“Podemos”, un fenómeno mediático que pretende ser político
Nunca antes una candidatura electoral tuvo que ser tan justificada. Nunca un candidato tuvo que explicar tanto por qué se presentaba a las elecciones, ni tuvo ningún nominado a candidato que convencer a sus posibles electores de que se autoproclamaba candidato aunque en realidad eran los electores quienes, aun sin saberlo, le proclamaban candidato. Nunca un aspirante a representante tuvo tantas veces que decir que no aspiraba a representar a quienes se negaban a ser representados aunque en el fondo sí representaba lo que ellos proclamaban. Ni tuvo que decir tantas veces que su propuesta era de unidad y participación. Ni hubo candidato a las elecciones europeas que “desde abajo y desde la izquierda” tuviera tanto apoyo desde arriba y desde la derecha, desde los medios masivos y desde los medios alternativos.
El “we can” español ha tambaleado de nuevo la convulsa vida social volviendo a colocar en el terreno de la contabilidad política el conflicto social. Este desenfoque, este tratar de embridar de nuevo al 15 M, es decir, tratar de encauzar el recalentamiento social que tan peligroso resulta para la institucionalidad se intentó ya en los primeros momentos del estallido social que significó el 15M.
Mayo del 2011 fue la peligrosa eclosión de la doble crisis que vive este país: la económica y la del sistema político. La primera, común al resto de Europa, no supone mayor peligro para el poder que la implementación de un nuevo ciclo de acumulación corrigiendo los desmanes –según las instancias económicas- del capital financiero, el reto está en conseguir la aceptación social combinando la represión y el control ideológico. Pero si el sistema político entra en crisis y si resulta incapaz de controlar el conflicto, entonces, empiezan a sonar las alarmas. Son esas mismas alarmas que empezaron a sonar a mediados de los años 70 cuando el modelo económico español daba muestras de agotamiento, la muerte del dictador y el conflicto social suponían un cierto peligro para la continuidad del régimen capitalista. Peligro cierto o mera posibilidad el capital no escatimó medidas preventivas.
Ahora, como entonces, el presente sólo puede leerse desde el pasado. Dice Bensaïd “quien no tiene memoria ni de derrotas ni de victorias pasadas tampoco tiene demasiado futuro. El puro “presente del grito” no construye una política” 1 Como entonces, este presente de continuos estallidos, de calmas tensas, de búsquedas de referentes, no constituye en sí mismo una propuesta política (de poder), ni es en sí mismo un proceso revolucionario, aunque lleve en su seno gérmenes revolucionarios y apunte a crear las condiciones subjetivas para la ruptura revolucionaria. Los gritos de estos últimos años (Prestige, No a la guerra, 15M, Stop desahucios, escraches, mareas verde, blanca, los mineros, las huelgas sectoriales, Gamonal) expresan resistencias con una potencialidad revolucionaria que no se está dando en ninguno de los países europeos, ni siquiera en los del sur –Grecia, Portugal, Italia- afectados en igual o mayor grado por el saqueo económico pero quizás menos marcados por la deslegitimación del sistema político. El 15M ha significado y significa la convergencia de las potencialidades presentes, la posibilidad de construcción de un sujeto político transformador, de ruptura con la institucionalidad del régimen, de momento sólo una posibilidad.
A mediados de los años setenta España vivió una encrucijada parecida. Entonces se planteó el dilema: ruptura o reforma. Del lado de la ruptura, consciente o inconscientemente, los jornaleros, los obreros explotados, los parados, los jóvenes sin futuro, la memoria de las víctimas del franquismo, los fusilados de las cunetas, los represaliados políticos… Del lado de la reforma, la clase política emergente, los nostálgicos resignados, las clases medias amenazadas, los obreros acomodados, los aspirantes a europeos, los intelectuales miedosos… Del lado de la ruptura, la memoria. Del lado de la reforma, el olvido.
Nuestra guerra civil fue un momento de excepcionalidad donde la explotación, la miseria, el hambre, pero también la conciencia de otro mundo posible construyeron el poder popular que se enfrentó al fascismo –el de dentro y el de fuera. No se fracasó, se sufrió la primera derrota del siglo XX, nuestra segunda derrota fue la Transición. A finales de los años 70, el miedo del poder a una posibilidad revolucionaria decantó el proceso hacia la reforma que llamaron la Transición española. Un producto que posteriormente tendría un alto valor de exportación. Todos los poderes, constituidos y constituyentes, se articularon en una estrategia común para conjurar la ruptura.
También entonces el conflicto social se daba en todos los ámbitos, en los centros de trabajo, en los barrios, en el campo, en la educación. La institucionalidad política, lastrada por el aparato franquista, se mostraba incapaz de reconducir el proceso. De ahí que, desde fuera y desde dentro, hubiera que favorecer y alimentar una “tercera vía”: un líder, una consigna vacía y un consenso. El régimen se travestiría, el miedo de los intelectuales –siempre con un pie en el estribo- los convertiría en bisagras de la reforma, las promesas europeistas alimentarían las esperanzas de bienestar, y la democratización del consumo sedaría los cuerpos y las mentes. Así se fraguó, desde el poder el centro de la UCD, luego el cambio del PSOE, después la democracia de todos los partidos.
