La idea de España en la izquierda del 36 (1ª parte)
1. El pueblo español frente al invasor
Pocos días después del estallido de la rebelión y los turbulentos días que la siguieron, comenzaron a asentarse en la España leal a la República los pilares del discurso público de definición de la nueva guerra como un conflicto nacional. Ya el 23 de julio de 1936, el presidente Manuel Azaña, en una alocución radiada, definía la resistencia del pueblo español frente al golpe de los militares traidores como un nuevo Dos de Mayo, en el que ese pueblo, como otrora, se levantaba en armas en defensa de su libertad y su independencia frente a quienes «han pretendido desarrollar contra el Poder y contra la República un remedo de la estrategia de Napoleón cuando quiso sojuzgar a nuestra patria». Pues, también como entonces, los españoles se alzaron en defensa de un «país independiente, y país libre; es decir, República. Es lo que quiere ser España. Y lo que será». Ya en ese momento, en el que la ayuda exterior a los sublevados apenas se limitaba a las tropas marroquíes, el presidente de la República apelaba al patriotismo como barniz unificador de la resistencia, e identificaba a la República como el auténtico régimen patrio. Dos días después, el reaparecido diario ABC, ahora subtitulado periódico republicano de izquierdas, bautizaba el conflicto recién nacido con una expresión que hizo fortuna: se trataba de una «segunda guerra de la independencia» contra los traidores a la patria. Pues los sublevados se habían alzado, ante todo, «contra la Patria y el honor»; no contra una revolución imaginaría.
Con todo, la definición del conflicto recién iniciado como una guerra de independencia nacional tardó algunas semanas en abrirse paso Plenamente. Era una etiqueta que competía con otras, y un marco de intelección de la nueva realidad bélica que sólo paulatinamente se fue asentando, en coexistencia con las interpretaciones que veían la guerra como un conflicto civil —entre el pueblo y unas elites oligárquicas, el ejército y el clero— o como una guerra revolucionaria. No obstante, se trataba de una etiqueta omnipresente, de modo principal o subordinado. Desde el mismo principio del conflicto, tanto el presidente del primer Gobierno de la República en guerra, José Giral, como el dirigente socialista Indalecio Prieto aludieron vagamente en sus discursos al honor nacional y a la República como «régimen auténtico de los españoles, expresión cabal de ideales nacionales». Prieto, de modo más explícito, se refirió a la guerra recién principiada en un discurso radiado el 23 de julio como un conflicto de índole nacional: «La República triunfará, ya que ésta es una nueva guerra de la Independencia»'. Y dos semanas más tarde pedía a los voluntarios de las milicias obreras y de partido, que él llamaba enfáticamente «milicianos de España», que el «ímpetu de la batalla» se transformase en piedad en la victoria para reconquistar la dignidad nacional. Pues sólo así «podéis levantar ( ... )en alto vuestro nombre y sacar del fango, donde lo están enlodando otros, el nombre de España, que, cualesquiera que sean nuestras ideas, a todos, absolutamente a todos, nos es santo». El 11 de agosto, ante los milicianos de Izquierda Republicana (IR) que prometían lealtad a la bandera, tanto el presidente del partido, Marcelino Domingo, como el presidente del Gobierno, José Giral, les recordaban que luchaban por la República, régimen que había conseguido dar «emoción civil al alma del español»; pero que también lo hacían por España, identificada con aquel régimen. Se trataba, en síntesis, de defender la nueva España frente a quienes «se han levantado contra España». Ya que los milicianos, insistía Marcelino Domingo dos días después, no eran adalides de un ideal partidista, ni siquiera de un régimen político. La suya era una misión patriótica: «pasean por el mundo el nombre de España y el de la República». El semanario de IR Política expresaba igualmente, apenas una semana después del golpe de Estado, su convicción de que sólo las clases populares habían defendido históricamente, eso sí junto a la democracia burguesa, «la soberanía nacional contra cualquier invasión extranjera».
¿Dos conceptos diferentes? ¿Era España la nación, o la patria, y la República Únicamente su forma política, su Estado? En teoría sí. Pero emocionalmente venían a significar lo mismo. Y esa identificación se reforzará conforme el conflicto avance. El presidente de la agrupación madrileña de IR, Régulo Martínez Sánchez, lo expresaba de modo diáfano en un discurso radiado el 2 de septiembre. Frente al ¡Viva España! de los facciosos era licito oponer el ¡Viva la República! Pues si el primer grito era la vuelta a la España inquisitorial, el segundo era sinónimo de la España progresiva y renovada: de ahí que estuviese «convencido de la consubstancialidad de España con la República» . Un carácter consustancial que, sin embargo, no siempre fue claramente asumido por la propaganda de guerra republicana, que a veces diferenciaba entre la República como régimen político con contenido nacional, pero cívico; y la patria como apelación emotiva y etnocultural. Los lemas para la prensa de combate en lo sucesivo, por ejemplo, incluían frases como «iAl ataque por la Patria y la República! ». No obstante ello, en su génesis la guerra era considerada, ante todo, como una guerra civil promovida por las clases y sectores tradicionalmente reaccionarios del país, con el apoyo, eso sí, de mercenarios del Rif, como sostenía de nuevo Indalecio Prieto en un discurso radiofónico a comienzos de agosto, y seguía manteniendo el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, en un discurso radiado a los españoles de América a mediados de ese mes. Era la España vencida en 1931 frente a la «renaciente vencedora».
