La verdadera pandemia
Carlo Frabetti
publicado en La Haine en marzo de 2020
El corona está matando, la corona está robando, el corona y la corona están en el mismo bando.
Tan alarmante o más que la propia pandemia del coronavirus Covid-19, es el hecho de que nunca se hable de su causa última, que no es otra que el especismo: la explotación, el hacinamiento, la tortura y la canibalización masiva de animales no humanos.
A pesar de precedentes tan graves como el síndrome de las vacas locas, la gripe aviar o la peste porcina, a pesar de que la industria cárnica es una de las principales responsables de la deforestación y el cambio climático, nos resistimos a ver que el especismo no solo es una aberración ética, sino un auténtico suicidio colectivo desde el punto de vista ecológico y sanitario. Las vacas, los cerdos y los pollos son las tres especies más -y más despiadadamente- explotadas por la industria alimentaria, y no es casual que cada una de ellas haya dado lugar a una catástrofe sanitaria reciente, en lo que se podría considerar una terrible forma de justicia poética.
Los biólogos llevan años advirtiendo de que un animal estresado es un vehículo idóneo para todo tipo de patógenos; por una parte, el estrés deprime el sistema inmunológico, lo que facilita la proliferación de virus y bacterias, así como la aparición de mutaciones; y, por otra parte, los animales estresados se rascan, se autolesionan, defecan incontroladamente, y todo ello contribuye a la difusión de los gérmenes en el entorno. Y cuando ese entorno es un lugar atestado de humanos y no humanos, como un mercado de animales o una granja de explotación intensiva, la mutación de virus y bacterias y su propagación interespecífica es un riesgo permanente.
Independientemente de que fuera o no el pangolín el huésped intermedio entre el murciélago y el ser humano, o de que el mercado de animales de Wuhan fuera o no el foco inicial de la pandemia, los expertos consideran muy improbable que el virus pasara directamente de los murciélagos a los humanos (por no hablar de las teorías conspiranoicas) y creen que, con toda probabilidad, el reservorio intermedio del Covid-19 fue algún animal doméstico; y no precisamente una mascota, sino alguno de los animales que hacinamos, matamos y devoramos de forma sistemática, sistémica.
Lamento profundamente el sufrimiento y las muertes que está provocando esta pandemia (y no solo por motivos altruistas, puesto que, por mi avanzada edad, formo parte de la población de riesgo); pero, en la medida en que es la consecuencia directa de un especismo tan extendido como despiadado, nos la merecemos, igual que nos merecemos el cambio climático, igual que nos mereceremos la extinción de nuestra especie si no tomamos medidas drásticas y urgentes para detener las conductas autodestructivas. Y una de esas medidas, una de las más urgentes e importantes, es dejar de esclavizar, hacinar, torturar, matar y devorar a los animales no humanos.
No son las vacas las que están locas, sino los humanos que se las comen.
El corona y la corona
Entre el corona y la corona (por no hablar de la Corinna) hay un nexo mucho mayor que el de la mera similfonía o la coincidencia en el tiempo de sus manifestaciones más aparatosas, y si hubiera que definir ese nexo con una sola palabra, esa palabra sería “negación”.
En psicología, se denomina “negación” al mecanismo de defensa por el cual una persona -o una colectividad- no quiere aceptar determinados hechos o aspectos de la realidad cuya asunción la obligaría a cambiar de conducta. Si aceptamos que el consumo de productos de origen animal es una de las principales causas de la deforestación, del cambio climático y de las catástrofes sanitarias, no podemos comer carne sin sentirnos culpables. Y si aceptamos que el denominado “rey emérito” es un ladrón y un asesino de elefantes, implicado en los negocios más sucios como cómplice de los tiranos del norte de África y de Oriente Próximo, no podemos aceptar la monarquía sin sentirnos, cuando menos, estúpidos.
Se sabía desde hacía mucho tiempo que Juan Carlos Borbón elogiaba públicamente a Franco, uno de los dictadores más sanguinarios del siglo XX (¿qué pensaríamos si Angela Merkel elogiara a Hitler?), y que se había enriquecido desmedidamente de forma ilícita, por no hablar de sus flagrantes adulterios y sus matanzas de animales de especies protegidas; pero hasta que sus delitos económicos no han sido denunciados por los medios de comunicación extranjeros, nadie -o casi nadie- quería darse por enterado.
Y ahora que la verdad ya es imposible de ocultar, relativizar o minimizar, entramos en la fase de la posverdad, o de lo que los psicólogos denominan “disonancia cognitiva”, que es la verdadera pandemia de nuestro tiempo (pues, además de letal para el raciocinio, es altamente contagiosa y se difunde, sobre todo, por los medios de comunicación). Ya no se puede ocultar la verdad ni restringir su difusión; pero se puede mirar hacia otro lado o, mejor aún, cerrar los ojos. Juan Carlos Borbón dejará de salir en la tele y en las revistas del corazón, y nos olvidaremos de él y de sus fechorías, por lo que es probable que, cuando nos despertemos del sueño de la razón, la corona siga ahí.
Esperemos que no ocurra lo mismo con el Covid-19. El rápido aumento del vegetarianismo y el antiespecismo en los últimos años es un dato esperanzador, como lo es la creciente implicación de las/os jóvenes en la lucha contra el cambio climático. Pero no podemos bajar la guardia ni un momento, no podemos descuidar ningún frente en la lucha contra la destrucción de la naturaleza, que, en última instancia, es la lucha contra el capitalismo; porque, de lo contrario, cuando nos despertemos el corona también seguirá ahí.