Antipatriarcado y Marxismo
texto de Carlos X. Blanco
publicado en carlosxblanco.blogia.com en enero de 2007
texto de Carlos X. Blanco
publicado en carlosxblanco.blogia.com en enero de 2007
Al capitalismo siempre le interesó que fueran removidas aquellas relaciones sociales que obstaculizaban su avance. El feudalismo, la ligazón del hombre a la tierra, el carácter no alienable de ésta… toda institución, ley o estructura social que impidiera la obtención de plusvalías por el único medio posible, por la explotación de la fuerza de trabajo humano, debía ser borrada del mapa. Pero aquellas otras relaciones sociales que, cambiando lo que hubiera de cambiarse, fueran a resultar neutras en el avance del capitalismo o, incluso, garantizaran un ambiente político-social estable y propicio a la clase dominadora, estas relaciones decimos, debían mantenerse a ultranza.
Póngase por caso el Patriarcado. Al igual que otras instituciones o, en general, relaciones sociales, el Patriarcado es muy anterior al Capitalismo. Sucede algo similar con la sacrosanta Propiedad Privada. Esta existe antes del capitalismo, si bien éste régimen de producción posee la capacidad de adaptar las instituciones anteriores a sus requisitos, modificando funciones o rasgos. El Patriarcado puede tener miles de años en algunas culturas, si bien en la prehistoria no fue más que un sistema excepcional y dependiente de ciertas condiciones materiales o ecológicas. En otras culturas, en cambio, sólo en fechas recientes y, por lo general por la imposición de modelos estatales o por la colonización occidental ha venido a imponerse no ya sobre matriarcados en sentido estricto, sino en general, sobre otros patrones culturales en los que la mujer gozaba de mayor respeto y protagonismo social. El Patriarcado no es, en modo alguno, una “institución” natural, eterna, un a priori. Más bien los diferentes regímenes estatales han difundido esta versión falsa de la historia que llega hasta el capitalismo moderno. Por lo que al régimen capitalista de producción –hoy de alcance mundial, salvo “islas” cada vez menos amplias- se refiere, hay que decir que éste sistema siempre se valió de la estrategia de “naturalizar” una serie determinada de relaciones sociales, cuyo origen es en todo caso cultural, aprendido de generación en generación y enteramente contingente a la historia adaptativa de una cultura a su entorno.
El mantenimiento de una explotación fundamental –no la única- como es la explotación de clase, de la clase trabajadora mundial a cargo de la burguesía parapetada tras las Sociedades Anónimas, encaja bien con el mantenimiento de una serie de relaciones de control, sometimiento y dominación del hombre sobre la mujer. El control, el sometimiento o la dominación no son tipos de relación estrictamente económica, para ella reservaremos el término explotación. Aunque por supuesto son relaciones que facilitan sobremanera la explotación de una determinada persona si esta pertenece a un sector disminuido en derechos o sometido, tanto es así que, en vez de darse una “explotación normal” acorde con los altibajos de la ley del valor en un mercado de trabajo (donde el trabajo es una mercancía más, que se oferta y se demanda), se puede hablar ciertamente de una ultraexplotación. La explotación “normal” a veces es muy dura, y extenúa las fuerzas del@ explotad@ hasta el punto de retirarle sus bienes mínimos indispensables para sobrevivir, y aún así se la toma por “normal” bajo las leyes –bien poco humanas- del mercado. Ahora bien, la “ultraexplotación” tal y como aquí se la comprende significa el aprovechamiento de una situación comprometedoramente mala de un colectivo o grupo de personas que por distintos motivos, a veces en origen extra-económicos, de entre los cuales resaltan el género y la raza, y cayendo en una imposibilidad de defenderse como verdaderos oferentes de su capacidad de trabajar, resultan además de sometid@s, explotables en grados intensivos, fuera de toda ley del valor, en una situación más y más cercana a la esclavitud o la verdadera cosificación.
