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    Antorcha - Los cambios en la composición de la fuerza de trabajo

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    Antorcha - Los cambios en la composición de la fuerza de trabajo Empty Antorcha - Los cambios en la composición de la fuerza de trabajo

    Mensaje por Manifiesto Dom Oct 14, 2012 4:31 pm

    Los cambios en la composición de la fuerza de trabajo

    SUMARIO:


    — Introducción
    — La pequeña burguesía
    — La proletarización de la fuerza de trabajo
    — Los ‘gastos muertos’ del capital social
    — La clase obrera
    — El sector terciario
    — El trabajo cualificado
    — El trabajo de oficina
    — La ley de la pauperización creciente
    — El lumpenproletariado

    La burguesía monopolista, a coro con los revisionistas, viene proclamando a los cuatro vientos el fin de la clase obrera. Como consecuencia del progreso técnico -afirman- se imponen las clases medias, representadas por los técnicos y oficinistas. Este proceso significaría dos cosas: que el trabajo intelectual sustituiría progresivamente al trabajo manual y que el trabajo complejo sustituiría al trabajo simple. Por un lado, la clase obrera se aburguesa como consecuencia del descenso del número de trabajadores que desempeñan tareas manuales frente a los trabajadores intelectuales o de cuello blanco. Por el otro, la transformación de la ciencia en fuerza productiva habría supuesto una elevación del nivel promedio de cualificación de la fuerza de trabajo. Según estas tesis, los trabajadores manuales están siendo sustituidos progresivamente por técnicos cualificados; los obreros industriales mantienen su número, pero crecen mucho más rápidamente los profesionales que prestan sus servicios en el sector terciario. Nos encaminamos -aseguran- hacia la sociedad postindustrial, dominada por los expertos, tecnócratas y burócratas. Lo mismo que se pasó de una etapa agrícola a otra industrial, ahora estaríamos en la víspera de una nueva etapa técnica y burocrática, cuyos prototipos son el ingeniero y el contable. En esta nueva fase social se ha impuesto el trabajo cualificado, lo que supone un importante desarrollo del sistema educativo y el predominio de los intelectuales que, por lo demás, no serían ni burgueses ni proletarios sino una tercera especie social cualtitativamente distinta de las dos anteriores, porque ya no importará tanto el tener sino el saber. En la sociedad que se avecina, imperará el pragmatismo y las normas de la eficacia, para lo que se deberá producir una profunda desideologización: los que sólo tienen opiniones deberán callar ante los que tienen conocimientos; los técnicos pasarán a ocupar el lugar de los políticos; el mercado, y con él el propio capitalismo, van siendo sustituídos por la planificación como un imperativo insoslayable dictado por la nuevas tecnologías: El enemigo del mercado no es la ideología sino el ingeniero, escribió Galbraith (1). La lucha de clases desaparecerá porque la sociedad será cada vez más homogénea. Nos aproximamos hacia una era anodina donde, desaparecidas las ideologías, imperará el pensamiento único: la ciencia y la técnica son neutrales, el desarrollo de las fuerzas productivas es siempre positivo y la división del trabajo incuestionable.

    La evolución de la fuerza de trabajo desmentiría la tesis de Marx acerca de la progresiva proletarización que caracterizaría al capitalismo. Es indiscutible que una parte creciente de la case obrera (que alcanza a un tercio en la actualidad) está compuesta por cuadros técnicos, titulados y profesionales, es decir, de trabajadores en los que, por definición, parece que deberían predominar las tareas intelectuales sobre las manuales. Además, a todos esos técnicos hay que sumar el creciente volumen de trabajadores de oficina, de características similares a los anteriores, lo que acentuaría ese cambio en la composición de la fuerza de trabajo, favorable al trabajo complejo o cualificado.

    Toda esa serie de elaboraciones académicas se fundamentan en tópicos, cada cual más superficiales, por los que se identifica al proletariado con el trabajador manual de la industria, el trabajo manual con las jornadas laborales penosas y agotadoras y, finalmente, la actividad laboral prototipo sería la fabricación de mercancías y no la prestación de servicios, etc. Los sociólogos burgueses definen las clases sociales sin relación ninguna con las relaciones de producción y en base al nivel de ingresos, a un impreciso status social o a consideraciones subjetivas como la conciencia política o la consideración sobre sí mismos y su posición social. Así por ejemplo, una de sus tesis más difundidas consiste en definir como clase media a los trabajadores por cuenta ajena (2).

