que Marx y Engels apoyasen estratégicamente los movimientos nacionalistas que buscaban la realización de grandes entidades estatales. Ambos fueron, por ejemplo, firmes defensores de los movimientos de unificación alemán e italiano, de su carácter modernizador y ejemplar para otros movimientos revolucionarios. Marx se expresaba como sigue al hablar del movimiento de unificación italiano en el New York Daily Tribune para el que fue destacado corresponsal en Europa,

    “Regarding the Piadmontese army and people as ardent champions of Italian liberty, they feel that the King of Piedmont will thus have ample scope for aiding the freedom and independence of Italy, if he chooses; should he prove reactionary, they know that the army and people will side with the nation. Should he justify the faith reposed in him by his partisans the Italians will not be backward in testifying their gratitude in a tangible form. In any case, the nation will be in situation to decide on its own destinies, and Keeling, as they do, that a successful revolution in Italy will be the signal for a general struggle on the part of all the oppressed nationalities to rid themselves of their oppressors, they have no fear of interference on the part of France, since Napoleon III will have too much home Business on his hands to meddle with the affairs of other nations, even for the furtherance of his own ambitious aims. A chi tocca-tocca? As the Italians say. We will not venture to predict whether the revolutionists or the regular armies will appear first on the field. What seems pretty certain is, that a war begun in any part of Europe will not end where it commences; and if, indeed, that a war is inevitable, our sincere and heartfelt Desire is, that it may bring about a true and just settlement of the Italian question and of various other questions, which, until settled, will continue from time to time to disturb the peace of Europe, and consequently impede the progress and prosperity of the whole civilized World”. (25)

    A pesar de que al frente de los movimientos de unificación italiano y alemán figurasen políticos conservadores como Cavour o Bismarck, los padres del marxismo aplaudieron su política nacionalista pues ésta se confundía con su idea de progreso. En el fondo de su razonamiento, para los fundadores del marxismo Cavour o Bismarck pasaban por meros agentes del imparable desarrollo de la historia. Según rezaba el famoso dictum marxista, “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su voluntad, bajo condiciones elegidas por ellos mismos, sino bajo condiciones directamente existentes, dadas y heredadas”. (26)

    Es interesante señalar que en la segunda mitad del siglo XIX también fue un lugar común del progresismo liberal identificar las grandes naciones con la idea de progreso. Para hombres como Mazzini o J. S. Mill el principio de autodeterminación de las naciones solo aplicaba a aquellas que hubieran demostrado ser viables tanto cultural como económicamente. No debemos perder de vista que en el imaginario liberal, también inspirado en la idea de progreso de raigambre ilustrada, las naciones debían por fuerza armonizar con la evolución histórica y esto sólo se daba en la medida en que sirvieran para extender la escala de la sociedad humana. Hobsbawm ha afirmado que para estos liberales el hecho de ser viables respondía a la capacidad de las naciones para cumplir con tres requisitos, a los que denomina “principio del umbral”. En primer requisito indispensable era la asociación de la nación en cuestión con un Estado que existiese o con un pasado tangible, como podía ser el caso de Italia. El segundo criterio era la existencia de una elite cultural reconocible como antigua y que estuviera en posesión de una lengua vernácula con una fundada tradición tanto literaria como administrativa. Finalmente, el tercer criterio consistía en una probada capacidad de conquista. En la mentalidad de la época, el poder de conquista suponía una prueba concluyente de vitalidad nacional. (27)

    Estos liberales creían fervientemente en que las leyes del progreso implicaban el gradual ensanchamiento de los ámbitos de sociabilidad humana, lo que implicaba naturalmente la absorción por parte de los estados más fuertes de las pequeñas nacionalidades. Mazzini dio buena cuenta de su imaginario liberal cuando en 1857 trazó un mapa de Europa que tan sólo contenía doce Estados. John Stuart Mill, por su parte, en el capítulo dedicado a la nacionalidad en su On representative government exponía de manera clara y concisa la postura liberal que identificaba la integración de las pequeñas nacionalidades en una unidad superior con el progreso hacia mayores cotas de civilización. Merece la pena recordar este breve fragmento,