Estas personas más bien son tratadas como medios de producción. A ellas se las retira –bajo ciertos prejuicios culturales, religiosos, etc.- su capacidad autónoma para dejarse explotar. Más bien son mercancías de compraventa intermediadas por otros individuos. Igual que de una máquina o apero se espera su aprovechamiento y amortización hasta el desgaste definitivo, en el límite, el sometimiento de nuestros días no es simplemente un caso extremo de explotación económica. Es un caso de sometimiento cultural, antropológico, axiológico, etc., que permite la ultraexplotación económica, su máximo aprovechamiento del trabajo para sacarle un jugo –plusvalía- que irá a las arcas del capitalista. Con ello no quiero argumentar que la lucha contra el Patriarcado, estratégicamente, deba ser del todo independiente de la lucha contra el Capital. Justamente lo contrario. En paralelo, dar pasos contra todo género de control, dominación o sometimiento de la mujer al hombre, significa –sinérgicamente- dar duros golpes al Capital, y viceversa, en lugar de avanzar al modo del feminismo burgués, hacia la conversión de la mujer en un andrógino genérico, homologable como patrona, ejecutiva u obrera, a un hombre, pero explotadora y explotada según los casos, el movimiento antiPatriarcado revolucionario debe entender que avanzar hacia el socialismo consiste en dar oportunidades a una liberación de la mujer. Pues así como el socialismo consiste en socializar los medios de producción tal y como se entienden tradicionalmente (tierras, fábricas) también hay en ese nuevo régimen una oportunidad para socializar las tareas convencionalmente tenidas por “femeninas” (casa, niños, etc.), pues son servicios y cuidados enteramente sociales. El socialismo acabaría por introducir un comunismo en instituciones como la familia, el hogar. Toda mujer en el socialismo es obrera, contribuyente productiva a la sociedad, y toda necesidad social, incluyendo las de la vida doméstica, habrán de entrar en un proceso revolucionario de socialización. La extensión de guarderías en los centros de trabajo, la aportación del varón a la crianza de los niños y a los trabajos domésticos, etc., no es más que ilustración de unos tímidos avances dentro del propio capitalismo en un proceso que, bajo el socialismo, se “revoluciona”, pues el propio hogar y la propia institución familiar, sin perjuicio de que se preserve su “intimidad”, se colectivizarían radicalmente. La clase capitalista actúa como un todo cuando en ciertos estados, como el español, es claramente reacia a la contratación de mujeres (como se ve en las estadísticas de ciertas profesiones) y al mismo tiempo a aquellas que se contratan se les paga un porcentaje sensiblemente inferior al de un varón. La astucia económica – muchas veces inconsciente, una mano invisible- es la que logra que un comportamiento prejuicioso y estúpido, un machismo patronal difícil de comprender en estos tiempos, sea al mismo tiempo altamente rentable para patronos concretos e individualizados que pueden decir: “Te contrato, a cambio de menos, pero es que además te hago un favor”. La estupidez del conjunto de la clase patronal es el chollo del patrón individual.
Algo semejante ocurre con la segmentación de los trabajadores en nacionales y extranjeros y, a su vez en éstos, entre legales e ilegales. El patrón cínico puede decir a su empleado: “Te estoy dando una oportunidad explotándote”. Ni que decir tiene que estas segmentaciones perjudican a la clase obrera como un todo, si las consiente. En el caso del Patriarcado combinado con la explotación económica, constituye un auténtico desastre, tanto para el obrero como para la obrera. Al crear divisiones internas a una clase, al consentir una segmentación en función de criterios extraprofesionales, puramente externos, como es el caso del sexo, la clase obrera permite como un todo que haya un lastre a la baja de los salarios, comprometiendo a los estratos “normales” (según la ley del valor) de salarios en cada escala o sector profesional, “normalidad” que usualmente llega a los varones que, sólo de forma transitoria, pueden –estúpidamente- sentirse privilegiados ante las hembras, pues la ultraexplotación femenina tira hacia abajo de su nivel de salarios. Entiendo el feminismo revolucionario, o el antiPatriarcado, entre otras cosas, como una lucha en la que se puede lograr una unidad real de la clase obrera –nacional o universal- contra la burguesía y el Capital.