Esa representación de la guerra como lucha frente a un invasor se fue extendiendo de modo gradual a periódicos y tribunas defensoras de la causa republicana, sindical, socialista e incluso anarquista en los diferentes territorios españoles. Esa evolución fue gradual, e influyeron en ella tres factores. Primero, la recepción de los discursos emitidos, por radio y por escrito, por los principales líderes republicanos, normalmente desde Madrid. Segundo, la progresiva constatación y mayor conocimiento en zona leal desde fines de julio de los apoyos exteriores que recibieron los rebeldes. Y tercero y no menos importante, la necesidad de contrarrestar el discurso de exaltación de la patria voceado por la prensa y las radios afectas a los insurgentes, que se temía que hiciese mella en la propia retaguardia.
Así se aprecia claramente en el caso de Madrid. A lo largo del otoño se sucedieron los llamamientos a defender las libertades y las conquistas sociales del proceso revolucionario por parte del periódico ABC, los comités nacionales y locales de los partidos de izquierda y artículos de opinión. Y la progresiva aproximación de las tropas sublevadas desde el Suroeste, que amenazaban con tomar la capital en pocas semanas, hizo intensificarse no sólo los tonos épicos del discurso de resistencia, sino: también la naturaleza de los mismos. El 6 de octubre, el editorial de ABC insistía en que el Gobierno de la República debía consolidar las conquistas sociales alcanzadas por el pueblo en armas, y encabezar el que denominaba «movimiento afirmativo de la conciencia nacional, desde las minorías más selectas hasta la viva sensibilidad de las muchedumbres con ansias de justicia social». El pueblo no claudicaría de sus ideales, y su movilización llevaría a España a ocupar «un puesto entre las naciones libres del mundo».
Pero era una lucha por la emancipación del proletariado mundial y la libertad y dignidad humanas en general. Valores universales, sí, pero cuya bandera enarbolaba España con el orgullo nacional de estar a la cabeza de esa lucha por la libertad y contra el fascismo, como otrora —según enfatizaban algunos textos escolares del tiempo de la República—lo debía estar por haber derrocado pacíficamente una monarquía reaccionaria . España debía ser faro y ejemplo para todo el planeta: «sentimos el orgullo de que luchamos ahora por la libertad humana». Si España podía en ese momento histórico, y Madrid a su cabeza como epítome de todas las provincias y territorios de la República, encarnar la lucha por la libertad y la justicia social, era porque su pueblo había tomado conciencia de sí mismo, se había constituido en nación consciente y estaba dispuesto a seguir los dictados gloriosos de su Historia pasada, pero también a reescribir la Historia futura a partir de su irrupción como actor protagonista en nombre de la «España nueva, nuestra», que era paladín de la lucha mundial por la libertad, y cuya (re)construcción recaería en el pueblo. De ahí que, si bien se invocaban referentes universales de lucha por la democracia y la libertad, y aunque los combatientes madrileños fuesen descritos a menudo como luchadores de la libertad Frente a un enemigo identificado con el fascismo, o con una suerte de confabulación entre capitalistas, fabricantes de armas y financieros interncionales cuyos intereses representaría el fascismo, el patriotismo español ganase un espacio complementario en esos lemas movilízadores. Pues aunque la lucha «incrusta su ideal en ansias universales», el combate venidero había de demostrar, con el sacrificio y esfuerzo del pueblo patriota, que «somos dignos de conquistar y merecer una patria, un ideal y una libertad que nos arrebataron nuestros enemigos». El pueblo justiIero encarnaba, pues, el «alma de nuestra nueva España» y cumplía «la voluntad de la nación», frente a quienes pretendían «hacer de España una España de mentira».
El Gobierno de Largo Caballero, ampliado con cuatro ministros de la CNT y a punto de abandonar la ciudad rumbo a Valencia, publicaba el 5 de noviembre una nota en la que señalaba que bastaba una cosa para resistir: «que cada español sienta el deber de defender la libertad de su país, la vida de sus familiares más queridos y su propia dignidad de hombre» frente a un adversario que implícita y explícitamente no era español. Era el enemigo de la España progresista y republicana de siempre, «armado abundantemente por sus aliados extranjeros» y «traidor a su patria». En su frase final llamaba a defender «la revolución y la República». Pero República era, a estas alturas, sinónimo de nación en el vocabulario de la España leal. Luchar por ella era igual que defender a la patria, pues era la comunión revolucionaria entre el pueblo —depositario del sentir de la nación— y el Gobierno, es decir, el Estado —que ahora sí respondía a sus impulsos—. Y los milicianos, además de combatir por 1a causa de la libertad, hacían algo más simple, en palabras de Santiago Carrillo, consejero de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid: «están salvando a España».
Hasta los referentes iconográficos escogidos evidenciaban ese equilibrio. Si el 21 de octubre un grabado de Goya, con el título Que viene el coco, ocupaba la portada de ABC, tres días después era la figura de Georges Danton y una cita del historiador romántico Michelet relativa a la movilización de la nación en armas que llevó a la victoria de Valmy para la Convención revolucionaria francesa el 20 de septiembre de 1792, y a su conversión subsiguiente en República. El 2 de noviembre, ABC reproducía en primera plana las fotos y los nombres de los tanquistas que defendían Madrid, para desmentir las informaciones facciosas que señalaban que sólo extranjeros comandaban en este lado de las trincheras. Y el día 5 era el cuadro de Delacroix La Libertad guiando al pueblo el motivo que ocupaba la portada, con una leyenda que enfatizaba el protagonismo universal de la defensa de Madrid y su vinculación con las grandes gestas europeas del pasado por la libertad: «Madrid es hoy la capital del mundo. El alma del pueblo es eterna. Como ayer, hoy el pueblo en armas lucha por su libertad». El 6 de noviembre, la portada se hispanizaba plenamente en cuanto a su iconografía. Era el turno de un boceto de Goya, referido al celebérrimo cuadro del Dos de Mayo, en el que un mameluco caído es rematado por un chispero hacha en ristre: «Goya nos lo dice. Luchar es vencer». Al día siguiente, era Agustina de Aragón quien enardecía la voluntad de resistencia. Y el día 8, cuando el gran primer asalto insurgente a la capital había sido rechazado, era ahora el cuadro del coloso de Goya, «el pintor de la raza», el que clamaba a combatir por la libertad y por España: «¡Combatientes de la Libertad: ¡Adelante! (.. ) Soldados de la España libre: ¡Adelante!». Cuando a mediados de noviembre los defensores de la capital repúblicana contenían los ataques de las columnas de Varela y Yagüe, el general Miaja seguía apelando al ejemplo de la resistencia antinapoleónica para recordar que las tropas rebeldes eran equiparables en potencia a los ejércitos napoleónicos del pasado: «El pueblo de Madrid sabe hacer honor a sus antepasados del 2 de Mayo, que en lucha con el mejor Ejército de Napoleón lucharon y vencíeron».