    “Experience proves, that it is possible for one nationality to merge and be absorbed in another: and when it was originally and inferior and more backward portion of the human race, the absorption is greatly to its advantage. Nobody can suppose that it is not more beneficial to a Breton, or a Basque of French Navarre, to be brought into the current of the ideas and feelings of a highly civilized and cultivated people –to be a member of the French nationality, admitted on equal terms to all the privileges of French citizenship, sharing the advantages of French protection, and the dignity and prestige of French power- than to sulk on his own Rocks, the half-savage relic of past times, revolving in his own little mental orbit, without participation or interest in the general movement of the World. The same remark applies to the Welshman or the Scottish Highlander, as members of the British nation”. (28)

    Además, es necesario precisar que el liberalismo más avanzado no sólo apoyaba la creación de grandes Estados-nación por lo que pudiera significar desde su visión del progreso en términos económicos. Detrás del apoyo a la independencia de Polonia y Hungría, así como a los procesos de unificación de Alemania e Italia, había otra cuestión de no poca importancia para el progresismo europeo: el desmantelamiento del orden político surgido del Congreso de Viena y de la Santa Alianza. O, lo que significaba lo mismo, romper con el ordenamiento político heredado de los poderes del Antiguo Régimen cambiando los Estados monárquicos por Estados nacionales. Es así como ser de izquierda en la segunda mitad del siglo XIX, ser progresista, era sinónimo de ser nacionalista. (29)

    En este sentido, Marx y Engels sintonizaron con los objetivos de los diferentes movimientos democráticos y nacionalistas que so capa de promover la independencia de sus naciones estaban ayudando a borrar del mapa europeo los vestigios de la política del trono y el altar. Sin embargo, llegados a este punto de comunión entre el liberalismo y el marxismo es necesario señalar que ni Marx ni Engels valoraron nunca el derecho de autodeterminación de las naciones como un principio absoluto en sí mismo tal y como hacían los liberales. La diferencia es importante. Para Mazzini, por poner un ejemplo, la humanidad estaba dividida en naciones de manera natural y la política debía tratar de ajustarse a ese criterio. Para Marx, en cambio, la humanidad también estaba dividida en naciones, mas de manera accidental y transitoria. Lo que para Mazzini constituía el punto de llegada – léase, una Europa organizada en torno a lo que él entendía que debían ser las naciones-, para Marx no era más que un escalón más en el camino hacia la sociedad comunista. El apoyo a los movimientos nacionalistas que trabajaban para la consecución, o consolidación, de los Estados-nación que brindaron tanto Marx como Engels debe entenderse –he aquí la clave- en términos instrumentales. En la siguiente carta de Engels a Bernstein, fechada en febrero de 1882, queda patente lo expuesto,

    “Nosotros debemos colaborar en la liberación del proletariado de Europa occidental, y todo debe subordinarse a este objetivo. Por más interesantes que puedan ser los eslavos de los Balcanes, etc., pueden irse al diablo si su esfuerzo de liberación entre en conflicto con el interés del proletariado. También los alsacianos están oprimidos, y me alegraría si pudiésemos poder desembarazarnos del problema. Pero si en vísperas de una revolución claramente inminente intentaran provocar una guerra entre Francia y Alemania, excitando de nuevo las pasiones de estos dos pueblos, y retrasar así la revolución, les diría: ¡Alto! No toleraremos que pongáis palos en las ruedas del proletariado en lucha. Lo mismo vale para los eslavos”. (30)

    El caso que mejor ilustra lo expuesto es el de Polonia. El grado de adhesión a la causa polaca fue, desde la revolución francesa, la vara de medir del ardor revolucionario en Europa. Marx y Engels –quienes, recordemos, habían hecho mención explícita a la causa polaca en el manifiesto inaugural de la AIT- no desaprovecharon esta corriente cuando pudieron canalizarla hacia sus propios objetivos.