En la coyuntura actual, tomando cierta distancia respecto de la retórica mediática. La propuesta de la plataforma Podemos, no se diferencia gran cosa de la propuesta normalizadoraque significó la Transición española. La diferencia más significativa es que las elecciones se han convertido en el instrumento normalizador, en el cauce adecuado para restaurar elorden, igualmente adecuado para una derecha sin legitimidad suficiente y para una izquierda aún asustada por la guerra civil. Ilustración de esta situación es la valoración tan positiva de la policía, según el barómetro del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas), justo cuando aumenta la represión.
Desde el 2011 cuando el 15M visibiliza el resquebrajamiento de la legitimidad del sistema político (“lo llaman democracia y no lo es”, “no nos representan”) el régimen baraja distintas opciones de continuidad: a) la restauración autoritaria (aumento de la represión y el control social, silenciamiento de las protestas, estabilización del sistema económico, amedrentamiento de las clases medias, reforzamiento de la ultraderecha), b) un gran pacto de salvación nacional (acuerdos entre la clase política para garantizar la estabilidad económica) c) canalización y normalización de la protesta.
Los dos primeros escenarios no están teniendo ni los apoyos ni la fuerza suficiente, el primero encuentra rechazo en Europa, demasiado riesgo para la economía, el segundo carece de base social, el tercero está por testarse, todo dependerá del acierto en la elección de los personajes a promover, de la potencia de las consignas y de la fabricación del consenso necesario. Objetivamente, el “we can” español se inscribe en este tercer escenario. Evidentemente, nada de lo que aquí planteo es el resultado de ninguna conspiración, se trata sólo del resultado no intencional de acciones que sí son intencionales. Es la propia coyuntura la que favorece, la que genera la oportunidad, para el lanzamiento de una figura mediática que viabilice una opción consensuada. Se trata de una coyuntura distinta a la del 2009 cuando Izquierda Anticapitalista, escindida de Izquierda Unida (IU) no contaba con ninguna figura capaz de arrastrar el voto de la izquierda social que perdía IU; ahora parece haberla encontrado.
Medios de comunicación, liderazgo e institucionalización son las tres patas que tratan de estabilizar la “democracia” española, o lo que es igual, de legitimar el golpe autoritario que necesita la economía. Si el conflicto social no hace viable la relegitimación de los partidos políticos la opción más razonable –desde la perspectiva del poder- será la relegitimación del sistema por la vía electoral. Frente a la acumulación de poder que representa Gamonal, frente a la reapropiación de lo político o frente al conflicto transformador, la vía electoral de Podemos sería la opción más viable para la continuidad del régimen.
Un proceso revolucionario es una potencialidad que aspira a convertirse en probabilidad. En el camino se entreveran momentos de calma con estallidos sociales y ambos tributan al proceso de acumulación de poder. Pero también en estos momentos las fuerzas conservadoras hacen su trabajo. Desde el punto de vista del análisis político este me parece que es el momento que vivimos.
Mi abuela que era campesina, religiosa y de Valladolid decía que “de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”.
El fetiche del poder o la confusión entre opción electoral y opción de poder
En la encrucijada política y en la coyuntura que vive el Estado Español la opción electoral no es una opción real de poder, me refiero a una alternativa de poder popular. Sin embargo, desde las movilizaciones masivas del 15M no ha habido momento ni grupo político (de izquierdas o de derechas) que no haya tratado de encarrilar la protesta hacia la vía institucional, especialmente en las citas electorales. Por eso, aun a riesgo de sobredimensionar el más reciente intento de la plataforma Podemos, merece la pena abordar la reflexión sobre el carácter fetichista del proceso electoral en la coyuntura actual así como las lógicas que hacen de él el mejor instrumento de disciplinamiento social.
Cualquiera de las opciones políticas que hoy se disputan los votos asume que elegir un candidato de la amplia -o reducida, según se mire-, oferta de partidos, implica una opción de poder. Identifican así democracia con votación, tal y como el propio sistema lleva sosteniendo desde la generalización del voto, desde que se constató que gracias al manejo de la opinión pública la gente siempre acabaría votando lo correcto de modo que las elites no correrían ningún peligro de ser desplazadas por las clases populares. Asumen también que es la vía aceptable para cambiar las cosas. El campo de la política queda así reducido al ámbito institucional. De la misma forma que ocurrió en nuestra primera transición –sostengo que estamos viviendo una segunda transición- se trata de despojar a lo social de su componente político por la vía de la institucionalización del conflicto, o lo que viene a ser igual, neutralizándolo al colocarlo dentro de los márgenes de lo aceptable. Todas las opciones políticas actuales parten de la aceptación de las reglas de juego, las mismas que hacen inviable que este sistema representativo se transforme en una democracia. Incluso aquellos que sostienen ser anticapitalistas aceptan la forma política del capitalismo.
Sin duda el discurso admite la paradoja de negar que estemos en una democracia al tiempo que se sanciona esta democracia aceptando los cauces institucionales, admite contracciones tales como presentarse a unas elecciones compitiendo por la captación de votos al tiempo que se dice que se presentan porque estas elecciones europeas no significan nada, se está en contra del liderazgo al tiempo que se potencia al líder mediático, se afirma querer dar voz a los sin voz al tiempo que se les trata de incapaces y de no saber lo que quieren. Porque en el fondo, parecen decir, las masas quieren que se gestione políticamente su protesta.