Ese solapamiento entre motivos iconográficos patrióticos y universalistas se aprecia también en lo sucesivo. La junta Delegada de Defensa de Madrid constituida en noviembre de 1936, después de que el Gobierno abandonase la capital para establecerse en Valencia, hizo extenso uso en su propaganda de guerra de la defensa de la independencia nacional frente al invasor, y lo combinó en dosis variables con la causa de la libertad frente al fascismo. El general Miaja proclamaba, así, en una alocución del 19 de marzo de 1937 que los soldados españoles que guardaban Madrid «defienden la integridad de su Patria, el tesoro de sus libertades y la esperanza de una vida más justa y más humana» 21. El Boletín Oficial de la Junta de Defensa reproducía en sus diversas portadas a lo largo del primer trimestre de 1937 esa complementariedad. Si el 9 de marzo el típico oso madrileño aplastaba una cruz gamada, el 6 de marzo se enfatizaba que Madrid se batía por la causa de la libertad mundial; el 20 de marzo un chispero ondeaba una bandera blanca —¿evitando deliberadamente utilizar la tricolor?— con la inscripción «independencia española», rematando el conjunto con la leyenda «Arriba la vieja bandera de Bailén»; y el 27 de marzo era el soldado «Juan Español», con faca y capa, el que pisaba con un pie el águila napoleónica y resistía el embate del águila mussoliniana. La leyenda: Juan Español era ahora un «cazador de águilas imperialistas».
Un proceso semejante, aun sin la perentoria rapidez que imponía en Madrid la aproximación de las tropas rebeldes y la posibilidad de una caída inminente en manos enemigas, ocurría en otras zonas del territorio republicano. Veamos el caso de Asturias. Tras los primeros días de confusión, la prensa de izquierda asturiana publicada en Gijón afirmaba el 26 de julio que la lucha se libraba entre «dos Españas. Una, la nuestra ( ... ). La otra, con todos los resabios y lacras del pasado». Dos Españas que simbolizaban valores universales y contrapuestos: el despotismo y la libertad, la España oligárquica y fascista de la «trilogía funesta» del militarismo, el señoritismo y el clericalismo, frente a las clases trabajadoras y progresivas. Eso sí, ningún «español digno» debería dejar de militar en esta última. El 30 de julio, La Prensa de Gijón ya identificaba a los partidarios de la República con el genuino pueblo español, quien no sólo combatiría por la República y las libertades, sino por algo más amplio y a la vez más vago: «los generales intereses de España». Frente a ellos sólo se alzarían felones y traidores a la causa del pueblo, que venía a ser lo mismo que el interés nacional.
Es el 2 de agosto cuando en la prensa republicana asturiana se adopta plenamente el discurso de guerra patriótica. Pero se hace sobre todo por reacción, es decir, con ánimo de responder a las soflamas del contrario que resistía en Oviedo y avanzaba por el Oeste de la región, reivindicando el auténtico patriotismo frente al «patrioterismo» faccioso, y recordando que, pese al internacionalismo obrero, «sentimos muy adentro las cosas y los problemas de España», un patriotismo laborioso y progresivo frente a la «España gris», que no dudó en expulsar a los árabes en 1492 para dar comienzo a la decadencia nacional, y en traerlos de nuevo a la península para defender sus privilegios de clase. Dos días más tarde, un editorial del periódico El Noroeste recordaba a los generales facciosos que Napoleón fracasó en España por menospreciar el instinto de libertad del pueblo español, movido por un «ideal nacional», el mismo que ahora lo empujaba. Y el 7 de agosto se destacaba el ejemplo de lucha por la libertad que España daba al mundo, contribuyendo a hacer caer la leyenda negra que presentaba a los españoles como individuos atávicos, de hábitos incultos y ribetes barrocos. Frente a ello, emergía de las tinieblas un pueblo «como siempre hemos sido: libres, generosos, rebeldes». Pero al tiempo, citando a Indalecio Prieto, se recordaba el peligro de que los aliados extranjeros de los sublevados exigiesen una balcanizacion, es decir, una desmembración del territorio español en pago de su ayuda, convirtiendo partes de la patria en colonias de las potencias fascistas.