También lo entiendo como un deber histórico de nuestras posibilidades como civilización. Esto es, estamos moralmente por debajo de lo que debíamos haber aprendido de la Historia. Los sometimientos, el control o la dominación de unos seres sobre otros, con o sin finalidad económica, constituyen un primado del horror y del dolor sobre la naturaleza humana. Aunque haya científicos sociales que “naturalicen” el control del hombre sobre la mujer aduciendo motivos o causas ecológicas, adaptativas, funcionales, etc., hay pocas dudas respecto al carácter socialmente construido de esa dominación. Asociado a patrones estatalistas y militaristas de civilización, el Patriarcado es compatible no obstante con otros modos de Producción. Si bien el capitalismo –en su faz progresiva- dejó ver las posibilidades de una homologación de la mujer con el hombre, en cuanto a su utilidad productiva como obrera, y posibilitó el acceso de las mujeres a las fábricas y a los jornales obtenidos en ellas, el capitalismo sólo abre las puertas a una mayor “conciencia” de lucha. El socialismo empieza cuando esa conciencia se traduce en voluntad de acción y en acción revolucionaria. La mujer de las sociedades agrarias malamente podía salir de sus cárceles domésticas, juntar voluntades y acciones colectivas, adquirir conciencia. Hoy, en la llamada “era de la información”, hay sin embargo un uso y abuso de la manipulación de imágenes precisamente destinadas a perpetuar el sometimiento femenino al varón. Dándose muchas condiciones objetivas para la superación del Patriarcado, cuando menos en el “primer mundo”, sin embargo se refuerzan las más rancias actitudes, clichés y valoraciones, en gran medida con el fin de no modificar las actuales condiciones de explotación. Películas, anuncios, programas de TV, o estrellas de la fama, bombardean el subconsciente colectivo asociando a la mujer y a su cuerpo con situaciones de dominio, sumisión, objetualización.
La mujer en la presente sociedad de consumo, ya puede tener nombre y apellidos, profesión, dignidad, derechos, autoestima, etc., en muchos casos concretos, que por lo que hace a la sociedad de consumo en general no sigue siendo otra cosa que un “ente” puramente objetual, una máquina sexual, una fuente de placeres sensuales, un objeto de usar y tirar. La estética consumista, capitalista, que se ha fabricado en torno a la mujer “ente” es –evidentemente- la estética adecuada a la sociedad de la Mercancía. La mujer genérica, y lo que ella puede ofrecer al varón, es Mercancía. A su vez, una vez adquirida esa Mercancía (por medio del matrimonio, la prostitución, la pornografía u otras formas de ocio erotizado), se suelen reaprovechar los más viejos clichés del militarismo, el machismo o la violencia de género (el derecho de uso y abuso tan característico de la propiedad privada). Una vez comprada la Mercancía femenina, en un régimen como el capitalista que se asienta en la propiedad privada y en la Mercancía, el adquiriente “varón” se convierte en “amo y señor”.
El comunismo, entre otras cosas, será la superación de todo esto.
Póngase por caso el Patriarcado. Al igual que otras instituciones o, en general, relaciones sociales, el Patriarcado es muy anterior al Capitalismo. Sucede algo similar con la sacrosanta Propiedad Privada. Esta existe antes del capitalismo, si bien éste régimen de producción posee la capacidad de adaptar las instituciones anteriores a sus requisitos, modificando funciones o rasgos. El Patriarcado puede tener miles de años en algunas culturas, si bien en la prehistoria no fue más que un sistema excepcional y dependiente de ciertas condiciones materiales o ecológicas. En otras culturas, en cambio, sólo en fechas recientes y, por lo general por la imposición de modelos estatales o por la colonización occidental ha venido a imponerse no ya sobre matriarcados en sentido estricto, sino en general, sobre otros patrones culturales en los que la mujer gozaba de mayor respeto y protagonismo social. El Patriarcado no es, en modo alguno, una “institución” natural, eterna, un a priori. Más bien los diferentes regímenes estatales han difundido esta versión falsa de la historia que llega hasta el capitalismo moderno. Por lo que al régimen capitalista de producción –hoy de alcance mundial, salvo “islas” cada vez menos amplias- se refiere, hay que decir que éste sistema siempre se valió de la estrategia de “naturalizar” una serie determinada de relaciones sociales, cuyo origen es en todo caso cultural, aprendido de generación en generación y enteramente contingente a la historia adaptativa de una cultura a su entorno.
