Para quien quiera conocer la opinión de un acreditado luchador comunista (**) acerca de Trotski y el conocimiento que este tuvo de la realidad española para escribir su obra "España 1936-39”(*),
"La España que Trotski inventó", de
Juan Manuel Olarieta Alberdi – publicado en
julio de 2008 en
Cambio y Debate.
Cuando empiezo a escribir estas líneas es 23 de marzo, y llevo ya dos meses encerrado en estas mazmorras asquerosas de la Cárcel de Navalcarnero. Su inspiración deriva de un artículo del historiador estadounidense Stanley G. Payne en el diario ABC de hoy, enfilado directamente contra la lucha popular por recuperar la memoria histórica antifascista, además de recordar, por enésima vez, el caso de la desaparición “y posibles torturas” contra Nin.
Creo que no merece la pena desvelar el cretinismo de Payne. Lo que sí me ha llamado la atención en este presidio es que en la biblioteca hay una colección de escritos de Trotski sobre nuestra guerra civil (*) que, a falta de cualquier otro texto político, he tenido ocasión de leer. Se confirma así aquello que se atribuye a Gramsci quien, también preso por el fascismo, constataba la presencia de libros de Trotski en este tipo de lugares, tan poco propicios, lo que, unido a la ausencia de otra clase de libros políticos, le condujo a afirmar que Trotski era “la puta del fascismo”.
Siempre que se airean este tipo de litigios ideológicos hay quien quiere mirar hacia otro lado: “pelillos a la mar”, concentrémonos en el presente, nos aconsejan. Parece que hablar del pasado es un factor de desunión, viejas querellas que no conducen a ninguna parte. Yo soy de los que no quiero estar unido a los que así opinan y, además, soy de los convencidos de que la historia es siempre de la máxima actualidad. Los mayores partidarios de la amnesia han sido siempre los grandes capitalistas y los opresores de todas las especies: quieren que nos olvidemos de cuándo, cómo y por qué han llegado a ocupar los lugares de privilegio que ocupan en la sociedad.
Una ecuación histórica Lo primero que sobresale del libro es el total desconocimiento que Trotski tenía de la sociedad española de la época, de su historia, su economía y su cultura. Esa ignorancia no le impide rellenar 200 páginas aproximadamente, todas ellas repletas de consignas altisonantes, tales como que el general Miaja era comunista (pg.147) o que el programa del Frente Popular es “burgués conservador” (pg.47). Parece obvio constatar que nadie hoy sería capaz de defender tesis semejantes, de las que hay varias. En cualquier caso, la ignorancia no se puede suplir con lemas estrambóticos, ni tampoco con analogías superficiales del tipo siguiente: Kerenski = Largo Caballero, Kornilov = Franco y Nin = Martov. Lo mismo cabe decir de sus referencias genéricas al ejército, que era el mismo en un bando que el otro. No hay ni una sola mención a la lacra del latifundismo, ni una referencia a la iglesia, tampoco a los 30.000 presos políticos que liberó el programa “burgués conservador” del Frente Popular. Trotski eleva un estereotipo, su particular visión de la Rusia de 1917, a formulismo válido para cualquier clase de sociedad en cualquier clase de momento histórico. En sus comentarios la conjunción republicana de 1931 en nada se diferencia del Frente Popular de 1936 y la situación de Barcelona en julio de 1936 era la misma que en mayo de 1937. La guerra queda así como una pequeña anécdota, casi irrelevante.
De la monarquía absoluta a la dictadura del proletariado Trotski no se podía equivocar nunca porque todas sus tesis partían de una equivocación. Cuando –como Trotski- se defiende una determinada teoría con el mismo ardor que la contraria, es imposible equivocarse, y eso es lo que sucede con varias de sus tesis fundamentales. Por ejemplo, afirma una conclusión muy importante, que es cierta: “La intervención imperialista es muy importante pero no modifica el carácter fundamental de lucha entre la democracia y el fascismo” (pg.91). Pero luego se pueden encontrar múltiples de afirmaciones en sentido contrario, según las cuales la contradicción principal no se entabló entre la democracia y el fascismo sino entre el capitalismo y el socialismo; y la España de entonces, sus partidos políticos y sus personalidades más relevantes eran marionetas de los intereses exteriores. Prueba de estas afirmaciones es la tesis siguiente: “Las tareas planteadas por la revolución se reducen a una sola: el derrocamiento de la burguesía” (pg.5), seguida de otra equivalente: “La alternativa ‘socialismo o fascismo’ significa solamente, y eso ya es bastante importante, que la revolución española no puede vencer sino mediante la dictadura del proletariado” (pg.106). Pues a eso se reducía el ridículo programa trotskista para España: pasar -sin solución de continuidad- de la monarquía absoluta a la dictadura del proletariado. Esta segunda tesis –contradictoria con la anterior- es la que conduce a Trotski a denunciar demagógicamente toda clase de “alianza con la burguesía”, que es la
manera errónea en la que él interpreta el Frente Popular (pg.29) y de donde se deriva lo que él califica como “guerra implacable” contra el Frente Popular, que en su verborrea degenera en una “guerra implacable” contra todo y contra todos, por supuesto, los “stalinistas”, pero también los anarquistas, los republicanos, los poumistas,, los sindicalistas, etc. No se salva nadie de sus desquiciadas invectivas… salvo los fascistas. Todos los republicanos estaban equivocados pero si además de las críticas generalizadas alguien busca una propuesta positivas, no la encontrará.