    “Otra razón de la simpatía del partido obrero por la resurrección de Polonia es su particular situación geográfica, militar e histórica. La división de Polonia es el cemento que une entre sí a los tres grandes despotismos militares: Rusia, Prusia y Austria. Solo la restauración de Polonia puede romper este vínculo y liquidar de esta forma el principal obstáculo a la emancipación de los pueblos europeos”. (31)

    Sin embargo, el apoyo fue siempre coyuntural y cada vez que en el horizonte comenzó a bosquejarse la posibilidad de una revolución rusa, la importancia de la restauración de Polonia pasó a un segundo plano. El valor de una Polonia independiente para la AIT se justificaba en tanto que freno al zarismo ruso, identificado por Marx y Engels como la reserva reaccionaria de Europa. Lo que es tanto como decir que con una Rusia liberal de fondo la restauración de Polonia hubiese perdido su razón de ser en la estrategia del proletariado y, con ello, el apoyo a su independencia. (32)

    En resumen, en estas líneas he querido mostrar cómo el pensamiento político de Marx y Engels es puramente internacionalista, en el sentido de que trabaja, promueve y cree en la futura superación de los lazos nacionales. También he tratado de explicar que amén del rechazo teórico del marxismo para con todo el hecho nacional, en la práctica apoyó de manera estratégica e interesada aquellos movimientos nacionalistas que promovían la creación de grandes Estados-nacionales y rechazó las reivindicaciones de las pequeñas nacionalidades. Los grandes estados nacionales suponían, en la visión progresista de la historia de Marx y Engels, instrumentos hacia el progreso. En este sentido sus reivindicaciones se confunden con las del liberalismo más progresista, que también veía en los grandes Estados el camino de la humanidad hacia mayores cotas de civilización mientras identificaba las pequeñas nacionalidades, en cambio, con rémoras del pasado cuyas reivindicaciones eran instrumentalizadas por las fuerzas reaccionarias. Ahora bien, lo interesante es apuntar que el apoyo que desde el socialismo de Marx y Engels recibieron los diferentes movimientos nacionalistas que jalonaron el siglo diecinueve fue siempre coyuntural y supeditado al interés de su propia estrategia. El cuanto a la “cuestión nacional”, el proletariado, tal y como lo veían los fundadores del marxismo, debía ser un movimiento orientado a generar las condiciones de superación de las divisiones nacionales y como tal, aunque parezca paradójico, se pusieron del lado de aquellos nacionalismos que en su visión de la historia creaban las condiciones más propicias para facilitar la llegada a la sociedad sin clases y, por ende, sin distingos nacionales. Tanto es así que este apoyo estratégico a los movimientos nacionalistas más progresistas no fue óbice para generar y afianzar una de las características más robustas de la cultura proletaria: el desapego para con todo lo que se predica del “hecho nacional”.
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    Mensaje por DP9M Dom Mar 17, 2019 3:53 pm

    Comparemos las diferentes formas de entender desde el Marxismo, las sociedades y cuestiones materiales.

    Trotskysmo Vs. Comunismo en la cuestión nacional española. Comparen.
    Fuente de cita de Trotsky: https://www.marxists.org/espanol/maurin/1924agosto.htm
    Fuente de cita de Lenin: https://www.marxists.org/espan…/lenin/obras/1910s/derech.htm



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    Mensaje por Claudio Forján Lun Mar 18, 2019 12:59 pm

    Os recomiendo el análisis de Vicente Uribe de Galdeano, miembro de la dirección del PCE en los años 30 y 40. Comunista y vasco, defendía el autonomismo como medio para integrar a todas las nacionalidades de España en una misma patria común:

    Uribe escribió:Así, pues, la situación general creada en la República, después de julio del 36, se caracteriza: de un lado, por la falta de cualquier motivo e interés material, económico, [19] social o político, determinante de situación privilegiada de una nacionalidad y de situación de desigualdad para las demás nacionalidades; y, de otro lado, por la existencia de todas las condiciones y factores necesarios para una colaboración activa y fraternal, cada vez más estrecha, entre todos los pueblos españoles, sobre la base de una confianza mutua y de la unidad combativa, inseparable, por la causa general contra el enemigo común. En nuestro país, en la República española, se ha creado una situación que corresponde enteramente a la situación que se imaginaba Lenin al formular el primer párrafo del proyecto de resolución sobre la cuestión nacional en la Conferencia de abril de 1917 del Partido Socialdemócrata Obrero Ruso, cuando dice: «En la medida que se pueda realizar en la sociedad capitalista la liquidación de la opresión nacional, esto es posible únicamente en un régimen y en un sistema estatal republicano, consecuentemente democrático, que garantice la plena igualdad de todas las naciones y lenguas.» En nuestro país, después de julio del 36, existen efectivamente un régimen y un sistema de Estado consecuentemente democrático y republicano.
    [...]
    He aquí, brevemente bosquejados, los nuevos aspectos fundamentales que hoy día hallamos en el planteamiento de la cuestión nacional en España. Podemos estar completamente seguros que, después del triunfo definitivo de la República sobre los conquistadores fascistas italoalemanes y sus agentes, los últimos restos del feudalismo y de la reacción serán rápida y fácilmente superados. Se ampliará y fortalecerá el régimen democrático. Una gran España, republicana, democrática; todos los pueblos unidos; todas las nacionalidades movidas por el mismo impulso, se lanzarán en una cordial emulación, sobre la base de la confianza mutua, conjugando fraternalmente todos los esfuerzos en una dirección: ayudar al máximo desarrollo y florecimiento de cada nacionalidad; ayudar en grado superlativo al ascenso general y al progreso de todo el país; fortalecer, por encima de todo, la Patria española. Pero todo esto dejémoslo a los pueblos mismos. Ellos lo harán mejor que las mejores de nuestras aspiraciones.
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    Mensaje por DP9M Mar Oct 08, 2019 11:16 pm

    “No luchamos solamente por la libertad de España; luchamos también por la independencia de España. Luchamos contra quienes vienen a invadir nuestra patria. La ayuda que Franco y los generales facciosos reciben, la reciben a cambio de algo, y este algo es lo siguiente: los fascistas de España han prometido a sus amos del extranjero las Baleares; les han prometido parte del territorio de Marruecos; han prometido al imperialismo alemán e italiano Galicia y una parte de Galicia. Y a cambio de estos pedazos que quieren arrancar al suelo de la patria española, reciben cañones, aviones y gases para asesinar al pueblo de España. ¿Con qué derecho hacen esas promesas? ¿Quién puede atreverse a dar ni a prometer lo que no es suyo? Porque España –hay que decirlo claro- es de los españoles, y ni Franco ni Mola ni todos sus secuaces y mercenarios son españoles ni tienen derecho a vivir ni a estar en España” (José Díaz, secretario general del PCE, discurso en el Teatro Olimpia de Valencia, 2 de febrero de 1937, apud. Los comunistas y la revolución española , ed. Bruguera, 1979, p. 49).


    https://www.cronicapopular.es/2018/05/comunismo-y-nacion-espanola/?fbclid=IwAR0C1MQgsVXt1oRqkHmp2RvFN8owk0RqubKS80AtxGEYw5nIkIFck7XzmCc
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    Mensaje por DP9M Vie Oct 11, 2019 2:58 am

    – «la aspiración de un español revolucionario no ha de ser que un día, quizá no lejano, siguiendo su ritmo actual, la península Ibérica quede convertida en un mosaico balcánico, en rivalidades y luchas fomentadas por el imperialismo extranjero, sino, por el contrario, debe tender a buscar la libre y espontánea reincorporación de Portugal a la gran unidad ibérica” (Joaquín Maurín, Hacia la segunda revolución, 1935; en la reedición de 1966 titulada Revolución y contrarrevolución en España, ed. Ruedo Ibérico, p. 69-70).