El mantenimiento de una explotación fundamental –no la única- como es la explotación de clase, de la clase trabajadora mundial a cargo de la burguesía parapetada tras las Sociedades Anónimas, encaja bien con el mantenimiento de una serie de relaciones de control, sometimiento y dominación del hombre sobre la mujer. El control, el sometimiento o la dominación no son tipos de relación estrictamente económica, para ella reservaremos el término explotación. Aunque por supuesto son relaciones que facilitan sobremanera la explotación de una determinada persona si esta pertenece a un sector disminuido en derechos o sometido, tanto es así que, en vez de darse una “explotación normal” acorde con los altibajos de la ley del valor en un mercado de trabajo (donde el trabajo es una mercancía más, que se oferta y se demanda), se puede hablar ciertamente de una ultraexplotación. La explotación “normal” a veces es muy dura, y extenúa las fuerzas del@ explotad@ hasta el punto de retirarle sus bienes mínimos indispensables para sobrevivir, y aún así se la toma por “normal” bajo las leyes –bien poco humanas- del mercado. Ahora bien, la “ultraexplotación” tal y como aquí se la comprende significa el aprovechamiento de una situación comprometedoramente mala de un colectivo o grupo de personas que por distintos motivos, a veces en origen extra-económicos, de entre los cuales resaltan el género y la raza, y cayendo en una imposibilidad de defenderse como verdaderos oferentes de su capacidad de trabajar, resultan además de sometid@s, explotables en grados intensivos, fuera de toda ley del valor, en una situación más y más cercana a la esclavitud o la verdadera cosificación.
Estas personas más bien son tratadas como medios de producción. A ellas se las retira –bajo ciertos prejuicios culturales, religiosos, etc.- su capacidad autónoma para dejarse explotar. Más bien son mercancías de compraventa intermediadas por otros individuos. Igual que de una máquina o apero se espera su aprovechamiento y amortización hasta el desgaste definitivo, en el límite, el sometimiento de nuestros días no es simplemente un caso extremo de explotación económica. Es un caso de sometimiento cultural, antropológico, axiológico, etc., que permite la ultraexplotación económica, su máximo aprovechamiento del trabajo para sacarle un jugo –plusvalía- que irá a las arcas del capitalista. Con ello no quiero argumentar que la lucha contra el Patriarcado, estratégicamente, deba ser del todo independiente de la lucha contra el Capital. Justamente lo contrario. En paralelo, dar pasos contra todo género de control, dominación o sometimiento de la mujer al hombre, significa –sinérgicamente- dar duros golpes al Capital, y viceversa, en lugar de avanzar al modo del feminismo burgués, hacia la conversión de la mujer en un andrógino genérico, homologable como patrona, ejecutiva u obrera, a un hombre, pero explotadora y explotada según los casos, el movimiento antiPatriarcado revolucionario debe entender que avanzar hacia el socialismo consiste en dar oportunidades a una liberación de la mujer. Pues así como el socialismo consiste en socializar los medios de producción tal y como se entienden tradicionalmente (tierras, fábricas) también hay en ese nuevo régimen una oportunidad para socializar las tareas convencionalmente tenidas por “femeninas” (casa, niños, etc.), pues son servicios y cuidados enteramente sociales. El socialismo acabaría por introducir un comunismo en instituciones como la familia, el hogar. Toda mujer en el socialismo es obrera, contribuyente productiva a la sociedad, y toda necesidad social, incluyendo las de la vida doméstica, habrán de entrar en un proceso revolucionario de socialización. La extensión de guarderías en los centros de trabajo, la aportación del varón a la crianza de los niños y a los trabajos domésticos, etc., no es más que ilustración de unos tímidos avances dentro del propio capitalismo en un proceso que, bajo el socialismo, se “revoluciona”, pues el propio hogar y la propia institución familiar, sin perjuicio de que se preserve su “intimidad”, se colectivizarían radicalmente. La clase capitalista actúa como un todo cuando en ciertos estados, como el español, es claramente reacia a la contratación de mujeres (como se ve en las estadísticas de ciertas profesiones) y al mismo tiempo a aquellas que se contratan se les paga un porcentaje sensiblemente inferior al de un varón. La astucia económica – muchas veces inconsciente, una mano invisible- es la que logra que un comportamiento prejuicioso y estúpido, un machismo patronal difícil de comprender en estos tiempos, sea al mismo tiempo altamente rentable para patronos concretos e individualizados que pueden decir: “Te contrato, a cambio de menos, pero es que además te hago un favor”. La estupidez del conjunto de la clase patronal es el chollo del patrón individual.