    Pero partiendo de tales premisas es claro que sólo se obtiene una caricatura de la realidad actual. El capitalismo no ha alterado ninguno de sus fundamentos económicos en doscientos años de evolución, de modo que ni el monopolismo ni tampoco la crisis económica han supuesto ningún cambio cualitativo importante en la composición y estructura de las clases sociales, ni en España ni en ningún otro país. Pero sí se han sucedido cambios cuantitativos interesantes de resaltar que, lejos de refutar, confirman al pie de la letra y una por una las aseveraciones que Marx realizó hace ya más de un siglo.

    La pequeña burguesía

    La población activa de este país, es decir, las personas en edad de trabajar y que tienen empleo o lo buscan, la componen unos catorce millones (dieciseis millones en la última encuesta), de los que más de las tres cuartas partes (once millones) son asalariados. El resto, es decir, tres millones, son burgueses y, sobre todo, pequeños burgueses. Esa supuesta clase media, por tanto, es una exigua minoría, una parte muy reducida, compuesta exactamente por 3.139.000 ciudadanos, de los que sólo el 11 por ciento dispone de asalariados, es decir, que la burguesía propiamente dicha, aquella que explota la fuerza de trabajo ajena, sólo la componen unos 350.000 españoles. El 63 por ciento de las empresas tiene menos de 5 trabajadores y el 88 por ciento menos de 20; sólo unas 25.000 empresas facturas más de 200 millones anuales y se calcula en unas 35.000 las que disponen de una contabilidad fiable.
    Se trata, por tanto, de una burguesía muy débil, prácticamente autónomos auxiliados por familiares en sus negocios. En consecuencia, la mayor parte de los no asalariados son autónomos, trabajadores independientes, pequeños agricultores, pescadores, ganaderos, comerciantes, profesionales liberales y vendedores. Una pequeña burguesía agrícola y urbana muy dispersa.

    La pequeña empresa subsiste porque no compite con los grandes monopolios sino que, por el contrario, les beneficia. Entre ellas hay dos situaciones bien diferenciadas. Por un lado, hay un pequeño número de pequeñas empresas muy avanzadas tecnológicamente, que normalmente son sucursales de los monopolios: el 80 por ciento de las empresas de ingeniería tienen menos de 50 trabajadores. Por el otro, hay toda una constelación de pequeñas empresas marginales que no sólo no obtienen la cuota media de ganancia, sino que no obtienen ninguna ganancia en absoluto. Este tipo de empresas marginales sostienen, por un lado, unos salarios muy bajos, ya que cualquier elevación les ocasiona pérdidas y, por el otro, unos precios elevados para poder seguir subsistiendo, precios de monopolio. Es esta situación la que les permite sobrevivir a ellos y preservar los grandes beneficios de los monopolios. Sólo cuando a los monopolios les interesa rescatar una parte del mercado, reducen los precios para eliminar a las empresas marginales y quedarse con su cartera de clientes.

    Con la acumulación y la penetración capitalista en todas las áreas económicas, la pequeña burguesía ve reducirse el número de sus efectivos; se trata de una capa social cada vez más exigua y empobrecida, que sobrevive porque no tiene otra salida que continuar, ya que cerrar su negocio no sólo no le da derecho a cobrar el desempleo sino que le costaría dinero. El declive de la pequeña burguesía, en su mayor parte, proviene de la reducción del campesinado agrícola y ganadero independiente. Si en los años sesenta fueron los jornaleros, campesinos sin tierras quienes tuvieron que emigrar, ahora han sido los pequeños propietarios rurales los que han tenido que abandonar sus tierras. Marx describió así este fenómeno: La clase obrera se recluta también entre capas más altas de la sociedad. Hacia ella va descendiendo una masa de pequeños industriales y pequeños rentistas para quienes lo más urgente es ofrecer sus brazos junto a los brazos de los obreros. Y así, el bosque de brazos que se extienden y piden trabajo es cada vez más espeso, al paso que los brazos mismos que lo forman son cada vez más flacos (3).

    El sector más importante de los autónomos sigue siendo el comercio, con más de un millón de cotizantes a la Seguridad Social. Pero el pequeño comercio y la agricultura, tradicionalmente asociados a la pequeña burguesía, están en declive, mientras crece el número de autónomos en el sector servicios y en nuevas profesiones, como por ejemplo el transporte, la hostelería y la construcción. En los demás sectores, el autónomo ya era una figura conocida con anterioridad, pero en la construcción se está desarrollando por influjo de la crisis económica y constituye ya la cuarta parte de total del empleo en el sector. En el transporte, los autónomos constituyen el 80 por ciento del sector; hay 137.000 camiones pesados y nada menos que 120.000 empresas, lo que significa que se trata de trabajadores que sólo disponen de un único camión.