Si alguna virtud tienen los procesos electorales es la de sacar a la luz el abanico extenso de contradicciones de los discursos políticos. En estos momentos es muy difícil distinguir entre posibilismo y oportunismo, entre los deseos y los intereses. Pero la campaña del “spanish we can” ilustra como ninguna lo que da de sí la retórica ilustrada, o la versión nacional de los reality show americanos. Por lo demás, las estratagemas retóricas no harán sino desarmar el conflicto social sin apenas arañar el fetiche del sistema.
Como instrumento de disciplinamiento las elecciones han devenido en fetiche, es decir, objeto al que se le asignan propiedades mágicas. Carlos Marx acuñó el concepto de fetichismo para referirse a la mercancía en tanto que producto manufacturado que oculta las relaciones de trabajo bajo las cuales fue producido. Los procesos electorales en el contexto actual no significan poner en manos de la gente opciones de poder y sin embargo se nos presentan como si lo fueran. Por otro lado, las reglas que rigen estos procesos permanecen ocultas mientras que, el voto, aparece como proceso neutro, mero procedimientos para seleccionar a los candidatos según las preferencias de la gente. Pero, como decía Badiou reflexionando sobre las elecciones presidenciales francesas de 2002, “En realidad, existe una distinción fundamental entre “ser candidato” y estar en un lugar que indica la posibilidad de un poder”. El acceso a esa clase de lugar se decide de otro modo y según criterios distintos a los de la candidatura 2 ”.
El hecho de que algunas opciones electorales que se auto proclaman transformadoras, puedan llegar a disputar alguna plaza en la arena política sólo significa que se ajustan al principio de la homogeneidad, es decir, “que se sabe a ciencia cierta que no harán nada esencialmente diferente de lo que hicieron quienes los precedieron” 3 . La alternancia en las instituciones de los que se consideran “enemigos políticos” favorece la labor disciplinante del voto ya que la alternancia implica que la opción que ha conseguido alcanzar el lugar de relevo no ha tomado ninguna medida para hacer que su ascenso fuera imposible. Sin duda, el discurso es otra cuestión. Como decíamos anteriormente los discursos pueden seguir siendo radicales e incluso de ruptura. Lo importante es elaborar un producto político homologado en la práctica.
En octubre del 2011, antes de las elecciones nacionales, escribí una reflexión titulada “Todos tienen prisa por institucionalizar al movimiento 15M” 4 , en ese momento analizaba el dato curioso de que tanto intelectuales de izquierda, partidos como el PSOE o el PP e incluso algunos grupos del 15M hicieran constantes llamados a que la protesta de las calles se canalizara, bien convirtiéndose en una opción política, bien apoyando a alguna opción ya constituida o transformándose en grupo de presión al estilo lobby americano. A día de hoy ninguna de estas vías ha cuajado por lo que, desde las instancias de poder, la inestabilidad política se sigue considerando un riesgo para la estabilidad económica, es decir, para la continuidad, sin sobresaltos, del enriquecimiento de las elites.
Los resultados electorales de noviembre del 2011 fueron un balón de oxígeno para el régimen y para sus dispositivos políticos pues, aceptada la mecánica electoral, se relegitimaba el sistema aunque fuera de forma precaria y se garantizaba la continuidad de los cambios tales como el golpe de mano que significó la aprobación de la reforma del artículo 135 de la Constitución.
En nuestra primera transición la consigna electoral del cambio, el liderazgo made in USA-UE de Felipe González, el disciplinamiento del PC y la aceptación de la monarquía y de las reglas de la nueva institucionalidad, hicieron viable la nueva fase liberal. No era falso que se estuviera por el cambio: se desmanteló el sistema productivo con la famosa reconversión industrial, se liberalizó, se privatizó, se inició la desregulación del mercado de trabajo, se construyeron las bases de la burbuja inmobiliaria, etc. Algo del régimen cambió, algo del mismo continuó, y lo sustantivo, la continuidad de la acumulación de las elites y la explotación, se mantuvieron.
En la coyuntura actual, con o sin el disciplinamiento electoral, las cosas van a seguir cambiando, se va a seguir recortando el gasto público, aumentará la precariedad laboral y los trabajos miseria, se deteriorarán más aún si cabe todos los servicios públicos, aumentará la represión de la protesta, su criminalización y su silenciamiento mediático…Todos estos cambios son necesarios para terminar de implantar la nueva fase de acumulación económica. La doctrina del shock se aplica en nuestro país adaptada a la complejidad autóctona y a nuestra ubicación en el sur de Europa. Sin embargo, para ser implementada necesita poner de nuevo en valor al maltrecho sistema político. Recuperar el consenso respecto de la institucionalidad, es decir, volver a apuntalar el sistema fisurado. En este sentido, las elecciones hoy siguen siendo el instrumento más eficaz de legitimación del sistema político y de disciplinamiento social: dentro del sistema todo, fuera del sistema nada.