No obstante lo anterior, el enemigo seguía siendo aún la España teocrática y castrense. Y la lucha, española, por desarrollarse en España y tener como protagonista y víctima al pueblo español; pero disputada en nombre de valores universales por ese mismo pueblo español que, escribía un miliciano de la CNT en septiembre de 1936, supo «cumplir con su deber» al derrotar a los enemigos de la civilización y del progreso" . Es más: El Noroeste de Gijón se hacía eco el 18 de agosto de 1936 del discurso radiado el día anterior por el diputado de Izquierda Republicana Luis Fernández Clérigo, quien advertía de que la guerra era una nueva guerra de la independencia, de rechazo a una invasión «de modo más acusado quizá que las epopeyas históricas de la Reconquista y la guerra contra Napoleón»; pero acto seguido precisaba confusamente que las Invasiones no sólo podían venir del exterior, sino que «en el cuerpo social, como en el cuerpo individual, cuando le invaden los microbios patógenos, esta invasión viene muchas veces de dentro, (...) son endógenas», protagonizadas en este caso por el ejército, la Iglesia católica y la Plutocracia. Y algo semejante ocurría en España con los restos infectados del régimen abolido en abril de 193130. Pues, recordaba un dirigente regional de las juventudes de Izquierda Republicana, el mero hecho de ensangrentar la patria constituía en sí un atentado a la misma, aunque los perpetradores surgiesen de propio cuerpo de la nación
El discurso patriótico emergía confusamente, por lo tanto, entre los argumentos invocados por los defensores de la República, aun sin conformar su núcleo principal. Sin embargo, un discurso estructurado en términos binarios y dicotomías claramente excluyentes (la patria frente al invasor extranjero y sus aliados felones) tardaría todavía en hacer su aparición. Y cuando lo hacía, lo era sólo en contadas ocasiones. Por ejemplo, cuando se publican y emiten llamamientos a los soldados de recluta a las órdenes del general Aranda en el Oviedo sitiado por los milicianos. A aquellos, apelando al mínimo común denominador con los leales que se les podía presuponer, sí se les recordaba el hogar y sus familias, que «están siendo degollados por las hordas marroquíes que despedazan a España», gracias a unos militares traidores. De ahí que, en nombre de la «libertad y engrandecimiento de la patria común», se les incitase a desertar. Y pocos días después el llamamiento se volvía más emotivo y apelaba únicamente al honor nacional de los buenos católicos y patriotas que luchasen con los rebeldes, recordándoles que peleaban equivocados al servicio de invasores extranjeros que sólo querrían despedazar su patria, la «morisma inhumana y cruel» que violaba y asesinaba sus mujeres, los aviones alemanes e italianos que bombardeaban sus pueblos, «hombres que no hablan tu lengua, que desconocen tus costumbres, que aborrecen tus tradiciones» y que sólo querrían aplastar las «aspiraciones del pueblo español, que quiere construir una España grande en la que todos sus hijos tengan un mismo derecho, un mismo deber y se alimenten de un mismo pan»".
Pronto irrumpieron con fuerza en la esfera pública republicana discursos más radicales que comenzarán a negar, simplemente, que la guerra fuese un conflicto estrictamente dirimido entre españoles. En aquellos discursos y repertorios de movilización se apeló, por el contrario, a la decisiva presencia de un otro externo, eficazmente ayudado por los traidores pertenecientes a las clases pasivas, terratenientes y rentistas, señoritos fascistas y un clero vendido desde siempre al poder extranjero de la Curia . Pese a ser evidente para los combatientes republicanos que había españoles, y muchos, entre los soldados qúe sitiaban Madrid o atacaban Vizcaya, su categoría de tales quedaba diluida al incluirlos entre una abigarrada y multinacional tropa en la que esos fascistas o carlistas españoles no eran más que legionarios, falangistas y requetés, a veces simplemente facciosos, italofacciosos o germanofacciosos, tónica que se repitió hasta los compases finales de la guerra". Este recurso textual, por lo demás, estaba muy generalizado en el bando republicano. El coronel José Martín Blázquez, al analizar la situación militar en 1936, escribía: «Nosotros teníamos más hombres. Por falta de españoles, los rebeldes habían reclutado moros, legionarios extranjeros, requetés y falangistas», como si los dos últimos grupos no fuesen españoles (y aun buena parte de los legionarios) . Algo semejante se aprecia en alguna de las versiones de la popular Ay Carmela, canción simbólica de los milicianos madrileños: «Luchamos contra los moros/mercenarios y fascistas,/¡ Ay Carmela, Ay Carmela !». Los apelativos requeté, fascista o legionario no tienen, aparentemente, nacionalidad. Y frente a ellos el pueblo, que sí era la auténtica España en pie.
La guerra nacional-revolucionaria por la independencia
En el uso instrumental del nacionalismo como recurso moviizador fueron pioneros quienes a priori parecían menos dispuestos a ello: los Comunistas. Así lo recordaría la carismática dirigente del PCE Dolores Ibilrruri Pasionaria un año después: pese a quienes habían caracterizado entonces al Partido Comunista como chauvinista, no se podía olvidar que había sido este partido «el que primeramente habló al pueblo de que Nuestra guerra era una guerra de independencia y de liberación social»". Gracias en parte a ese discurso, combinado con el de unidad antifascista y unidad de mando, el PCE fue capaz de convertirse en el partido defensor de la República por excelencia, y en una auténtica organización republicana de masas que consiguió, como bien ha apuntado Helen Graham, Integrar imágenes patrióticas que podían servir de referencia común a un bando con símbolos, referentes y discursos excesivamente fragmentados, recogiendo el testigo del «españolismo popular» que en el campo socialista había representado Indalecio Prieto durante los años anteriores, y supliendo la asombrosa incapacidad del PSOE para cumplir aquel papel, en buena parte por su desunión interna entre facciones. Con todo, hubo dirigentes socialistas que emplearon un vocabulario patriótico muy semejante al puesto en circulación por los comunistas. Caso, por ejemplo, del subsecretario del Ministerio de Gobernación y antiguo líder de la UGT asturiana Wenceslao Carrillo, quien en noviembre de 1936 negaba tajantemente la condición de españoles a los generales facciosos y presentaba la lucha española por su independencia como una parte de la lucha mundial por la libertad y la democracia.
