En un sentido marxista se denomina trabajo complejo o cualificado a todo aquel trabajo socialmente condensado y multiplicado por el aprendizaje, aquel que exige una formación especial, una preparación profesional más dilatada que el promedio.
El trabajo complejo no equivale, por lo tanto, a un trabajo más intenso; tampoco se diferencia por la mayor habilidad o pericia del trabajador, que es un rasgo peculiar de cada trabajador en concreto: no alude al trabajo de dos trabajadores de la misma profesión sino de dos trabajadores de profesiones diferentes. En cualquier clase de trabajo lo que importa no es su característica individual, la del trabajador en concreto, sino sus rasgos generales en una sociedad determinada, es decir, importa el trabajo socialmente necesario.
El trabajo complejo se diferencia del trabajo simple en que el valor de los productos del trabajo cualificado es mayor y en que el valor de la fuerza de trabajo cualificada -su salario- es también mayor. La primera diferencia es propia de cualquier economía mercantil, ya que caracteriza a las personas como fabricantes de mercancías; pero la segunda es característica del capitalismo porque singulariza a las personas como compradoras y vendedoras de fuerza de trabajo respectivamente.
Los economistas burgueses defienden las tesis de la creciente cualificación de la fuerza de trabajo porque, según dicen, las nuevas tecnologías requieren una fuerza de trabajo especializada. Afirman que el trabajo simple va siendo sustituido por trabajo complejo y parecen dar a entender que el trabajo simple es propio de obreros, mientras que el trabajo complejo sería lo característico de las burguesía y de los intelectuales asociados a ella. Según la burguesía han aumentado las tareas que exigen mayor cualificación y preparación, surgiendo sectores de nuevos trabajadores especializados que gozan de un estatuto social mayor y mejores condiciones económicas.
A partir de estas teorías burguesas, en los años setenta los eurorrevisionistas sentenciaron la desaparición del contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, promoviendo una supuesta "alianza" entre las fuerzas del trabajo y de la cultura. Pero según Marx la división del trabajo sólo se convierte en verdadera división a partir del momento en que se separan el trabajo físico y el espiritual, lo que pone de manifiesto la trascendencia de esta contradicción. Habrá que examinar de nuevo la cuestión y comprobar, una vez más, si la evolución capitalista ha caminado por derroteros distintos de los previstos por Marx. Así lo vienen sosteniendo la mayor parte de los "expertos" de la burguesía, quienes dicen que emerge una nueva civilización donde el ‘saber’ se perfila como el factor determinante. Para ellos el saber no se materializa en forma de capital fijo sino en un cambio del trabajador y sus funciones en el empleo que desempeña.
Sin embargo, todas esas tesis burguesas y reformistas son en sí mismas contradictorias: es imposible que un volumen de trabajo masificado, como es hoy el de los técnicos y oficinistas, se mantenga con un control de esos trabajadores sobre su propio proceso de trabajo. Cuando el trabajo se masifica, se produce una redivisión del trabajo que escinde de nuevo el trabajo intelectual y el manual, que reintroduce de nuevo la especialización, de modo que el trabajo intelectual se simplifica y se hace tan rutinario y poco creativo como el manual.
La especialización, la división del trabajo es un fenómeno contradictorio, del cual los burgueses sólo tienen en cuenta un aspecto; mientras la división social del trabajo contribuyó a mejorar el valor de uso de las mercancías y a quien las producía, la división capitalista del trabajo sólo servía para incrementar el valor de cambio y beneficiar a su propietario; resulta valiosa para el progreso de la sociedad, pero disminuye la capacidad de cada trabajador individualmente considerado. Se trata, en consecuencia, de un fenómeno con dos aspectos contradictorios, pues aunque, por un lado, represente un progreso histórico y una etapa necesaria en el proceso económico de formación de la sociedad, por otro lado, es un medio de explotación civilizada y refinada.
La división capitalista del trabajo adquiere un relieve acusado con la gran industria y el maquinismo. El salto de la herramienta a la máquina reforzó las taras de la explotación laboral: el peso de la producción pasa de la fuerza de trabajo hábil en el manejo de su instrumento, al artefacto mecánico del cual el obrero es un apéndice. La herramienta multiplicaba la precisión, la rapidez o la habilidad del trabajador; la máquina funciona independiente y uniformemente, cualquiera que sea quien la gobierne. Ya no hace falta conocer el oficio sino que basta conocer el funcionamiento de la máquina. En la manufactura, la división del trabajo es subjetiva, depende de la forma de trabajar del obrero; en el maquinismo es objetiva: está en función de la velocidad y el ritmo de la máquina.