De forma muy intuitiva la población española que se movilizó masivamente siguiendo la consigna “no nos representan” expresaba la distancia entre opción electoral y opción de poder. En una “no democracia” ninguna opción electoral representa al pueblo. Que las elecciones posteriores no reflejaran, a través de la abstención, el rechazo masivo al sistema representativo no puede interpretarse, como parecen suponer nuevas formaciones políticas, como la inexistencia de la “opción electoral adecuada”. Caben otras interpretaciones. Una de ellas pasa por poner en relación el presente con la historia de nuestro sistema político. Es decir, el valor simbólico que el voto tiene para las generaciones que han vivido la dictadura franquista y también para aquellas que han sido socializadas en la estandarización europeista.
Otra interpretación sobre la aceptación generalizada del instrumento electoral la encontramos en la cultura política que ha generó la primera transición. Una forma de identificar lo político única y exclusivamente con lo institucional. La atomización y el encauzamiento de la sociedad civil a través del asociacionismo; y el rechazo al conflicto (identificado siempre con violencia) Quien se mueva no sale en la foto, diría Alfonso Guerra, pero la realidad es que quien se moviera aparecería en las fotos de comisaría. En esta segunda transición el poder de las elites circula entre la búsqueda del consenso, sumando adeptos al espectáculo electoral, y la represión y la violencia para los indisciplinados.
Los nuevos partidos surgidos al rebufo del 15M como el partido X, o formaciones como Equo, o la plataforma Podemos, hacen una lectura interesada e instrumental de las esperanzas y deseos que, a modo de fetiche, se depositan en el proceso electoral. En el mejor de los casos juegan al “como si” del voto, hagamos como si fuera otra cosa distinta a la que es, como si fuera algo más que un instrumento del sistema, en el peor de los casos, asumen las elecciones como el mejor camino de promoción corporativa, alcanzar una cuota de poder para su grupo a cambio de la pacificación social. De ahí que, para la plataforma Podemos, todas las energías se dirijan a captar votos vengan de donde vengan. De la izquierda transformadora, de sectores reaccionarios, cuasi-fascistas, de progresistas, de clases medias, de intelectuales, de gente común y corriente. Un vistazo a la propuesta electoral y a los siete puntos que, según su líder mediático, definen quién está con él y quien no, no dejan lugar a dudas. Como en su día el PSOE o como el slogan de la Coca-Cola, el producto ha de ser para todos, para la gente común; solo así se puede aspirar a ganar. Se rebajan las demandas, se vacía el discurso, se eluden temas escabrosos, se recogen las consignas más impactantes y con más seguidores en twitter, y se convierte en enemigo al resto de las fuerzas políticas a las que se disputa cuota de mercado.
En la coyuntura actual remozar el sistema político sólo se puede hacer con nuevas caras más mediáticas, con nuevos mensajes más postmodernos y con el reciclado de propuestas novedosas procedentes de la protesta social (autogestión, participación, horizontalidad…).
La institución electoral está sacralizada porque lo está el sistema representativo al que llamamos democracia. La fe electoral se alimenta de la impotencia, el miedo al vacío, la desesperanza o la falta de ánimo para cambiar las cosas. Pero esta sacralización es en parte responsable del estrangulamiento de las alternativas de poder popular que únicamente se hacen visibles a través de situaciones de conflicto como las movilizaciones contra los desahucios, los escarches, la toma de supermercados por el SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadores) o la rebelión vecinal de Gamonal.
El miedo, la vergüenza, el aislamiento, son lo que nos conduce a la mistificación del voto, a reproducir la lógica del fetiche que no tendrá más resultado que ahogar en la impotencia las esperanzas democráticas de este país. Pero no podemos olvidar que todavía, en la memoria colectiva que se transmite de generación en generación, perdura la utopía posible de una democracia, y los conflictos, los presentes y los que están por llegar son sólo síntomas que tratan de convertir en probable lo que de momento sólo es una posibilidad: la democracia.
De instituciones, de votaciones y de líderes
En la coyuntura actual la institucionalización es el camino para la desactivación del conflicto, las votaciones el método para la legitimación del sistema y al liderazgo político se accede por aclamación mediática.
El surgimiento de una nueva opción electoral como Podemos que aprovecha la oportunidad abierta por la doble crisis económica y política no es nuevo, opciones como Ciutadans, UPyD, IA, Equo, Partido X 5 … salieron al paso del inicio de la deslegitimación institucional y de la desafección política. Lo novedoso es el nivel de deslegitimación alcanzado por la clase política en los últimos años que hace improbable una regeneración del sistema apoyándose en rostros ya marcados. De ahí que, una Segunda transición que conjure la ruptura necesita neutralizar, de nuevo, los elementos más radicales, canalizar y desactivar el conflicto por la vía del voto para que la política siga siendo el espacio donde se negocian intereses pero no donde se disputa el poder. Insistimos en que en la coyuntura actual la opción electoral no es una vía de acceso al poder, no es el lugar donde se disputa.