    De los más de tres millones de autónomos, 2.622.678 cotiza en el régimen especial de trabajadores autónomos; otros 310.684 lo hace en el agrario, y 16.786, en el del mar. A estos tres grupos habría que sumar los empleados del hogar y aquéllos que han sustituido la Seguridad Social por alguna mutualidad profesional -es el caso de muchos abogados- para hacerse una idea de lo extenso y heterogéneo que es este colectivo.

    Como mínimo un 30 por ciento de los autónomos, unos 780.000 trabajadores, provienen de la sustitución del salario por tiempo de trabajo al salario a destajo. Todos ellos son los antiguos obreros del gremio que ahora trabajan aparentemente por su cuenta y subcontratados por el antiguo patrón. Reciben el total de sus ingresos del mismo capitalista, cumplen un horario y están sometidos a un jefe, aunque aparentemente no mantienen una relación laboral con la empresa. Los autónomos no tienen ninguna forma de negociar con la empresa para la cual trabajan sus condiciones laborales, ni tampoco las tarifas. Tienen todas las obligaciones de un empresario (18 por ciento de IRPF, IVA e impuesto de actividades económicas) y ninguno de los derechos de los asalariados.

    Por eso el número de trabajadores autónomos ha crecido un 20'7 por ciento desde 1990. Es una de las consecuencia de las nuevas tecnologías, como el teletrabajo, así como de la política de flexibilización del mercado de trabajo, impuesta por la burguesía monopolista y que ha supuesto la pérdida de todos los derechos laborales de los trabajadores. Desaparecen los descansos y vacaciones, la seguridad social se la paga el propio autónomo, así como las herramientas de trabajo, todo ello en beneficio de las grandes empresas contratistas, cuya función se reduce a servir de intermediarios y quedarse con todas las ganancias. Esta situación es la que propició la dura huelga del transporte en febrero de 1997.

    La pequeña burguesía, por una parte, es una capa social fuertemente sacudida por la crisis y por la creciente monopolización de la economía; por el otro es un sector que tratan de reforzar con la fórmula del autoempleopara reducir las cifras del paro. Se trata de un grupo social fuertemente empobrecido por la reducción de los salarios. Es fácilmente constatable por todas las calles de nuestras ciudades, que los comercios tradicionales se ven obligados a cerrar y otros recién abiertos a duras penas subsisten, porque la capacidad adquisitiva de los trabajadores apenas alcanza para comer y pagar la vivienda. El pequeño comercio está además sometido a la desventajosa competencia de las grandes superficies (Pryca, Continente, Hipercor, Alcampo) que amenazan con arruinarlo definitivamente, ya que incluso han llegado a devorar a otro gran almacén, como ha sido el caso reciente de Galerías Preciados.

    Los autónomos no tienen derecho a cobrar el subsidio de desempleo, deben pagar más si desean acogerse a la incapacidad temporal, que además disfrutan sólo a partir del decimoquinto día, y su pensión media es un 43 por ciento más baja que la de los asalariados. Otro ejemplo de las desigualdades con el régimen general de la Seguridad Social está en los accidentes de trabajo. Si un taxista asalariado tiene un accidente de tráfico se considera accidente laboral, pero si éste es autónomo se considera un incidente de tráfico. La base mínima de cotización es un 41 por ciento más alta que para el resto de los trabajadores.

    Pues este el es panorama hacia el que pretenden conducir a los trabajadores sindicatos como la UGT. Ofrecen pagar el desempleo de una sola vez para que con ese dinero y préstamos bancarios, cada parado pueda organizar su propio negocio. Transformar al trabajador en un pequeño burgués es otra manera más de liquidar los derechos sociales adquiridos a lo largo de estos años. En esa misma dirección apuntan todas las fórmulas de economía social recientemente ideadas, tales como las sociedades anónimas laborales, las cooperativas de trabajo asociado, etc. En abril de 1996 los trabajadores de las minas de Río Tinto en Huelva se hacían cargo de su propia empresa (en realidad de sus deudas) y su primera idea fue la de aumentar las horas de trabajo.