    – «Al mismo tiempo que los más consecuentes internacionalistas somos los más fieles luchadores y defensores de la República española; los más entusiastas defensores de la Patria española; los más fieles ardientes patriotas de la España democrática; los más decididos enemigos de toda tendencia separatista; los más convencidos partidarios de la Unidad Nacional, del Frente Popular, de la Unidad popular” (Vicente Uribe, El problema de las nacionalidades en España a la luz de la guerra popular por la independencia de la República Española, Ediciones del Partido Comunista de España, Barcelona [1938]).

    – “En estas horas de aflicción para la patria, cuando en virtud de la alianza militar, económica y política concertada entre la camarilla franquista y el gobierno de los Estados Unidos, España ha. sido reducida a la categoría de nación inferior, donde los imperialistas yanquis hacen la ley, el Partido Comunista de España se dirige a vosotros llamándoos a la acción para salvar a España, llamándoos a definir vuestra posición frente a la política fratricida de Franco y de Falange, llamándoos a uniros al pueblo en la lucha por la democratización de nuestro país.

    Nuestra tierra natal, donde cada monte y cada valle, cada ciudad o aldea, de Móstoles a Zaragoza, de Gerona a Madrid, de Tarifa a Roncesvalles, de Sagunto a Numancia recuerdan la lucha secular del pueblo por la independencia patria, ha sido entregada en venta infame a los imperialistas yanquis.

    Con la tierra española han sido vendidos el derecho y la justicia, el ejército y los secretos de la defensa nacional; han sido puestas en manos extrañas las riquezas del suelo y del subsuelo español, han sido hipotecadas la independencia y soberanía nacionales. […]

    Porque el pueblo que dio un Fuenteovejuna no se dejará atropellar impunemente. El pueblo del 2 de Mayo en Madrid, de los Garrocheros de Bailén, de los estudiantes de Santiago y del Sitio de Zaragoza, el pueblo que hizo morder el polvo de la derrota a las orgullosas tropas invasoras de Napoleón cuando todo el mundo, confundiéndole con la servil camarilla gobernante que le traicionó, lo daba por muerto, no admitirá ser tratado como carne de esclavos al servicio de los opresores de su patria.

    La camarilla franquista podrá ser comprada, pero no hay oro en el mundo para comprar al pueblo español, como no habrá fuerza humana capaz de hacerle marchar contra la Unión Soviética ni contra ningún otro pueblo amante de la paz. ¡Que no se llamen posteriormente a engaño los imperialistas yanquis y sus servidores españoles!” (Mensaje del Partido Comunista de España a los intelectuales patriotas, Abril de 1954).
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    Mensaje por DP9M Vie Oct 11, 2019 2:59 am

    https://www.elasterisco.es/comunismo-y-nacion-espanola/


    COMUNISMO Y NACIÓN ESPAÑOLA

    “No luchamos solamente por la libertad de España; luchamos también por la independencia de España. Luchamos contra quienes vienen a invadir nuestra patria. La ayuda que Franco y los generales facciosos reciben, la reciben a cambio de algo, y este algo es lo siguiente: los fascistas de España han prometido a sus amos del extranjero las Baleares; les han prometido parte del territorio de Marruecos; han prometido al imperialismo alemán e italiano Galicia y una parte de Galicia. Y a cambio de estos pedazos que quieren arrancar al suelo de la patria española, reciben cañones, aviones y gases para asesinar al pueblo de España. ¿Con qué derecho hacen esas promesas? ¿Quién puede atreverse a dar ni a prometer lo que no es suyo? Porque España –hay que decirlo claro- es de los españoles, y ni Franco ni Mola ni todos sus secuaces y mercenarios son españoles ni tienen derecho a vivir ni a estar en España” (José Díaz, secretario general del PCE, discurso en el Teatro Olimpia de Valencia, 2 de febrero de 1937, apud. Los comunistas y la revolución española , ed. Bruguera, 1979, p. 49).