El filósofo alemán Hegel entendía que las principales tareas del Estado en la nueva sociedad burguesa eran: ideológicas y políticas. Pero del siglo XVII a la actualidad, el Estado, como la economía capitalista, han sufrido un proceso de naturalización y objetivación. Percibimos al Estado burgués como El Estado –desprendido de su concreción histórica y de clase-, a la política como una técnica, y a la economía capitalista como la economía en sentido genérico (la forma de resolver las necesidades de la vida en comunidad). De la misma forma que la economía ha perdido el adjetivo “política” -para hacernos creer que detrás no existe ningún tipo de relación de poder sino el devenir objetivo y natural de las fuerzas abstractas del mercado-, la política, se ha despolitizado, es decir, desideologizado.
Esto quiere decir que la política se nos presenta como una técnica (gestión y administración de recursos), como una actividad que realizan los especialistas, los políticos, como un ámbito en el que la participación de los ciudadanos consiste en elegir a los gestores correctos y, en caso de no estar satisfechos con su actuación la posibilidad de cambiarlos cada cierto tiempo. Poco más o menos como actuaríamos en el mercado eligiendo un producto u otro en función de su presentación. En la política moderna no se pone en juego el poder, sólo su apariencia pública.
La política despolitizada nos dibuja pues un tablero en el que no hay contradicciones irresolubles, por ejemplo entre el Capital y el trabajo, sino meras negociaciones de intereses, en el que los políticos elegidos según la fuerza del número de votos obtenidos estarán en mejor o peor condición, se nos dice, para negociar los intereses de sus representados. El conflicto de clases, la explotación, no puede trasladarse a la política porque en el mismo momento en que una opción de poder real, popular, tuviera alguna posibilidad de convertirse en hegemónica, sería criminalizada y sacada fuera del tablero de juego. Así, mover ficha en un tablero trucado y con las fichas marcadas sólo podrá acrecentar el desánimo y la impotencia, a la vez que estigmatizará cualquier reivindicación o conflicto que se de fuera de los cauces establecidos.
La única vía posible para repolitizar la política, es decir, para que el parlamento vuelva a ser el lugar en donde se disputa el poder es la acumulación de poder por parte de las clases populares, acumulación capaz de cambiar el tablero, las fichas y las reglas.
Hacer cada vez más visible el conflicto y lo que tiene de universal el conflicto particular y concreto debería ser hoy la tarea fundamental de cualquier liderazgo político que aspirara a transformar este país. Esta es la vía abierta por el 15M cuando ocupa las plazas y las calles, es también el camino que abre el SAT (Sindicato andaluz de trabajadores) cuando ocupa tierras, es la vía de la PAH (Plataforma de afectados por la Hipoteca) cuando para desahucios, son los mineros cuando marchan a Madrid haciendo confluir múltiples mareas, son los maestros, los trabajadores de la salud, los trabajadores de la limpieza, son los vecinos de Alcázar de San Juan contra la privatización del agua, son las más de 36.000 manifestaciones y concentraciones en el 2012 6 . Es la lucha de los vecinos de Gamonal en vez de la opción electoral de Podemos .
Sin embargo, frente al conflicto capaz de variar la correlación de fuerzas el propio sistema despliega el capital simbólico acumulado durante la transición: los órganos de representación y las elecciones como única relación posible entre lo político y lo social. Los miedos, las amenazas y el conservadurismo generalizado hicieron el resto. En este país no caben las revoluciones sino las transiciones.
Se nos convence de que no habrá nunca victorias totales, de que frente a la violencia de las calles está la paz de las instituciones, de que no hay logros posibles que no sean convenientemente pastoreados, de que es esta democracia o el caos, el orden institucional o el fantasma de la guerra civil, se nos dice.
La política despolitizada se construye sobre el dogma de la política como técnica no sólo de gestión sino de pacificación del conflicto social por la vía de la institucionalidad. De las tertulias que simulan el enfrentamiento, al parlamento, de los intereses irreconciliables, a la negociación razonable, del pueblo, a la ciudadanía y de las mareas, al candidato. Estos son los recorridos que traza la reproducción del sistema. Las votaciones, no significará variación alguna en las relaciones de poder y explotación; y cualquier opción que tomemos de cara a las citas electorales será una opción incoherente, en el fondo, una trampa postmoderna en la que partiendo de nuestros deseos de transformación, de la defensa de nuestros intereses y de la crítica al sistema nos convertiremos en cómplices necesarios de su reproducción.
¡Orden, orden, formen una plataforma electoral!
La democracia no es un término que pueda descontextualizarse. Como cualquier concepto, como las elecciones, es una construcción histórica que ha devenido ideología legitimadora de los sistemas políticos modernos. Apelar a la democracia griega del siglo V a.c. o traducir literalmente el término como poder del pueblo es un recurso retórico útil para que los profesores de ciencias políticas ilusionemos a nuestros alumnos con una esperanza hueca que no tardan en arrojar a la papelera cuando ponen un pie en la calle. Las revoluciones modernas, la británica, la francesa y la norteamericana, no fueron revoluciones democráticas, aunque llevaran en su regazo algunos elementos revolucionarios, aunque algunos de sus pensadores tradujeran estos elementos a concepciones ideológicas revolucionarias.