El PCE había mantenido una posición cambiante en sus posiciones acerca de la cuestión nacional desde los primeros años de su fundación, y siguiendo las instrucciones de la Tercera Internacional había defendido...(continuara)
http://euskalherriasozialista.blogspot.com/2018/11/la-idea-de-espana-en-la-izquierda-del.html
1. El pueblo español frente al invasor
Pocos días después del estallido de la rebelión y los turbulentos días que la siguieron, comenzaron a asentarse en la España leal a la República los pilares del discurso público de definición de la nueva guerra como un conflicto nacional. Ya el 23 de julio de 1936, el presidente Manuel Azaña, en una alocución radiada, definía la resistencia del pueblo español frente al golpe de los militares traidores como un nuevo Dos de Mayo, en el que ese pueblo, como otrora, se levantaba en armas en defensa de su libertad y su independencia frente a quienes «han pretendido desarrollar contra el Poder y contra la República un remedo de la estrategia de Napoleón cuando quiso sojuzgar a nuestra patria». Pues, también como entonces, los españoles se alzaron en defensa de un «país independiente, y país libre; es decir, República. Es lo que quiere ser España. Y lo que será». Ya en ese momento, en el que la ayuda exterior a los sublevados apenas se limitaba a las tropas marroquíes, el presidente de la República apelaba al patriotismo como barniz unificador de la resistencia, e identificaba a la República como el auténtico régimen patrio. Dos días después, el reaparecido diario ABC, ahora subtitulado periódico republicano de izquierdas, bautizaba el conflicto recién nacido con una expresión que hizo fortuna: se trataba de una «segunda guerra de la independencia» contra los traidores a la patria. Pues los sublevados se habían alzado, ante todo, «contra la Patria y el honor»; no contra una revolución imaginaría.
Con todo, la definición del conflicto recién iniciado como una guerra de independencia nacional tardó algunas semanas en abrirse paso Plenamente. Era una etiqueta que competía con otras, y un marco de intelección de la nueva realidad bélica que sólo paulatinamente se fue asentando, en coexistencia con las interpretaciones que veían la guerra como un conflicto civil —entre el pueblo y unas elites oligárquicas, el ejército y el clero— o como una guerra revolucionaria. No obstante, se trataba de una etiqueta omnipresente, de modo principal o subordinado. Desde el mismo principio del conflicto, tanto el presidente del primer Gobierno de la República en guerra, José Giral, como el dirigente socialista Indalecio Prieto aludieron vagamente en sus discursos al honor nacional y a la República como «régimen auténtico de los españoles, expresión cabal de ideales nacionales». Prieto, de modo más explícito, se refirió a la guerra recién principiada en un discurso radiado el 23 de julio como un conflicto de índole nacional: «La República triunfará, ya que ésta es una nueva guerra de la Independencia»'. Y dos semanas más tarde pedía a los voluntarios de las milicias obreras y de partido, que él llamaba enfáticamente «milicianos de España», que el «ímpetu de la batalla» se transformase en piedad en la victoria para reconquistar la dignidad nacional. Pues sólo así «podéis levantar ( ... )en alto vuestro nombre y sacar del fango, donde lo están enlodando otros, el nombre de España, que, cualesquiera que sean nuestras ideas, a todos, absolutamente a todos, nos es santo». El 11 de agosto, ante los milicianos de Izquierda Republicana (IR) que prometían lealtad a la bandera, tanto el presidente del partido, Marcelino Domingo, como el presidente del Gobierno, José Giral, les recordaban que luchaban por la República, régimen que había conseguido dar «emoción civil al alma del español»; pero que también lo hacían por España, identificada con aquel régimen. Se trataba, en síntesis, de defender la nueva España frente a quienes «se han levantado contra España». Ya que los milicianos, insistía Marcelino Domingo dos días después, no eran adalides de un ideal partidista, ni siquiera de un régimen político. La suya era una misión patriótica: «pasean por el mundo el nombre de España y el de la República». El semanario de IR Política expresaba igualmente, apenas una semana después del golpe de Estado, su convicción de que sólo las clases populares habían defendido históricamente, eso sí junto a la democracia burguesa, «la soberanía nacional contra cualquier invasión extranjera».
¿Dos conceptos diferentes? ¿Era España la nación, o la patria, y la República Únicamente su forma política, su Estado? En teoría sí. Pero emocionalmente venían a significar lo mismo. Y esa identificación se reforzará conforme el conflicto avance. El presidente de la agrupación madrileña de IR, Régulo Martínez Sánchez, lo expresaba de modo diáfano en un discurso radiado el 2 de septiembre. Frente al ¡Viva España! de los facciosos era licito oponer el ¡Viva la República! Pues si el primer grito era la vuelta a la España inquisitorial, el segundo era sinónimo de la España progresiva y renovada: de ahí que estuviese «convencido de la consubstancialidad de España con la República» . Un carácter consustancial que, sin embargo, no siempre fue claramente asumido por la propaganda de guerra republicana, que a veces diferenciaba entre la República como régimen político con contenido nacional, pero cívico; y la patria como apelación emotiva y etnocultural. Los lemas para la prensa de combate en lo sucesivo, por ejemplo, incluían frases como «iAl ataque por la Patria y la República! ». No obstante ello, en su génesis la guerra era considerada, ante todo, como una guerra civil promovida por las clases y sectores tradicionalmente reaccionarios del país, con el apoyo, eso sí, de mercenarios del Rif, como sostenía de nuevo Indalecio Prieto en un discurso radiofónico a comienzos de agosto, y seguía manteniendo el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, en un discurso radiado a los españoles de América a mediados de ese mes. Era la España vencida en 1931 frente a la «renaciente vencedora».