    Hoy día se sigue insistiendo en la idea de que el comunismo español (desde el PCE al POUM, hasta el FRAP, etc.) siempre fue disolvente para España, y que siempre estuvo aliado (el “izquierdismo” en general) a aquellos programas que buscaban (y buscan), de una manera o de otra, su fragmentación secesionista. Federico Jiménez Losantos, en su nuevo libro, Memoria del Comunismo (ed. La esfera de los libros, 2018), así lo sostiene. Yo mismo he tenido ocasión de discutir esta tesis, que alinea separatismo y comunismo sin más, con historiadores como Pío Moa o Fernando Paz (así en algunos medios de comunicación y en otros foros como las redes sociales), y, en general (Moa, y no Paz), su respuesta suele ser la del desprecio, como si se dijera un completo disparate, de tal modo que la discusión nunca ha sido muy prolongada, ya que apenas le otorgan beligerancia a la tesis en contra (recordando su actitud a aquello de que “el águila no caza moscas”).

    Cuando se les dan a conocer determinadas pruebas documentales, y que hablan de la existencia de un patriotismo español comunista, tanto Fernando Paz como Pio Moa “encapsulan” dichas pruebas arguyendo, sin profundizar mucho en el asunto (como para salir al paso), que este patriotismo de “la izquierda” era “mero oportunismo”, utilizando la patria y el patriotismo como excusa, dicen ellos, para imponer sus “verdaderos” fines “totalitarios” (como si la “pulsión totalitaria” fuese la clave última del comunismo, que valdría lo mismo que decir aquello de que el opio duerme porque tiene “virtus dormitiva”).

    En España, en el siglo XX, la idea de nación fragmentaria secesionista se ha promovido, más bien, precisamente para neutralizar, desmovilizar y disolver el comunismo

    Pues bien, nosotros negamos esta asociación, que tanto Moa como Losantos comprenden como esencial, y poco menos que evidente, entre comunismo y secesionismo; incluso, diremos, y esta es la tesis fuerte, que en España, en el siglo XX, la idea de nación fragmentaria secesionista se ha promovido, más bien, precisamente para neutralizar, desmovilizar y disolver el comunismo, siendo así que el separatismo, al contrario de lo que sostienen Moa o Losantos, se ha impulsado no desde (por lo menos en principio), tampoco al margen, sino justamente contra el comunismo.

    Porque será el anticomunisno de determinadas potencias, en el contexto sobre todo de la guerra fría (lo que el secretario de estado norteamericano de Eisenhower, John Foster Dulles, llamó en su momento “roll back” –“retroceso”- para referirse a la política llevada a cabo por los sucesivos gobiernos norteamericanos en contra del comunismo), lo que alimente, ampare y dé cobertura ideológica (e incluso financiera, como Iván Vélez está sacando a la luz en numerosos trabajos) a la idea de nación fragmentaria en España, pero también en otros países. Y lo hará justamente a través de la clásica práctica del divide et impera, para neutralizar cualquier posibilidad, que no se descartaba en determinados momentos (por ejemplo, en la Transición), de realización de una España comunista.

    EE.UU amenazó con apoyar al nacionalismo canario de Cubillo si España no ingresaba en la OTAN

    Podemos ilustrar esta acción de respaldo al secesionismo, por parte de la política “roll back” norteamericana frente a un virtual avance del comunismo, con dos hitos bien significativos al respecto, uno que afecta a España y otro a Italia. En relación a España Otero Novas, que fue ministro de la presidencia con Adolfo Suárez, ha revelado en cierta ocasión (ver ´Perderéis Canarias´ – La Provincia – Diario de Las Palmas, 11/08/2009) el hecho de que EE.UU amenazó con apoyar al nacionalismo canario de Cubillo si España no ingresaba en la OTAN. Con respecto a Italia la administración norteamericana contempló ante la previsión de una posible victoria del PCI en las elecciones de 1948, y entre otras medidas, una intervención inmediata a través de la promoción de la secesión de Cerdeña y Sicilia (ver Luciano Canfora, La democracia. Historia de una ideología, ed. Crítica, p. 220).