La ilustración parió pensadores revolucionarios -el mismo Carlos Marx es hijo de la ilustración-, y sembró semillas transformadoras, pero sobre todo fueron momentos en los que se construyó el sistema político moderno, el Estado burgués (o Estado de Derecho), que necesitaba el modo de producción que comenzaba a convertirse en hegemónico: el Capitalismo. Los liberales anglosajones, que siempre han sido más claros y han tenido menos prejuicios, estuvieron en contra de la democracia pues tuvieron claro que era incompatible con el libre mercado. Pero igualmente tuvieron claro que utilizar el término democracia para designar a los sistemas representativos era la mejor forma de legitimarlos ante el pueblo aunque se corrieran algunos riesgos. Porque si todos somos iguales ¿qué es lo que otorga a unos el derecho a mandar sobre otros? ¿Cómo se justifica la obediencia? El derecho a elegir, el derecho al voto, es el mecanismo que legitima a unos para gobernar sobre otros, si nosotros los hemos elegido libremente hemos de obedecerlos.
El Estado y las votaciones dejan de ser instrumentos de las elites cuando hay en marcha un proceso de construcción de soberanía popular. Esta situación ha sido posible en algunos países latinoamericanos, Venezuela, Ecuador y Bolivia; y su influencia y estrategia integradora han arrastrado a otros gobiernos del área. Pero interpretar que estos procesos democráticos han sido posibles gracias a la conformación de mayorías electorales es una visión miope si no interesada que invierte la relación causa-efecto. La traslación mimética de estos procesos a una realidad tan distinta como la española sólo es posible desde la simplificación más burda y manipuladora, y su intencionalidad no es otra que la de generar el efecto propaganda. Ningún proceso de transformación social es el resultado azaroso y casual de la historia, lo cual no quiere decir que no haya cierta dosis de casualidad; el azar se da sobre lo ya construido y puede actuar a favor o en contra de la transformación.
Orden, dirección y estabilidad son las características de la institucionalización burguesa. Son las garantías que exige el Banco Central Europeo. Son los rasgos sustantivos que garantizan la reproducción del capitalismo en su fase actual, la que David Harvey llama acumulación por desposesión. Dicha acumulación, dada la trayectoria de nuestro sistema político sólo puede realizarse con una combinación adecuada de consenso y represión. De ahí que junto con las constantes propuestas de regeneración del sistema político se ponga en marcha la llamada “ley mordaza” o la reforma de la ley penal. De ahí que ante las crecientes mareas de movilización social se promuevan opciones electorales.
Sin embargo, las instituciones actuales, desde la jefatura del Estado (la monarquía), la judicatura pasando por el parlamento y los cuerpos de seguridad del Estado, no son reformables. Como decíamos en la parte segunda de este análisis la Transición española no enlaza con la institucionalidad previa a la guerra civil, no rescata la legitimidad democrática de la Segunda república sino que reformula la institucionalidad franquista. En un primer momento el régimen se trasviste pero se le ve demasiado el rabo al diablo. En la primera Transición los nuevos rostros del PSOE y la campaña electoral a la americana 7 diseñada como una campaña publicitaria por Julio Feo hicieron la labor disciplinadota que el antiguo régimen era incapaz de cumplir. Pero nos encontramos en un momento mucho más crítico que a principios de los años ochenta, en estos momentos hay opciones ya quemadas. La degradación del sistema político (la corrupción) que, según los informes alemanes es el mayor factor de desestabilización de nuestro país deja sólo dos opciones abiertas, una de ellas la franquista de los años sesenta: los tecnócratas a la política, la otra, una versión postmoderna del “cambio”: nuevas caras y promesas de honestidad.
Institucionalización y legalización van de la mano. La institucionalización ordena, estabiliza, reparte funciones, asigna tareas. Es un proceso de racionalización cuya función principal en las sociedades modernas es desactivar el conflicto canalizándolo si se trata de opciones negociables o sacándolo fuera (criminalizándolo) si no se puede institucionalizar. Desde el estallido del 15M ninguna de las movilizaciones sociales han buscado una “gestión institucional” de ahí las resistencias al proceso de institucionalización, de ahí el riesgo posible (aunque todavía no probable) de ruptura con el orden actual.
En este proceso de aumento constante de la conflictividad social muchos intelectuales, académicos y políticos han sido desplazados de los espacios de conflicto, o simplemente no estaban allí. La movilización social los ha reducido a meros acompañantes de los procesos, ni interlocutores, ni guías, ni expertos ni líderes. Muchos se han sentido defraudados, algunos han repudiado al vulgo ignorante, los menos han tomado el testigo del compromiso, y alguno que otro ha creído ver su oportunidad de salir del segundo plano para desempeñar un papel protagonista. ¿Por qué esperar a que haya una sociedad revolucionaria? ¿Y si nunca se da?
¡Votad, votad, malditos!
Cuando no existe un poder popular acumulado, las elecciones son el instrumento que legaliza y legitima el poder de las elites, son un fiel reflejo de las relaciones mercantiles, si no fuera así no habría elecciones. Los sistemas representativos modernos ponen en el mercado del voto las opciones posibles y la única libertad de los ciudadanos es elegir entre ellas. Si las instituciones, las que resultan de la hegemonía capitalista, se nos venden como productos neutros, como cascarones vacíos a la espera de ser ocupados por los sujetos adecuados, el procedimiento homologado para tal función es el electoral.