Esa representación de la guerra como lucha frente a un invasor se fue extendiendo de modo gradual a periódicos y tribunas defensoras de la causa republicana, sindical, socialista e incluso anarquista en los diferentes territorios españoles. Esa evolución fue gradual, e influyeron en ella tres factores. Primero, la recepción de los discursos emitidos, por radio y por escrito, por los principales líderes republicanos, normalmente desde Madrid. Segundo, la progresiva constatación y mayor conocimiento en zona leal desde fines de julio de los apoyos exteriores que recibieron los rebeldes. Y tercero y no menos importante, la necesidad de contrarrestar el discurso de exaltación de la patria voceado por la prensa y las radios afectas a los insurgentes, que se temía que hiciese mella en la propia retaguardia.
Así se aprecia claramente en el caso de Madrid. A lo largo del otoño se sucedieron los llamamientos a defender las libertades y las conquistas sociales del proceso revolucionario por parte del periódico ABC, los comités nacionales y locales de los partidos de izquierda y artículos de opinión. Y la progresiva aproximación de las tropas sublevadas desde el Suroeste, que amenazaban con tomar la capital en pocas semanas, hizo intensificarse no sólo los tonos épicos del discurso de resistencia, sino: también la naturaleza de los mismos. El 6 de octubre, el editorial de ABC insistía en que el Gobierno de la República debía consolidar las conquistas sociales alcanzadas por el pueblo en armas, y encabezar el que denominaba «movimiento afirmativo de la conciencia nacional, desde las minorías más selectas hasta la viva sensibilidad de las muchedumbres con ansias de justicia social». El pueblo no claudicaría de sus ideales, y su movilización llevaría a España a ocupar «un puesto entre las naciones libres del mundo».
Pero era una lucha por la emancipación del proletariado mundial y la libertad y dignidad humanas en general. Valores universales, sí, pero cuya bandera enarbolaba España con el orgullo nacional de estar a la cabeza de esa lucha por la libertad y contra el fascismo, como otrora —según enfatizaban algunos textos escolares del tiempo de la República—lo debía estar por haber derrocado pacíficamente una monarquía reaccionaria . España debía ser faro y ejemplo para todo el planeta: «sentimos el orgullo de que luchamos ahora por la libertad humana». Si España podía en ese momento histórico, y Madrid a su cabeza como epítome de todas las provincias y territorios de la República, encarnar la lucha por la libertad y la justicia social, era porque su pueblo había tomado conciencia de sí mismo, se había constituido en nación consciente y estaba dispuesto a seguir los dictados gloriosos de su Historia pasada, pero también a reescribir la Historia futura a partir de su irrupción como actor protagonista en nombre de la «España nueva, nuestra», que era paladín de la lucha mundial por la libertad, y cuya (re)construcción recaería en el pueblo. De ahí que, si bien se invocaban referentes universales de lucha por la democracia y la libertad, y aunque los combatientes madrileños fuesen descritos a menudo como luchadores de la libertad Frente a un enemigo identificado con el fascismo, o con una suerte de confabulación entre capitalistas, fabricantes de armas y financieros interncionales cuyos intereses representaría el fascismo, el patriotismo español ganase un espacio complementario en esos lemas movilízadores. Pues aunque la lucha «incrusta su ideal en ansias universales», el combate venidero había de demostrar, con el sacrificio y esfuerzo del pueblo patriota, que «somos dignos de conquistar y merecer una patria, un ideal y una libertad que nos arrebataron nuestros enemigos». El pueblo justiIero encarnaba, pues, el «alma de nuestra nueva España» y cumplía «la voluntad de la nación», frente a quienes pretendían «hacer de España una España de mentira».
El Gobierno de Largo Caballero, ampliado con cuatro ministros de la CNT y a punto de abandonar la ciudad rumbo a Valencia, publicaba el 5 de noviembre una nota en la que señalaba que bastaba una cosa para resistir: «que cada español sienta el deber de defender la libertad de su país, la vida de sus familiares más queridos y su propia dignidad de hombre» frente a un adversario que implícita y explícitamente no era español. Era el enemigo de la España progresista y republicana de siempre, «armado abundantemente por sus aliados extranjeros» y «traidor a su patria». En su frase final llamaba a defender «la revolución y la República». Pero República era, a estas alturas, sinónimo de nación en el vocabulario de la España leal. Luchar por ella era igual que defender a la patria, pues era la comunión revolucionaria entre el pueblo —depositario del sentir de la nación— y el Gobierno, es decir, el Estado —que ahora sí respondía a sus impulsos—. Y los milicianos, además de combatir por 1a causa de la libertad, hacían algo más simple, en palabras de Santiago Carrillo, consejero de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid: «están salvando a España».
Hasta los referentes iconográficos escogidos evidenciaban ese equilibrio. Si el 21 de octubre un grabado de Goya, con el título Que viene el coco, ocupaba la portada de ABC, tres días después era la figura de Georges Danton y una cita del historiador romántico Michelet relativa a la movilización de la nación en armas que llevó a la victoria de Valmy para la Convención revolucionaria francesa el 20 de septiembre de 1792, y a su conversión subsiguiente en República. El 2 de noviembre, ABC reproducía en primera plana las fotos y los nombres de los tanquistas que defendían Madrid, para desmentir las informaciones facciosas que señalaban que sólo extranjeros comandaban en este lado de las trincheras. Y el día 5 era el cuadro de Delacroix La Libertad guiando al pueblo el motivo que ocupaba la portada, con una leyenda que enfatizaba el protagonismo universal de la defensa de Madrid y su vinculación con las grandes gestas europeas del pasado por la libertad: «Madrid es hoy la capital del mundo. El alma del pueblo es eterna. Como ayer, hoy el pueblo en armas lucha por su libertad». El 6 de noviembre, la portada se hispanizaba plenamente en cuanto a su iconografía. Era el turno de un boceto de Goya, referido al celebérrimo cuadro del Dos de Mayo, en el que un mameluco caído es rematado por un chispero hacha en ristre: «Goya nos lo dice. Luchar es vencer». Al día siguiente, era Agustina de Aragón quien enardecía la voluntad de resistencia. Y el día 8, cuando el gran primer asalto insurgente a la capital había sido rechazado, era ahora el cuadro del coloso de Goya, «el pintor de la raza», el que clamaba a combatir por la libertad y por España: «¡Combatientes de la Libertad: ¡Adelante! (.. ) Soldados de la España libre: ¡Adelante!». Cuando a mediados de noviembre los defensores de la capital repúblicana contenían los ataques de las columnas de Varela y Yagüe, el general Miaja seguía apelando al ejemplo de la resistencia antinapoleónica para recordar que las tropas rebeldes eran equiparables en potencia a los ejércitos napoleónicos del pasado: «El pueblo de Madrid sabe hacer honor a sus antepasados del 2 de Mayo, que en lucha con el mejor Ejército de Napoleón lucharon y vencíeron».