Según Marx, en la medida en que aumenta la división del trabajo, éste se simplifica. La pericia especial del obrero no sirve ya de nada. Se le convierte en una fuerza productiva simple y monótona, que no necesita poner en juego ningún recurso físico ni espiritual. Su trabajo es ya un trabajo asequible a cualquiera. Esto hace que afluyan de todas partes competidores; y, además, cuanto más sencillo y más fácil de aprender es un trabajo, cuanto menor coste de producción supone asimilarlo, más disminuye el salario, ya que éste se halla determinado, como el precio de toda mercancía, por el coste de producción La maquinaria produce los mismos efectos en una escala mucho mayor, al sustituir los obreros diestros por obreros inexpertos. La técnica moderna sustituye el trabajo complejo y superior por otro más simple y de orden inferior.
Los sistemas automatizados de maquinaria presuponen la concentración de grandes masas de trabajadores, porque su función consiste precisamente en reemplazar la capacidad de trabajo excesiva. Un modo de trabajo se transfiere del trabajador al capital bajo la forma de la máquina y cómo, mediante esta transposición se desprecia su capacidad de trabajo. De ahí la lucha de los obreros contra la maquinaria. La división capitalista del trabajo aniquila y destruye al trabajador en beneficio del capitalista: Es el proceso de producción el que manda sobre el hombre y no éste sobre el proceso de producción; el obrero se convierte en el órgano mecanizado, limitado y vitalicio de una función rutinaria.
La automatización no solo no eleva la cualificación del trabajo sino que destruye el trabajo cualificado y lo sustituye por trabajo simple. El capital no puede asumir que el trabajador domine el proceso de producción; el progreso técnico no es neutral sino que persigue reforzar el dominio sobre el trabajador, tiende a anular la habilidad individual del trabajador, la maestría del oficio, porque hace indispensable al trabajador y le concede el control sobre el proceso de producción; éste tiene que ser automatizado y rutinizado de manera que todo trabajador sea sustituible por otro. Sólo el capitalista puede ser imprescindible.
Las formas de introducción de los sistemas automatizados de maquinaria fueron impuestas por los propios capitalistas en diversas épocas y calificados de taylorismo, fordismo y toyotismo. El taylorismo, por ejemplo, impuso la mecanización de tareas, forzando al obrero a desempeñar siempre idénticas funciones parciales y elementales, reduciendo así su trabajo a mero tiempo de trabajo, igual a sí mismo. Por contra, el fordismo impulsó la cadena de montaje como instrumento de coordinjación de las diversas labores especializadas que cada obrera desempeña. Todos esos sistemas se desarrollaron en sucesivas fases, tras un minucioso análisis de los procesos de trabajo. Primero se sistematizaba y codificaba el oficio, que hasta entonces sólo era una práctica laboral no transparente, de manera que se pudiera transmitir a terceros. Las tareas de cada oficio se descomponían en sus elementos más simples y homogéneos, para que pudieran ser expurgados y clasificados todos y cada unos de sus movimientos. Luego esos elementos simples se volvían a combinar del modo más eficiente. Finalmente, cada trabajador pasaba desempeñar una de esas tareas simplificadas al máximo. Ese proceso fue el que permitió que entraran en la producción mujeres y niños como máximo ejemplo de que ningún obrero era imprescindible en ninguna fábrica.
De ese modo el capitalista se adueñaba de la pericia del trabajador y controlaba el proceso de producción para extraer el máximo de plusvalía relativa, multiplicando la intensidad del trabajo y reduciendo los tiempos muertos en la producción. La técnica capitalista no es neutral: es tanto una técnica de producción como una técnica de dominación, de control y de sumisión. Marx insistió en ello muchas veces.
El objetivo de la oposición entre el trabajo manual y el intelectual no es otro que perpetuar la dominación sobre el obrero en el proceso de producción. La tendencia capitalista es a la expropiación del conocimiento técnico del trabajador, de su habilidad y pericia, y su concentración un grupo reducido de técnicos y expertos subordinados directamente al patrono. Ese fue el fenómeno que Marx describió, al apuntar cómo bajo el capitalismo deben predominar siempre los peones, la mano de obra no cualificada.
El progreso científico y tecnológico no se materializa en el crecimiento de la cualificación de la fuerza de trabajo sino en un sistema automático de maquinaria, de capital fijo, cuyos efectos sobre la fuerza de trabajo son precisamente los opuestos, la descualificación y simplificación de las funciones laborales. Con la automatización el proceso de producción deja de ser un proceso de trabajo; el trabajador pierde su habilidad y pasa a ser un apéndice de la máquina. El obrero indispensable es muy caro y muy difícil de contratar, porque no abundan en el mercado. Por eso todos los esfuerzos del capital apuntan en la dirección de obtener una mano de obra accesible a cualquier puesto de trabajo.