El voto es el primer instrumento de delegación de soberanía de nuestros sistemas. Es el ejercicio político al que queda reducida la participación social. Es además un acto individual, resultado de la concepción de la política también como un sumatorio de voluntades individuales. Una vez ejercido, el ciudadano puede volver a casa tranquilo, ha transferido la responsabilidad de la toma de decisiones políticas, ha depositado en el otro su voluntad para que ese otro haga lo que pueda, lo que le dejen o lo que quiera.
Cuando no existen mayorías sociales –estar en una misma situación de explotación no supone ser una mayoría social ya que para ello se necesita una misma conciencia de identidad de clase-, el voto es el constructor de las mayorías políticas postmodernas, desideologizadas, es decir, el gusto, la simpatía, la presentación del candidato, no la ideología, ni la práctica política, son los referentes de la elección.
Igual que ocurre en el mercado para otras mercancías, la concurrencia de los ciudadanos no es una concurrencia libre, está relacionada con su capacidad de compra, en el caso de las elecciones, de su cultura política, de su implicación en organizaciones, de su mayor o menor exposición a la influencia mediática. Como en el mercado, no existe una competencia real ni entre las distintas opciones ni entre los líderes correspondientes. El sistema es básicamente homogéneo. Las reglas electorales homogenizan el sistema.
Quinto Tulio Cicerón daba unos consejos a su hermano mayor en su campaña para el consulado: “Una candidatura a un cargo público debe centrarse en el logro de dos objetivos: obtener la adhesión de los amigos y el favor popular”. 8 Como vemos, ya en el año 64 antes de nuestra era, los intelectuales señalaban las pautas necesarias para lograr ser elegidos. Ambas pautas implican que las campañas electorales recauden apoyos de personas relevantes, que los contenidos de los mensajes sean lo más genérico posibles para no crear conflicto entre los posibles votantes y que se centren en los temas de mayor preocupación popular.
Todos los programas de acción de las opciones electorales actuales se centran en movilizar a la gente para que vote no en movilizarla para resolver sus problemas, para oponerse a la coacción o para tomar el poder. De este modo el compromiso que se pide es el compromiso de saber elegir a la persona correcta. Estas opciones aceptan el chantaje al que los sistemas representativos someten a la gente: ¿Y si no votamos qué hacemos? Se apoyan aquí para sacar votos. Oportunidad y oportunismo no solo tienen la misma raíz en la coyuntura actual son clones.
El desgaste de la representación política va unido al descrédito de los programas electorales. Al igual que las etiquetas de los productos en el mercado por más que leamos su composición y sus beneficios nunca podemos estar seguros de no haber sido víctimas del engaño de la propaganda. Ante esta situación las nuevas ofertas electorales proponen que sea el propio votante quien elabore el programa, de la misma forma que Ikea nos ofrece redecorar nuestra vida por poco dinero, aquí se oferta un programa a la carta. Que sean los ciudadanos quienes indiquen sus demandas a través de la participación (electrónica preferentemente), después los expertos valorarán y confeccionarán el programa, a gusto de todos.
Para una opción electoral lo fundamental es “no quedarse fuera de juego”, dejarse de pretensiones revolucionarias si de lo que se trata es de ganar. En la coyuntura actual todo diseño ganador debe dirigirse a la gente “normal”, a la gente corriente, como en aquel anuncio de la Coca- Cola :
“Para los gordos, para los flacos, para los altos, para los bajos, para los que ríen, para los miopes, para los que lloran, para los optimistas, para los pesimistas, para los que lo tienen todo, para los que no tienen nada… para los educados, para los que sufren… para los que participan, para los que suman, para los que no se callan. Para nosotros. Para todos.”
Nada mejor que la publicidad de esta empresa, apunto mandar a la calle a cientos de sus trabajadores, para expresar la distancia entre el discurso y la práctica cotidiana. Desde el momento en que el triunfo de las opciones políticas descansa en la suma de votos, el marketing político –confundido constantemente con la comunicación política- es quien tiene la última palabra.
Por eso, los medios de comunicación como en cualquier campaña para cualquier otro producto se ponen a disposición de la simplificación de los mensajes, la única forma de que llegue a un público generalizado. Cualquier opción que pretenda ser mayoritaria tendrá que enarbolar el “sentido común” como bandera. Tendrá que elevar el “sentido común” a categoría política para tener opciones de ganar. El sentido común del comprador que se deja llevar por su intuición ante el bombardeo constante de mensajes, teniendo siempre la banal esperanza de que esta vez sí, no se dejará engañar. Así, expresiones como “participación ciudadana” “empoderamiento” “apostar por la decencia” “la patria”, etc. suplirán los contenidos de un programa político que necesariamente tendría que ser excluyente.
Dado que no hay conciencia de clase, dado que no hay un “potente movimiento de masas”, ni hay “partido que catalice el malestar social”, es decir, si hay una izquierda sin unidad e impotente y el malestar social no tiene claro a donde va, ergo, démosle una salida electoral. Si la izquierda no es una alternativa real de gobierno, dicen nuestros filósofos, apoyemos a Podemos. Como opción electoral no queda claro si estas nuevas formaciones son o no de izquierdas, o si simplemente son una alternativa de gobierno aunque no sea de izquierdas, o si nada de esto tiene la menor importancia.