    Y es que España, naturalmente, no permaneció ajena al tutelaje llevado a cabo por parte de las sucesivos gobiernos norteamericanos sobre los procesos de transformación política (“transición”) sufridos durante la Guerra Fría en distintos puntos del globo, tal como ha estudiado en profundidad Joan E. Garcés en su documentadísima obra Soberanos e intervenidos (Ed. Siglo XXI, 1996), siendo así que en España esta tutela cristalizó en dos líneas de fuerza vectorial que, en modo alguno, podemos obviar: la promoción de una socialdemocracia, la del PSOE de Suresnes, que se aviniera (“vía democrática al socialismo”) al área de difusión de las democracias occidentales homologadas (liberal-parlamentarias); y, a su vez, como medida aún más expeditiva (preventiva, si se quiere), la promoción de un secesionismo que se filtrase en las instituciones para romper España ante la previsión “revolucionaria” de una “España roja”, puesta en la órbita de la URSS (es verdad que el “eurocomunismo” había refrenado tales expectativas, en el PCF, en el PCI, en el PCE, pero a la administración norteamericana parece ser no le era suficiente).

    El comunismo, por lo menos en su forma leninista, en cuanto que busca la transformación íntegra del estado burgués en estado socialista, no es compatible con el separatismo, ni siquiera con el federalismo

    De hecho el comunismo, por lo menos en su forma leninista, en cuanto que busca la transformación íntegra del estado burgués en estado socialista, no es compatible con el separatismo, ni siquiera con el federalismo (como pone de manifiesto con total claridad Lenin en Estado y revolución). Otra cosa es que lo utilice, como estrategia (de nuevo el “divide et impera”), para erosionar a los estados capitalistas (y sobre todo cuando estos alcanzan su “fase superior” imperialista). Una estrategia, decimos, que se utiliza generalizadamente en la pugna entre estados para debilitar al rival (no es algo exclusivo del comunismo).

    De ello se desprende que izquierda y separatismo no son conjuntos cuya relación venga definida, por así decir (recordando las propiedades de la relación de conjuntos), por la propiedad biyectiva (“todo izquierdista es separatista, y todo separatista es izquierdista”), ni siquiera por la sobreyectiva (“todo izquierdista es separatista, aunque no todo separatista es izquierdista” –que sería propiamente hablando lo que sostienen Moa y Losantos-), sino que más bien izquierdismo y derechismo guardan ambos relación de convergencia con el separatismo (“existe un izquierdismo separatista, y también un derechismo separatista”), como con el patriotismo español (“existe un izquierdismo patriótico del mismo modo que existe un derechismo patriótico”), siendo completamente sesgada la tesis, que Moa por cierto se ha empeñado en repetir una y otra vez, de que izquierdismo y separatismo están, y siempre han estado, aliados, representando ambos en conjunto una amenaza para la continuidad de España.

    Es verdad que, digamos, contra Franco muchos, desde las izquierdas, mantuvieron una posición inyectiva sobre tal relación de convergencia (“no todo separatista es izquierdista, pero todo izquierdista es separatista”), suponiendo esta creencia, precisamente, un espaldarazo muy importante para la infiltración del secesionismo en los partidos llamados “de izquierda” durante el tardofranquismo y la transición (sobre todo en Cataluña). Pero creemos que esta coyuntura no se puede generalizar a toda otra situación, a riesgo de incurrir en anacronismo.

    Por nuestra parte sostenemos, por lo menos históricamente, que ni todo separatista es izquierdista ni tampoco todo izquierdista es separatista, y para muestra vamos a ofrecer los siguientes botones (textos de Joaquín Maurín, uno de los fundadores del POUM, de Vicente Uribe, ministro comunista del gobierno de Largo Caballero, y un documento del PCE del año 1954) que hablan de una conciencia patriótica en el comunismo:

    – «la aspiración de un español revolucionario no ha de ser que un día, quizá no lejano, siguiendo su ritmo actual, la península Ibérica quede convertida en un mosaico balcánico, en rivalidades y luchas fomentadas por el imperialismo extranjero, sino, por el contrario, debe tender a buscar la libre y espontánea reincorporación de Portugal a la gran unidad ibérica” (Joaquín Maurín, Hacia la segunda revolución, 1935; en la reedición de 1966 titulada Revolución y contrarrevolución en España, ed. Ruedo Ibérico, p. 69-70).

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