El trabajo complejo no equivale, por lo tanto, a un trabajo más intenso; tampoco se diferencia por la mayor habilidad o pericia del trabajador, que es un rasgo peculiar de cada trabajador en concreto: no alude al trabajo de dos trabajadores de la misma profesión sino de dos trabajadores de profesiones diferentes. En cualquier clase de trabajo lo que importa no es su característica individual, la del trabajador en concreto, sino sus rasgos generales en una sociedad determinada, es decir, importa el trabajo socialmente necesario.
El trabajo complejo se diferencia del trabajo simple en que el valor de los productos del trabajo cualificado es mayor y en que el valor de la fuerza de trabajo cualificada -su salario- es también mayor. La primera diferencia es propia de cualquier economía mercantil, ya que caracteriza a las personas como fabricantes de mercancías; pero la segunda es característica del capitalismo porque singulariza a las personas como compradoras y vendedoras de fuerza de trabajo respectivamente.
Los economistas burgueses defienden las tesis de la creciente cualificación de la fuerza de trabajo porque, según dicen, las nuevas tecnologías requieren una fuerza de trabajo especializada. Afirman que el trabajo simple va siendo sustituido por trabajo complejo y parecen dar a entender que el trabajo simple es propio de obreros, mientras que el trabajo complejo sería lo característico de las burguesía y de los intelectuales asociados a ella. Según la burguesía han aumentado las tareas que exigen mayor cualificación y preparación, surgiendo sectores de nuevos trabajadores especializados que gozan de un estatuto social mayor y mejores condiciones económicas.
A partir de estas teorías burguesas, en los años setenta los eurorrevisionistas sentenciaron la desaparición del contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, promoviendo una supuesta "alianza" entre las fuerzas del trabajo y de la cultura. Pero según Marx la división del trabajo sólo se convierte en verdadera división a partir del momento en que se separan el trabajo físico y el espiritual, lo que pone de manifiesto la trascendencia de esta contradicción. Habrá que examinar de nuevo la cuestión y comprobar, una vez más, si la evolución capitalista ha caminado por derroteros distintos de los previstos por Marx. Así lo vienen sosteniendo la mayor parte de los "expertos" de la burguesía, quienes dicen que emerge una nueva civilización donde el ‘saber’ se perfila como el factor determinante. Para ellos el saber no se materializa en forma de capital fijo sino en un cambio del trabajador y sus funciones en el empleo que desempeña.
Sin embargo, todas esas tesis burguesas y reformistas son en sí mismas contradictorias: es imposible que un volumen de trabajo masificado, como es hoy el de los técnicos y oficinistas, se mantenga con un control de esos trabajadores sobre su propio proceso de trabajo. Cuando el trabajo se masifica, se produce una redivisión del trabajo que escinde de nuevo el trabajo intelectual y el manual, que reintroduce de nuevo la especialización, de modo que el trabajo intelectual se simplifica y se hace tan rutinario y poco creativo como el manual.
La especialización, la división del trabajo es un fenómeno contradictorio, del cual los burgueses sólo tienen en cuenta un aspecto; mientras la división social del trabajo contribuyó a mejorar el valor de uso de las mercancías y a quien las producía, la división capitalista del trabajo sólo servía para incrementar el valor de cambio y beneficiar a su propietario; resulta valiosa para el progreso de la sociedad, pero disminuye la capacidad de cada trabajador individualmente considerado. Se trata, en consecuencia, de un fenómeno con dos aspectos contradictorios, pues aunque, por un lado, represente un progreso histórico y una etapa necesaria en el proceso económico de formación de la sociedad, por otro lado, es un medio de explotación civilizada y refinada.
La división capitalista del trabajo adquiere un relieve acusado con la gran industria y el maquinismo. El salto de la herramienta a la máquina reforzó las taras de la explotación laboral: el peso de la producción pasa de la fuerza de trabajo hábil en el manejo de su instrumento, al artefacto mecánico del cual el obrero es un apéndice. La herramienta multiplicaba la precisión, la rapidez o la habilidad del trabajador; la máquina funciona independiente y uniformemente, cualquiera que sea quien la gobierne. Ya no hace falta conocer el oficio sino que basta conocer el funcionamiento de la máquina. En la manufactura, la división del trabajo es subjetiva, depende de la forma de trabajar del obrero; en el maquinismo es objetiva: está en función de la velocidad y el ritmo de la máquina.