Pablo Iglesias o Belén Esteban
En una entrevista a Julio Feo, ex secretario de la Presidencia y coordinador de varias campañas de Felipe González, en enero de 2011 se le preguntaba por las características que debía tener hoy un buen líder a lo que Feo contestó: Los mismos que ayer y que mañana: carisma, sentido común, claridad de ideas, honestidad, un programa y una ideología claros, y ganas de trabajar 9 . Nadie mejor que este publicista formado en una empresa estadounidense y con el aval de los éxitos cosechados para el PSOE para orientar la construcción de una opción política con posibilidades de ganar. Lo interesante es la atemporalidad de su consejo y que fuera formulado en plena crisis del sistema político, pocos meses antes de que estallara el 15M.
Suponemos que en realidad Julio Feo nos señala los rasgos que debe presentar la imagen de cualquier candidato con opciones. Todos ellos están en sintonía con lo que muchos siglos antes Tulio Cicerón señalaba como recursos que un político debía manejar para movilizar a sus electores: “… hay tres cosas en concreto que conducen a los hombres a mostrar una buena disposición y a dar su apoyo en unas elecciones, a saber, los beneficios, las expectativas y la simpatía sincera, es preciso estudiar atentamente de qué manera puede uno servirse de estos recursos” 10
No cabe duda de que la nueva opción electoral maneja todos estos recursos, especialmente las expectativas y la simpatía del posible candidato. Pero existe un handicap importante, si el público al que se dirige es “normal”, el “para todos” de la Coca-Cola, para convertirse en representante de los deseos de la gente, de sus demandas, de su hartazgo, de su indignación, entonces, la formación intelectual del candidato puede ser un lastre, una pequeña marca en el currículo. La sinceridad y la honestidad de la propuesta pueden verse menguadas por el excesivo carácter intelectual del candidato.
En realidad si se tratara de coherencia, el votante de la nueva formación tendría que elegir como candidata a Belén Esteban. La narrativa del fenómeno Belén Esteban, como en las telenovelas, muestra a un personaje de extracción popular, con poca cultura, pero honesta, en la que la representación pública del personaje coincide íntegramente con la realidad del mismo. Un personaje capaz de mantener a millones de espectadores pendientes de su historia posicionándose a favor o en contra y que es elegida como “Princesa del pueblo” por aclamación popular.
El vaciamiento de la política y el voto como legitimación del sistema se corresponden con una época post-moderna donde conviven en un mismo nivel distintas formas de entender el mundo sin que se anulen entre si, la incoherencia forma parte de los relatos políticos post-modernos. A los discursos políticos sólo se les exige coherencia en la apariencia, en la puesta en escena. Así la selección de los candidatos sólo tiene dos vías posibles: la negociación de intereses al interior de los partidos políticos, o por aclamación popular. Tan escasamente participativas la una como la otra ya que en el segundo caso dicha aclamación no es posible sin la concurrencia de los medios de comunicación.
Por otro lado, las elites ilustradas han dejado de ser valoradas positivamente dada su incapacidad y falta de compromiso con las clases populares. La oferta y la demanda cuestiona el mérito como rasgo distintivo de la clase política por eso Belén Esteban tendría más posibilidades que Pablo Iglesias aunque este último si de verdad quiere convertirse en un candidato popular tendrá que rebajar cada vez más su discurso y su puesta en escena aproximándose a la narrativa de los “famosillos” con los que la gente “normal y corriente” se siente más identificada.
Dice la investigadora María Lamuedra que los shows de tele-realidad y las historias de famosillos son formatos actuales, post-modernos, de la hibridación social. Que esta hibridación ofrece un mayor poder interpretativo a los espectadores que se pueden identificar o criticar, decodificar las historias en un orden moral maniqueo u optar por una reflexión más profunda sobre los cambios culturales. Estos formatos, nos dice, son una mutación del melodrama y cumplen una función social integradora de la burguesía y las clases populares.
Podríamos aplicar este análisis a las tertulias políticas considerándolas una mutación de los antiguos debates. En ellas, no está en juego ningún argumento, ninguna reflexión, sólo la simulación del conflicto social a través de la representación discursiva banal. Los participantes pueden, gracias a su vacío de significantes, conectar con distintas sensibilidades, unas más progresistas otras más reaccionarias.
En un sistema político que se legitima apoyándose en la suma de agregados de voluntades individuales, los medios de comunicación masiva son realmente los encargados de posibilitar estos arreglos. Son una pieza clave en la selección de los candidatos. No puede ser casualidad que sólo determinadas opciones encuentren la oportunidad de salir en los medios masivos. En este sentido, tampoco es casualidad el diferente tratamiento dado a Gamonal y a Pablo Iglesias. Los medios no sólo construyen héroes y villanos, construyen opciones y líderes políticos, todo ello sobre las movedizas arenas de las emociones.
Cambiar este país de arriba abajo no será el resultado de las buenas intenciones de ningún grupo de ilustrados, tampoco las elecciones son la pócima mágica que una vez bebida nos hará más fuertes, como a Obelix, para derrotar a los enemigos del pueblo.
http://www.cubadebate.cu/opinion/2014/05/27/podemos-un-fenomeno-mediatico-que-pretende-ser-politico/#.U4b9oPl_t8H