Ese solapamiento entre motivos iconográficos patrióticos y universalistas se aprecia también en lo sucesivo. La junta Delegada de Defensa de Madrid constituida en noviembre de 1936, después de que el Gobierno abandonase la capital para establecerse en Valencia, hizo extenso uso en su propaganda de guerra de la defensa de la independencia nacional frente al invasor, y lo combinó en dosis variables con la causa de la libertad frente al fascismo. El general Miaja proclamaba, así, en una alocución del 19 de marzo de 1937 que los soldados españoles que guardaban Madrid «defienden la integridad de su Patria, el tesoro de sus libertades y la esperanza de una vida más justa y más humana» 21. El Boletín Oficial de la Junta de Defensa reproducía en sus diversas portadas a lo largo del primer trimestre de 1937 esa complementariedad. Si el 9 de marzo el típico oso madrileño aplastaba una cruz gamada, el 6 de marzo se enfatizaba que Madrid se batía por la causa de la libertad mundial; el 20 de marzo un chispero ondeaba una bandera blanca —¿evitando deliberadamente utilizar la tricolor?— con la inscripción «independencia española», rematando el conjunto con la leyenda «Arriba la vieja bandera de Bailén»; y el 27 de marzo era el soldado «Juan Español», con faca y capa, el que pisaba con un pie el águila napoleónica y resistía el embate del águila mussoliniana. La leyenda: Juan Español era ahora un «cazador de águilas imperialistas».
Un proceso semejante, aun sin la perentoria rapidez que imponía en Madrid la aproximación de las tropas rebeldes y la posibilidad de una caída inminente en manos enemigas, ocurría en otras zonas del territorio republicano. Veamos el caso de Asturias. Tras los primeros días de confusión, la prensa de izquierda asturiana publicada en Gijón afirmaba el 26 de julio que la lucha se libraba entre «dos Españas. Una, la nuestra ( ... ). La otra, con todos los resabios y lacras del pasado». Dos Españas que simbolizaban valores universales y contrapuestos: el despotismo y la libertad, la España oligárquica y fascista de la «trilogía funesta» del militarismo, el señoritismo y el clericalismo, frente a las clases trabajadoras y progresivas. Eso sí, ningún «español digno» debería dejar de militar en esta última. El 30 de julio, La Prensa de Gijón ya identificaba a los partidarios de la República con el genuino pueblo español, quien no sólo combatiría por la República y las libertades, sino por algo más amplio y a la vez más vago: «los generales intereses de España». Frente a ellos sólo se alzarían felones y traidores a la causa del pueblo, que venía a ser lo mismo que el interés nacional.
Es el 2 de agosto cuando en la prensa republicana asturiana se adopta plenamente el discurso de guerra patriótica. Pero se hace sobre todo por reacción, es decir, con ánimo de responder a las soflamas del contrario que resistía en Oviedo y avanzaba por el Oeste de la región, reivindicando el auténtico patriotismo frente al «patrioterismo» faccioso, y recordando que, pese al internacionalismo obrero, «sentimos muy adentro las cosas y los problemas de España», un patriotismo laborioso y progresivo frente a la «España gris», que no dudó en expulsar a los árabes en 1492 para dar comienzo a la decadencia nacional, y en traerlos de nuevo a la península para defender sus privilegios de clase. Dos días más tarde, un editorial del periódico El Noroeste recordaba a los generales facciosos que Napoleón fracasó en España por menospreciar el instinto de libertad del pueblo español, movido por un «ideal nacional», el mismo que ahora lo empujaba. Y el 7 de agosto se destacaba el ejemplo de lucha por la libertad que España daba al mundo, contribuyendo a hacer caer la leyenda negra que presentaba a los españoles como individuos atávicos, de hábitos incultos y ribetes barrocos. Frente a ello, emergía de las tinieblas un pueblo «como siempre hemos sido: libres, generosos, rebeldes». Pero al tiempo, citando a Indalecio Prieto, se recordaba el peligro de que los aliados extranjeros de los sublevados exigiesen una balcanizacion, es decir, una desmembración del territorio español en pago de su ayuda, convirtiendo partes de la patria en colonias de las potencias fascistas.