    La proletarización de la fuerza de trabajo

    El grueso de la población española, el español medio de verdad, es el trabajador por cuenta ajena, el trabajador dependiente. El fenómeno social más importante que se viene produciendo en los últimos años es el crecimiento del trabajo dependiente, lo que expresa la concentración de los medios de producción en manos de una minoría y el expolio de una mayoría creciente, que se ve obligada a vender su fuerza de trabajo. Está progresando un fenómeno calificado de salarización de la fuerza de trabajo. Esto se observa incluso en las profesiones liberales más significativas; por ejemplo, un 7 por ciento de los farmacéuticos ya no disponen de su propio negocio sino que están empleados por grandes laboratorios; lo mismo le sucede al 28 por ciento de abogados, 42 por ciento de médicos, 49 por ciento de arquitectos, hasta llegar a otros titulados, como los ingenieros o los economistas, donde más del 90 por ciento trabaja a sueldo. El volumen de asalariados crece rápidamente y hoy componen la mayor parte de la fuerza de trabajo: hace treinta años sólo sumaban siete millones de personas, por lo que han crecido un 50 por ciento, mientras que la pequeña burguesía (que es el grueso de la población no asalariada) hace treinta años la componían más de cuatro millones y medio de personas, por lo que se ha reducido en una tercera parte. Los sociólogos burgueses gustan hablar de movilidad social, como si se tratara de un fenómeno continuo de promoción social, que llevará a todas las grandes masas obreras a disponer de sus propios medios de producción, cuando en realidad esa movilidad es una permanente expoliación que obliga a sectores cada vez más extensos de la población a vender su fuerza de trabajo para subsisitir, esto es, una proletarización persistente y sistemática.
    Pero hasta hora hemos visto el fenómeno en términos absolutos; la misma conclusión se obtiene analizando esta evolución en términos relativos: la pequeña burguesía hace treinta años constituía el 40 por ciento de la población activa, mientras que hoy sólo representan la tercera parte. Es claro, en consecuencia, que se viene produciendo en España un proceso creciente de proletarización de la sociedad, que este país está cada vez más polarizado, entre una masa que no dispone más que de su fuerza de trabajo y otra, cada vez más reducida, que acumula todos los medios de producción. Se verifica así, una vez más, la afirmación de Marx de que la acumulación del capital supone un aumento del proletariado, es decir, el desarrollo capitalista crea en uno de los polos capitalistas más poderosos y, en el otro, incrementa el número de asalariados que no disponen más que de su fuerza de trabajo. Uno de los efectos de la acumulación capitalista es precisamente el crecimiento absoluto y constante del proletariado, que llega a resultar excesivo para las necesidades de la producción y pasa al paro, a la reserva.

    Sin embargo, los asalariados no constituyen una masa social homogénea ya que están muy diversificados y no pueden constituir una clase social por sí mismos. Los ingresos de esos asalariados no provienen de una misma fuente, no son idénticos cualitativamente por su origen, ya que unos provienen de los presupuestos públicos, otros de rentas, otros de la plusvalía, etc. Todos los obreros son asalariados pero no todos los que trabajan por cuenta ajena pueden calificarse de obreros en sentido estricto; los asalariados son un grupo mucho más amplio, en el que no todos forman parte de la clase obrera. Ni siquiera son realmente asalariados todos los que oficialmente se clasifican como tales a efectos estadísticos, porque cualquier sueldo no es salario sino sólo lo que forma parte integrante del capital variable.

    Para clasificar al conjunto de los asalariados es imprescindible tener en cuenta la división del trabajo, porque el capitalismo no solamente congrega a grandes cantidades de personas en las urbes y en los centros productivos, sino que además los organiza y distribuye de una forma peculiar, bajo la forma de la división capitalista del trabajo. Si bien la división social del trabajo, lo que Marx calificó de división del trabajo en general, la que se verifica entre la agricultura y la industria y, a su vez, entre la minería y la metalurgia, etc., ya era conocida en anteriores modos de producción, el capitalismo introduce como novedad la división del trabajo en particular, es decir, la división del trabajo dentro de la fábrica. Esta distinción, como advirtió el propio Marx, no es meramente cuantitativa sino esencial y decisiva. Mientras la división social del trabajo es la que puede explicar, en parte, la aparición del denominado sector servicios, la división del trabajo en particular es la que permite empezar a comprender el trabajo de oficina que por oposición al taller, es representativo de la contradicción entre el trabajo intelectual y el manual; mientras en la fábrica (división del trabajo en particular) desarrolla la tiranía del capitalista, en la sociedad (división social del trabajo) conlleva la anarquía del mercado. La división del trabajo implica la contradicción entre el campo y la ciudad, entre el hombre y la mujer, entre los adultos y los niños, entre el trabajo manual y el intelectual, entre la producción y el intercambio, etc.