El oro de Moscú En cuando al aspecto internacional de la guerra, Trotski también incurre con frecuencia en el tópico de considerar a la España de 1936 como un peón en manos de intereses extranjeros: Franco del Eje nazi-fascista, el PCE de Moscú y los republicanos de Inglaterra y Francia. Por eso Trotski insiste en la ridiculez de aludir a un gobierno Largo Caballero-Stalin o Negrín-Stalin, hasta el punto de que la expresión ”el oro de Moscú” no fue acuñada por los franquistas, como muchos creen, sino por Trotski (pg.126). Se trataba del dinero con el que la República pagaba a los escritores antifascistas (Romain Rolland, Barbusse, Malraux, Heinrich Mann, Leon Feutchwanger) “y otros que trabajan para la GPU”, lo que Trotski adereza con otro tipo de insultos ridículos que luego los franquistas copiaron para justificar su guerra contra el pueblo. “Es preciso liberar al pueblo español de la dominación de la burocracia de Moscú” (pg.71) cuya cabeza es Stalin, a quien dedica, como es lógico, el mejor de sus epítetos como “jefe de los demonios” (pgs.198 y 210). En fin, detrás de unos españoles en guerra “fraticida” había otros que, situados fuera del país, eran quienes verdaderamente tiraban de los hilos. Pero sobre todo causa hilaridad una tesis de Trotski según la cual detrás de la III Internacional había otros poderes ocultos que la manejaban y que no radicaban en Moscú sino en Londres y en París (pg.65). Sin comentarios.
Revolución o guerra Pero no cabe duda de que el aspecto más importante, verdaderamente crucial, del pensamiento de Trotski acerca de la guerra civil es la célebre formulación, que él atribuye a los comunistas (pg.26), acerca de si primero había que ganar la guerra para luego hacer la revolución, o a la inversa. Este planteamiento, por más que esté muy difundido, sobre todo en los medios antifascistas, no es exacto porque la guerra civil, en sí misma, era una guerra revolucionaria. Lo que la consigna (“lo primero es ganar la guerra”) quería decir es que la revolución no podía triunfar sin ganarla, y en ella coincidieron muchas fuerzas políticas y sindicales, además de los comunistas, aunque actualmente esté más identificada con la línea del Partido Comunista.
En guerra contra todos El falso dualismo entre guerra y revolución engendra otro, no menos falso, entre frente y retaguardia y, naturalmente, la pretensión de llevar a cabo una revolución… pero en la retaguardia, complementada con la guerra… pero contra la República, no contra los fascistas. Esto demuestra a las claras no sólo la complicidad de Trotski con los fascistas sino su animadversión a todas –absolutamente todas- las fuerzas antifascistas: “Continuar la guerra sin la colectivización ni la socialización es preparar la derrota. Para asegurar la victoria hay que expulsar a los burgueses y poner a los jefes traidores contra la pared mediante la presión directa de las masas armadas” (pg.36). Acto seguido Trotski enumera entre los “burgueses” y los “jefes traidores” a todos y cada uno de los antifascistas para quienes no ahorra descalificaciones. No es posible, según Trotski, ninguna alianza; no cabe unir fuerzas y por eso toda su verborrea solo puede conducir al aislamiento y, por tanto, al más estrepitoso de los fracasos: “El partido obrero que concluye una alianza política con la burguesía radical renuncia, por ello mismo, a luchar contra el militarismo capitalista (pg.13). En febrero de 1937 Trotski preconizaba “una campaña implacable contra la alianza con la burguesía”, además de denunciar a los dirigentes comunistas, socialistas y anarquistas, “precisamente por su alianza con la burguesía” (pg.29).
Contra los anarcoburócratas Naturalmente Trotski reserva lo peor de su perorata para los comunistas, pero lo que dice de los anarquistas tampoco tiene desperdicio: los califica de “liberales exaltados” (pg.61), de “burgueses patéticos y despreciables disfrazados a toda costa de revolucionarios” (pg.200), nada menos que “la quinta rueda de la democracia burguesa (pgs.137 y 151 y siguientes), “charlatanes” (pg.138), “anarcoburócratas” (pg.179) y “lacayos de la burguesía” (pg.169). A pesar de que hoy los vemos pasearse cogidos de la mano para atacar a los comunistas, lo cierto es que entonces ni unos (anarquistas) ni otros (trotskistas) se soportaban.
Trotski contra los trotskistas En el colmo de su desvarío Trotski ni siquiera estaba de acuerdo con los suyos, con los trotskistas, para quienes el POUM no lo era. Sólo Trotski era trotskista, mientras el POUM era una organización menchevique (pg.118), a sus dirigentes los califica de oportunistas (pg.65) y su política de “pura traición” (pg.79). Especialmente lanza sus ataques contra Nin, a quien pinta como “sacerdote de la justicia burguesa” (pg.35) que ha jugado un papel deplorable (pg.185) y que cometió un “crimen” firmando el pacto del Frente Popular (pg.VIII). Pero como a Trotski le gustaba decir cualquier cosa, también era capaz de defender todo lo contrario y por eso “Nin es mi amigo” (pg.41), “un viejo revolucionario incorruptible” (pg.69) del cual “nunca hemos puesto en duda la pureza de intenciones” (pg.79).
Por eso Trotski es infalible, porque sus consignas se sirven a la carta; en función de lo que convenga en cada momento se puede elegir entre una frase o la contraria. En él no sólo encontramos una absoluta falta de principios sino una deshonestidad galopante.
(*) Las referencias del libro de Trotski son de: “Obras de Trosky volumen 3. España 1936-39”, Akal, Madrid, 1978
(**) escritor, abogado del
Socorro Rojo Internacional -SRI-