No obstante lo anterior, el enemigo seguía siendo aún la España teocrática y castrense. Y la lucha, española, por desarrollarse en España y tener como protagonista y víctima al pueblo español; pero disputada en nombre de valores universales por ese mismo pueblo español que, escribía un miliciano de la CNT en septiembre de 1936, supo «cumplir con su deber» al derrotar a los enemigos de la civilización y del progreso" . Es más: El Noroeste de Gijón se hacía eco el 18 de agosto de 1936 del discurso radiado el día anterior por el diputado de Izquierda Republicana Luis Fernández Clérigo, quien advertía de que la guerra era una nueva guerra de la independencia, de rechazo a una invasión «de modo más acusado quizá que las epopeyas históricas de la Reconquista y la guerra contra Napoleón»; pero acto seguido precisaba confusamente que las Invasiones no sólo podían venir del exterior, sino que «en el cuerpo social, como en el cuerpo individual, cuando le invaden los microbios patógenos, esta invasión viene muchas veces de dentro, (...) son endógenas», protagonizadas en este caso por el ejército, la Iglesia católica y la Plutocracia. Y algo semejante ocurría en España con los restos infectados del régimen abolido en abril de 193130. Pues, recordaba un dirigente regional de las juventudes de Izquierda Republicana, el mero hecho de ensangrentar la patria constituía en sí un atentado a la misma, aunque los perpetradores surgiesen de propio cuerpo de la nación
El discurso patriótico emergía confusamente, por lo tanto, entre los argumentos invocados por los defensores de la República, aun sin conformar su núcleo principal. Sin embargo, un discurso estructurado en términos binarios y dicotomías claramente excluyentes (la patria frente al invasor extranjero y sus aliados felones) tardaría todavía en hacer su aparición. Y cuando lo hacía, lo era sólo en contadas ocasiones. Por ejemplo, cuando se publican y emiten llamamientos a los soldados de recluta a las órdenes del general Aranda en el Oviedo sitiado por los milicianos. A aquellos, apelando al mínimo común denominador con los leales que se les podía presuponer, sí se les recordaba el hogar y sus familias, que «están siendo degollados por las hordas marroquíes que despedazan a España», gracias a unos militares traidores. De ahí que, en nombre de la «libertad y engrandecimiento de la patria común», se les incitase a desertar. Y pocos días después el llamamiento se volvía más emotivo y apelaba únicamente al honor nacional de los buenos católicos y patriotas que luchasen con los rebeldes, recordándoles que peleaban equivocados al servicio de invasores extranjeros que sólo querrían despedazar su patria, la «morisma inhumana y cruel» que violaba y asesinaba sus mujeres, los aviones alemanes e italianos que bombardeaban sus pueblos, «hombres que no hablan tu lengua, que desconocen tus costumbres, que aborrecen tus tradiciones» y que sólo querrían aplastar las «aspiraciones del pueblo español, que quiere construir una España grande en la que todos sus hijos tengan un mismo derecho, un mismo deber y se alimenten de un mismo pan»".
Pronto irrumpieron con fuerza en la esfera pública republicana discursos más radicales que comenzarán a negar, simplemente, que la guerra fuese un conflicto estrictamente dirimido entre españoles. En aquellos discursos y repertorios de movilización se apeló, por el contrario, a la decisiva presencia de un otro externo, eficazmente ayudado por los traidores pertenecientes a las clases pasivas, terratenientes y rentistas, señoritos fascistas y un clero vendido desde siempre al poder extranjero de la Curia . Pese a ser evidente para los combatientes republicanos que había españoles, y muchos, entre los soldados qúe sitiaban Madrid o atacaban Vizcaya, su categoría de tales quedaba diluida al incluirlos entre una abigarrada y multinacional tropa en la que esos fascistas o carlistas españoles no eran más que legionarios, falangistas y requetés, a veces simplemente facciosos, italofacciosos o germanofacciosos, tónica que se repitió hasta los compases finales de la guerra". Este recurso textual, por lo demás, estaba muy generalizado en el bando republicano. El coronel José Martín Blázquez, al analizar la situación militar en 1936, escribía: «Nosotros teníamos más hombres. Por falta de españoles, los rebeldes habían reclutado moros, legionarios extranjeros, requetés y falangistas», como si los dos últimos grupos no fuesen españoles (y aun buena parte de los legionarios) . Algo semejante se aprecia en alguna de las versiones de la popular Ay Carmela, canción simbólica de los milicianos madrileños: «Luchamos contra los moros/mercenarios y fascistas,/¡ Ay Carmela, Ay Carmela !». Los apelativos requeté, fascista o legionario no tienen, aparentemente, nacionalidad. Y frente a ellos el pueblo, que sí era la auténtica España en pie.
La guerra nacional-revolucionaria por la independencia
En el uso instrumental del nacionalismo como recurso moviizador fueron pioneros quienes a priori parecían menos dispuestos a ello: los Comunistas. Así lo recordaría la carismática dirigente del PCE Dolores Ibilrruri Pasionaria un año después: pese a quienes habían caracterizado entonces al Partido Comunista como chauvinista, no se podía olvidar que había sido este partido «el que primeramente habló al pueblo de que Nuestra guerra era una guerra de independencia y de liberación social»". Gracias en parte a ese discurso, combinado con el de unidad antifascista y unidad de mando, el PCE fue capaz de convertirse en el partido defensor de la República por excelencia, y en una auténtica organización republicana de masas que consiguió, como bien ha apuntado Helen Graham, Integrar imágenes patrióticas que podían servir de referencia común a un bando con símbolos, referentes y discursos excesivamente fragmentados, recogiendo el testigo del «españolismo popular» que en el campo socialista había representado Indalecio Prieto durante los años anteriores, y supliendo la asombrosa incapacidad del PSOE para cumplir aquel papel, en buena parte por su desunión interna entre facciones. Con todo, hubo dirigentes socialistas que emplearon un vocabulario patriótico muy semejante al puesto en circulación por los comunistas. Caso, por ejemplo, del subsecretario del Ministerio de Gobernación y antiguo líder de la UGT asturiana Wenceslao Carrillo, quien en noviembre de 1936 negaba tajantemente la condición de españoles a los generales facciosos y presentaba la lucha española por su independencia como una parte de la lucha mundial por la libertad y la democracia.
El PCE había mantenido una posición cambiante en sus posiciones acerca de la cuestión nacional desde los primeros años de su fundación, y siguiendo las instrucciones de la Tercera Internacional había defendido...(continuara)
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