    No existe, sin embargo, una frontera insalvable entre una forma y otra de división del trabajo, por cuanto frecuentemente fragmentos de la producción de una misma empresa se independizan y forman unidades productivas en sí mismas. Por ejemplo, numerosas sociedades de servicios no son más que antiguas tareas y funciones que antes se localizaban dentro de las oficinas de las grandes empresas, como consultorías técnicas, administrativas, etc. Las empresas de trabajo temporal, consideradas también como servicios, son otro caso idéntico, en el que funciones de una empresa se sacan fuera de su estructura formal y aparecen como servicios aparentemente autónomos. En las grandes empresas el mantenimiento lo efectuaban antes equipos de obreros de la propia empresa, mientras que actualmente lo hace la empresa fabricante de la maquinaria: la venta de capital fijo supone un compromiso de mantenimiento para el vendedor, que habitualmente subcontrata esta responsabilidad con una pequeña empresa de servicios; a su vez esta empresa, en realidad, no repara la maquinaria sino que se limita a detectar la avería y susitituir la pieza defectuosa por otra nueva, de modo que la empresa suministradora vende la maquinaria o piezas de ella varias veces al mismo comprador. La división del trabajo en particular consigue así que grupos de funciones que antes desempeñaban las propias empresas por sí mismas, ahora se extraigan de su interior y obtengan autonomía funcional, pasando a prestar sus servicios no solamente a su matriz, sino a cualquier otra empresa. De ese modo se intensifica la especialización, mejora la productividad y disminuyen los costes.

    Las clasificaciones oficiales que manejan los monopolistas (trabajadores agrarios, industriales y de servicios) son las que inducen a la confusión, para dar verosimilitud a su tesis sobre la desaparición de la clase obrera. Según las estadísticas burguesas, de los dieciseis millones de trabajadores activos, tres millones están en el paro, un millón están ocupados en la agricultura (si bien no todos son asalariados), 3'7 son obreros industriales (proletarios en sentido estricto) y otros 7'7 son trabajadores del sector terciario o servicios: banca, seguros, hostelería, comercio, transporte, oficinas, etc.

    Las cifras que ofrecen acerca del número de parados, no son creíbles. La tasa de actividad en España es sospechosamente baja, ya que ronda el 50 por ciento frente al 66'3 por ciento en Europa, lo que significa que hay mucha gente que desmoralizada ya ni siquiera busca empleo y desaparecen de los registros oficiales; por ejemplo, para las mujeres es de sólo un 21'2 por ciento, lo que significa que sólo una de cada cinco mujeres trabaja o busca empleo, lo que no resulta verosímil. Los datos oficiales muestran que la tasa de desempleo alcanza al 24 por ciento de la población activa y que un 29 por ciento de los ocupados (más de tres millones) trabaja en la economía sumergida y no figuran como parados, sino como inactivos, es decir, trabajadores desmoralizados que ni siquieran se inscriben en las oficinas de empleo para que les proporcionen una ocupación legalizada. Y mientras muchos adultos no buscan siquiera trabajo, hay entre 500.000 y 800.000 menores de 16 años trabajando en España de manera ilegal.

    Según estos datos, el proletariado industrial viene experimentando una pérdida de importancia relativa en favor de los asalariados del sector servicios. Los trabajadores de este sector son los únicos que han crecido con la crisis, mientras la reconversión ha reducido ligeramente el volumen de obreros industriales. Durante los años de milagro económico el proletariado industrial había crecido numéricamente en más de medio millón de obreros y ahora este proletariado se ha reducido en unos 800.000 trabajadores, es decir, menos que hace treinta años. Lo componen actualmente 2.300.000 trabajadores, de los que una tercera parte no está directamente vinculada a la producción, sino que son administrativos y técnicos que expresan la contradicción entre el trabajo manual y el intelectual, entre el trabajo simple y el complejo. El resto, es decir, 1.600.000 obreros, constituyen el proletariado propiamente dicho, el núcleo del aparato productivo español. Este núcleo proletario, que parece cuantitativamente reducido, es vital desde el punto de vista económico y sigue siendo el motor básico, tanto económica como socialmente:

    El capital industrial -escribía Marx- es la única forma de existencia del capital en que es función de éste no sólo la apropiación de la plusvalía o del producto excedente, sino también su creación. Este capital condiciona, por tanto, el carácter capitalista de la producción; su existencia, lleva implícita la contradicción de clase entre capitalistas y obreros asalariados. A medida que se va apoderando de la producción social, revoluciona la técnica y la organización social del proceso de trabajo, y con ellas el tipo histórico-económico de sociedad. Las otras modalidades de capital que aparecieron antes de ésta en el seno de estados sociales de producción pretéritos o condenados a morir, no sólo se subordinan a él y se modifican con arreglo a él en el mecanismo de sus funciones, sino que ya sólo se mueven sobre la base de aquel, y por tanto viven y mueren, se mantienen y desaparecen con este sistema que les sirve de base. El capital-dinero y el capital-mercancías, en la medida en que aparecen, con sus funciones, como exponentes de una rama propia de negocios al lado del capital industrial, no son más que modalidades de las distintas formas funcionales que el capital industrial asume unas veces y otras abandona dentro de la órbita de la circulación, modalidades sustantivadas y estructuradas unilateralmente por la división social del trabajo (4).