Algo semejante ocurre con la segmentación de los trabajadores en nacionales y extranjeros y, a su vez en éstos, entre legales e ilegales. El patrón cínico puede decir a su empleado: “Te estoy dando una oportunidad explotándote”. Ni que decir tiene que estas segmentaciones perjudican a la clase obrera como un todo, si las consiente. En el caso del Patriarcado combinado con la explotación económica, constituye un auténtico desastre, tanto para el obrero como para la obrera. Al crear divisiones internas a una clase, al consentir una segmentación en función de criterios extraprofesionales, puramente externos, como es el caso del sexo, la clase obrera permite como un todo que haya un lastre a la baja de los salarios, comprometiendo a los estratos “normales” (según la ley del valor) de salarios en cada escala o sector profesional, “normalidad” que usualmente llega a los varones que, sólo de forma transitoria, pueden –estúpidamente- sentirse privilegiados ante las hembras, pues la ultraexplotación femenina tira hacia abajo de su nivel de salarios. Entiendo el feminismo revolucionario, o el antiPatriarcado, entre otras cosas, como una lucha en la que se puede lograr una unidad real de la clase obrera –nacional o universal- contra la burguesía y el Capital.
También lo entiendo como un deber histórico de nuestras posibilidades como civilización. Esto es, estamos moralmente por debajo de lo que debíamos haber aprendido de la Historia. Los sometimientos, el control o la dominación de unos seres sobre otros, con o sin finalidad económica, constituyen un primado del horror y del dolor sobre la naturaleza humana. Aunque haya científicos sociales que “naturalicen” el control del hombre sobre la mujer aduciendo motivos o causas ecológicas, adaptativas, funcionales, etc., hay pocas dudas respecto al carácter socialmente construido de esa dominación. Asociado a patrones estatalistas y militaristas de civilización, el Patriarcado es compatible no obstante con otros modos de Producción. Si bien el capitalismo –en su faz progresiva- dejó ver las posibilidades de una homologación de la mujer con el hombre, en cuanto a su utilidad productiva como obrera, y posibilitó el acceso de las mujeres a las fábricas y a los jornales obtenidos en ellas, el capitalismo sólo abre las puertas a una mayor “conciencia” de lucha. El socialismo empieza cuando esa conciencia se traduce en voluntad de acción y en acción revolucionaria. La mujer de las sociedades agrarias malamente podía salir de sus cárceles domésticas, juntar voluntades y acciones colectivas, adquirir conciencia. Hoy, en la llamada “era de la información”, hay sin embargo un uso y abuso de la manipulación de imágenes precisamente destinadas a perpetuar el sometimiento femenino al varón. Dándose muchas condiciones objetivas para la superación del Patriarcado, cuando menos en el “primer mundo”, sin embargo se refuerzan las más rancias actitudes, clichés y valoraciones, en gran medida con el fin de no modificar las actuales condiciones de explotación. Películas, anuncios, programas de TV, o estrellas de la fama, bombardean el subconsciente colectivo asociando a la mujer y a su cuerpo con situaciones de dominio, sumisión, objetualización.
La mujer en la presente sociedad de consumo, ya puede tener nombre y apellidos, profesión, dignidad, derechos, autoestima, etc., en muchos casos concretos, que por lo que hace a la sociedad de consumo en general no sigue siendo otra cosa que un “ente” puramente objetual, una máquina sexual, una fuente de placeres sensuales, un objeto de usar y tirar. La estética consumista, capitalista, que se ha fabricado en torno a la mujer “ente” es –evidentemente- la estética adecuada a la sociedad de la Mercancía. La mujer genérica, y lo que ella puede ofrecer al varón, es Mercancía. A su vez, una vez adquirida esa Mercancía (por medio del matrimonio, la prostitución, la pornografía u otras formas de ocio erotizado), se suelen reaprovechar los más viejos clichés del militarismo, el machismo o la violencia de género (el derecho de uso y abuso tan característico de la propiedad privada). Una vez comprada la Mercancía femenina, en un régimen como el capitalista que se asienta en la propiedad privada y en la Mercancía, el adquiriente “varón” se convierte en “amo y señor”.
El comunismo, entre otras cosas, será la superación de todo esto.