Según Marx, en la medida en que aumenta la división del trabajo, éste se simplifica. La pericia especial del obrero no sirve ya de nada. Se le convierte en una fuerza productiva simple y monótona, que no necesita poner en juego ningún recurso físico ni espiritual. Su trabajo es ya un trabajo asequible a cualquiera. Esto hace que afluyan de todas partes competidores; y, además, cuanto más sencillo y más fácil de aprender es un trabajo, cuanto menor coste de producción supone asimilarlo, más disminuye el salario, ya que éste se halla determinado, como el precio de toda mercancía, por el coste de producción La maquinaria produce los mismos efectos en una escala mucho mayor, al sustituir los obreros diestros por obreros inexpertos. La técnica moderna sustituye el trabajo complejo y superior por otro más simple y de orden inferior.
Los sistemas automatizados de maquinaria presuponen la concentración de grandes masas de trabajadores, porque su función consiste precisamente en reemplazar la capacidad de trabajo excesiva. Un modo de trabajo se transfiere del trabajador al capital bajo la forma de la máquina y cómo, mediante esta transposición se desprecia su capacidad de trabajo. De ahí la lucha de los obreros contra la maquinaria. La división capitalista del trabajo aniquila y destruye al trabajador en beneficio del capitalista: Es el proceso de producción el que manda sobre el hombre y no éste sobre el proceso de producción; el obrero se convierte en el órgano mecanizado, limitado y vitalicio de una función rutinaria.
La automatización no solo no eleva la cualificación del trabajo sino que destruye el trabajo cualificado y lo sustituye por trabajo simple. El capital no puede asumir que el trabajador domine el proceso de producción; el progreso técnico no es neutral sino que persigue reforzar el dominio sobre el trabajador, tiende a anular la habilidad individual del trabajador, la maestría del oficio, porque hace indispensable al trabajador y le concede el control sobre el proceso de producción; éste tiene que ser automatizado y rutinizado de manera que todo trabajador sea sustituible por otro. Sólo el capitalista puede ser imprescindible.
Las formas de introducción de los sistemas automatizados de maquinaria fueron impuestas por los propios capitalistas en diversas épocas y calificados de taylorismo, fordismo y toyotismo. El taylorismo, por ejemplo, impuso la mecanización de tareas, forzando al obrero a desempeñar siempre idénticas funciones parciales y elementales, reduciendo así su trabajo a mero tiempo de trabajo, igual a sí mismo. Por contra, el fordismo impulsó la cadena de montaje como instrumento de coordinjación de las diversas labores especializadas que cada obrera desempeña. Todos esos sistemas se desarrollaron en sucesivas fases, tras un minucioso análisis de los procesos de trabajo. Primero se sistematizaba y codificaba el oficio, que hasta entonces sólo era una práctica laboral no transparente, de manera que se pudiera transmitir a terceros. Las tareas de cada oficio se descomponían en sus elementos más simples y homogéneos, para que pudieran ser expurgados y clasificados todos y cada unos de sus movimientos. Luego esos elementos simples se volvían a combinar del modo más eficiente. Finalmente, cada trabajador pasaba desempeñar una de esas tareas simplificadas al máximo. Ese proceso fue el que permitió que entraran en la producción mujeres y niños como máximo ejemplo de que ningún obrero era imprescindible en ninguna fábrica.
De ese modo el capitalista se adueñaba de la pericia del trabajador y controlaba el proceso de producción para extraer el máximo de plusvalía relativa, multiplicando la intensidad del trabajo y reduciendo los tiempos muertos en la producción. La técnica capitalista no es neutral: es tanto una técnica de producción como una técnica de dominación, de control y de sumisión. Marx insistió en ello muchas veces.
El objetivo de la oposición entre el trabajo manual y el intelectual no es otro que perpetuar la dominación sobre el obrero en el proceso de producción. La tendencia capitalista es a la expropiación del conocimiento técnico del trabajador, de su habilidad y pericia, y su concentración un grupo reducido de técnicos y expertos subordinados directamente al patrono. Ese fue el fenómeno que Marx describió, al apuntar cómo bajo el capitalismo deben predominar siempre los peones, la mano de obra no cualificada.
El progreso científico y tecnológico no se materializa en el crecimiento de la cualificación de la fuerza de trabajo sino en un sistema automático de maquinaria, de capital fijo, cuyos efectos sobre la fuerza de trabajo son precisamente los opuestos, la descualificación y simplificación de las funciones laborales. Con la automatización el proceso de producción deja de ser un proceso de trabajo; el trabajador pierde su habilidad y pasa a ser un apéndice de la máquina. El obrero indispensable es muy caro y muy difícil de contratar, porque no abundan en el mercado. Por eso todos los esfuerzos del capital apuntan en la dirección de obtener una mano de obra accesible a cualquier puesto de trabajo.