    Excluidas las finanzas, la industria representa en España el 89 por ciento de la producción total y es en este sector donde se concentran los grandes monopolios. Pero además, la importancia social y política del proletariado es mucho mayor que su volumen cuantitativo, por lo que sigue siendo correcta la tesis de Lenin: La fuerza principal del movimiento consiste en el grado de organización de los obreros de las grandes fábricas, donde se concentra la parte predominante de la clase obrera, no sólo por su número, sino más bien por su influencia, desarrollo y capacidad de lucha. Cada fábrica debe convertirse en una fortaleza nuestra (5). Aunque su número se ha reducido ligeramente, el proletariado industrial produce cinco veces más que hace treinta años, lo que significa que su explotación se ha multiplicado -como mínimo- también por cinco. El proletariado industrial produce el grueso de la plusvalía y, por tanto, la acumulación capitalista depende de ello. No sólo el crecimiento del sector servicios sino todo el sistema económico gira en torno a este núcleo del capital productivo. Todo esto demuestra que el proletariado sigue siendo, a pesar de la crisis, por su número y por su estratégica vinculación a los sectores claves del aparato productivo, el motor básico y fundamental que decide el curso de los acontecimientos y, en consecuencia, el que debemos ganar para nuestra causa.

    Dentro del proletariado hay un fenómeno impulsado por la crisis que es importante destacar: el cambio en la localización geográfica de las nuevas inversiones que está creando nuevos núcleos proletarios en regiones que antes carecían de tradición obrera. Durante los años de milagro económico el proletariado industrial se había concentrado geográficamente en unos pocos núcleos territoriales, los llamados entonces polos de desarrollo; en 1974 sólo la mitad del proletariado se agrupaba en cuatro provincias (Barcelona, Madrid, Vizcaya y Valencia). Hoy los viejos núcleos industriales empiezan a perder población: uno de cada tres trabajadores vascos está todos los años sometido a expediente de regulación de empleo y una cuarta parte de los despidos se produce en Euskadi. Por el contrario, las nuevas inversiones buscan áreas vírgenes para instalarse y preferentemente se han localizado en Levante y en el valle del Ebro, en busca de trabajadores inexpertos, dóciles y fácilmente explotables. En este movimiento ha influido la especulación inmobiliaria de finales de los ochenta: la venta de los terrenos de la fábrica para instalarse en otro lugar con otro nombre y con trabajadores eventuales. Las buenas comunicaciones desempeñan un papel clave en este fenómeno, siendo significativo el caso de Zaragoza, punto estratégico en la autopista Bilbao-Barcelona, con salidas portuarias al Mediterráneo y al Atlántico, con una autovía que enlaza con Madrid, con la próxima terminación del túnel de Somport que permitirá atravesar los Pirineos para enlazar cómodamente con Francia y disponiendo de dos aeropuertos infrautilizados tras el cierre de la base militar americana. No es de extrañar por ello que se haya instalado allí una empresa tan importante como General Motors en Figueruelas y otra tan característica como la multinacional de mensajería UPS. Por contra, las viejas comarcas industriales, especialmente las de Asturias y Vizcaya, experimentan el crecimiento alarmante de extensas bolsas de paro juvenil y de trabajadores prematuramente jubilados.

    Finalmente, hay que deshacer el mito de la incorporación de la mujer al trabajo que incluso se utiliza como justificante del incremento de las cifras de paro. Entre la fuerza de trabajo nunca ha estado históricamente ausente la mujer, sino todo lo contrario, la mujer ha desempeñado siempre las tareas más ingratas, menos cualificadas y peor remuneradas. Por eso su trabajo nunca fue tomado en consideración: oficialmente la mujer no trabajaba, no obstante su presencia permanente en todas las actividades dentro y fuera del hogar familiar.

    Los académicos han empezado a tomar en cuenta este fenómeno cuando ha empezado a trabajar la mujer burguesa y sólo porque la mujer burguesa ha ocupado puestos cualificados, como corresponde lógicamente a su clase. Una tercera parte de las mujeres que trabajan tienen título universitario, mientras que sólo un 17 por ciento de los varones laboralmente activos tiene ese nivel académico. Esto prueba que sólo se contabilizan los trabajos de la mujer cualitativamente superiores, y no los subalternos. Entonces se ha empezado a hablar de incorporación de la mujer al trabajo como cosa novedosa, olvidando el papel decisivo de la mujer proletaria. A mediados del siglo XIX en Inglaterra la mitad del proletariado era femenino (6).

    Hoy la situación laboral de la mujer trabajadora sigue siendo la misma de siempre, ocupando los peores puestos, los peor remunerados y con contratos precarios. El 35 por ciento de la fuerza de trabajo es femenina y en el mismo puesto de trabajo a mujer cobra la mitad que el hombre (El Pais, 6 de diciembre de 1996); el 65 por ciento del empleo temporal (a tiempo parcial) corresponde a la mujer. En las estadísticas laborales la situación laboral de la mujer ha pasado de inactiva, de no figurar siquiera, a parada; el progreso del capitalismo en este campo consiste en que, por fin, a la mujer por lo menos se la empieza a contabilizar.

    Otro cambio interesante experimentado por el proletariado es su envejecimiento: el promedio de edad de los obreros en 1976 era de 36 años, mientras que diez años más tarde era de más de 40 años. En 1976 una tercera parte del proletariado tenía menos de 30 años, en tanto que hoy casi todos los menos de esa edad están en el paro. La clase obrera viene experimentando una situación generacional dual: los padres trabajan y mantienen a sus hijos, que no pueden encontrar empleo.

    NOTAS:

    (1) El nuevo estado industrial, Sarpe, Barcelona, 1984, pgs. 69 y 88.
    (2) T.B.Bottomore: Las clases en la sociedad actual, La Pléyade, Buenos Aires, 1973, pgs.38 a 41.
    (3) «Trabajo asalariado y capital», en Obras Escogidas, Ayuso, Madrid, 1975, tomo I, pgs.90-91
    (4) El Capital, Fondo de Cultura Económica, México, 1973, II-1, pg.51.
    (5) «Carta a un camarada sobre nuestras tareas de organización», en Obras Completas, tomo VI, pg.265.
    (6) Engels: La situación de la clase obrera en Inglaterra, Júcar, Madrid, 1978, pg.141. También Marx escribió al respecto: El elemento predominante, con mucho, en el personal fabril, lo forman los obreros jóvenes (menores de 18 años), las mujeres y los niños (El Capital, cit., I-13, pg.373).
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    Antorcha - Los cambios en la composición de la fuerza de trabajo Empty Re: Antorcha - Los cambios en la composición de la fuerza de trabajo

    Mensaje por Manifiesto Dom Oct 14, 2012 4:33 pm

    Los ‘gastos muertos’ del capital social

    Las diferenciaciones que establecen los monopolistas en sus estadísticas laborales no solamente no son válidas sino que tampoco pueden explicar los nuevos fenómenos laborales y sociales que viene experimentando el capitalismo. Por otro lado, tampoco es suficiente la clasificación entre trabajadores dependientes (por cuenta ajena) e independientes (por cuenta propia), sino que hay que añadir la que diferencia el trabajo productivo del improductivo y, finalmente, la de trabajo explotado y trabajo de explotación. Según esta clasificación, son trabajadores improductivos los que no sólo no producen plusvalía para el patrón sino que la consumen; y es trabajo de explotación todo aquel cuya función consiste en tomar decisiones para exprimir cada vez más a los verdaderos trabajadores, controlando y dominando el proceso de producción en su conjunto.
    Pero además, la productividad del trabajo no se puede analizar ni desde el punto de vista del obrero ni tampoco desde el punto de vista de una unidad productiva tomada aisladamente, sino desde la perspectiva del capital social, considerado en su conjunto. El carácter productivo del trabajo depende del carácter productivo del capital. La fuerza de trabajo está subordinada al capital y sigue los movimientos de éste. Analizado de esta forma, no todo trabajador productivo crea realmente plusvalía; un futbolista crea plusvalía para su patrono pero globalmente considerado no añade plusvalía sino que sólo la reparte. Los capitales improductivos, aunque proporcionen beneficios a un capitalista concreto, no añaden plusvalía al conjunto sino que distribuyen la ya generada. El trabajo está subordinado al capital, por lo que sólo será socialmente productivo aquel trabajo que esté al servicio de un capital productivo. Aisladamente considerados los capitales improductivos rinden un beneficio al capitalista, pero socialmente no añaden más plusvalía de la ya existente, porque simplemente acaparan una parte de la que se genera en la producción.

    Por tanto, a las diferenciaciones que hemos realizado hay que añadir otra más, en función de que el trabajo se realice para capitales productivos o improductivos, de modo que si prescindimos del trabajo que tiene lugar al margen de las relaciones de producción capitalistas, por ejemplo, en la artesanía, es improductivo el trabajo que aunque funcione para valorizar capital, desempeña tareas improductivas, lo que a su vez tiene dos manifestaciones:

    — en cuanto a la división social del trabajo, son los capitales invertidos en la circulación (a su vez subdivididos en capitales mercantil y bancario)

    — en cuanto a la división del trabajo en particular se manifiesta en los gastos burocráticos destinados a las oficinas (7).

    Mientras Marx analizó el primer aspecto en su Historia crítica de las teorías de la plusvalía y en el capítulo inédito de El capital, estudió el segundo aspecto en el tomo II de El capital, calificándolos de gastos muertos del capital. Por ejemplo, los presupuestos del Estado representan el gasto muerto por antonomasia, la carga más importante que tienen que soportar los trabajadores en sus nóminas, ya que no generan riqueza ni plusvalía sino que la absorben.

    Los dos análisis de Marx no son contradictorios sino complementarios uno del otro. Así por ejemplo, el trabajo de oficina no es siempre improductivo, ya que en ella, además de las tareas burocráticas y de administración, es donde se planifica y diseña la producción. En su seno coexisten, por tanto, tareas productivas e improductivas.

    La situación actual que explica el crecimiento del sector servicios, al mismo tiempo que la creciente salarización deriva de aquí precisamente, de que mientras el trabajo improductivo ha disminuido fuera del ámbito de las relaciones de producción capitalistas, se ha incrementado dentro de ellas; si crece la fuerza de trabajo improductiva es porque crecen los capitales improductivos, porque aumenta el capital invertido en la circulación y, paralelamente, aumentan los gastos de oficina. El fenómeno es, por tanto, doble y de sentido opuesto, pues si bien existe una penetración creciente del capital en áreas económicas antes sometidas al trabajo independiente, lo que incrementa el volumen de asalariados, no todos esos capitales se invierten en la producción, ya que muchos de ellos están destinados a la circulación y, por tanto, no engendran plusvalía.

    Pero con ello no explicamos aún las razones por las cuales crecen los capitales improductivos, y más exactamente, por qué crecen el capital comercial y el bancario. El crecimiento de los capitales improductivos tiene su origen en la producción en masa, en las dificultades de realización, en la superproducción crónica, en el estancamiento de los mercados, en la crisis permanente y, sobre todo, en las crecientes exigencias de control impuestas por el capitalismo monopolista de Estado. Este último punto, relativo a las exigencias de control derivadas del capitalismo monopolista de Estado, lo examinaremos luego, por lo que nos concentraremos, por el momento, en los capitales mercantiles y bancarios. La importancia de los capitales mercantiles dimana del papel que desempeñan en la circulación del capital:

    — aceleran el ritmo de circulación del capital, por lo que indirectamente aumentan la plusvalía

    — extienden el mercado, amplían la escala de las operaciones y mejoran la división del trabajo entre capitalistas, estimulan la productividad del capital industrial y su acumulación al elevar su cuota de ganancia reteniendo una parte menor del capital en la órbita de la circulación como capital dinero.

    Las empresas dedicadas a la venta no engendran directamente valor sino que se trata de actividades improductivas que viven de los márgenes de plusvalía que deja el capital productivo. Ante el abarrotamiento de los mercados, los grandes monopolios intentan diferenciar la producción y diversificar los valores de uso para arrebatar los mercados al competidor e imponer sus propias marcas comerciales, lo que da lugar a ese característico fenómeno de la sociedad de consumo de nuestros días. Los valores de uso vienen creciendo a escalas astronómicas y los monopolios se esfuerzan en diferenciar los suyos de los de los competidores, por lo que el capital comercial pasa a desempeñar una función trascendental. Para ganar cuota de mercado hay que dejar obsoletas a las mercancías que ya están en el mercado, desvalorizarlas frente al último modelo, lo cual da la impresión momentánea de que el mercado no está aún saturado. La importancia creciente de la moda pone al descubierto la creciente agudización de la competencia entre capitalistas por acaparar unos mercados cada vez más saturados. El sostenimiento de las marcas implica cuantiosos gastos publicitarios, que elevan los costos de producción y encarecen los productos pero al mismo tiempo, a la sombra de los monopolios se crean industrias dedicadas al transporte, la venta, la publicidad, el diseño, el almacenaje y la mercadotecnia. Como escribe Moszkowska: Cuanto más se retrae el consumo de las masas con respecto a la creciente productividad, tanto más cuesta la atracción de clientela. Si la capacidad de absorción del mercado no se adapta a la creciente oferta, cada descenso de los costos de producción tiene como consecuencia un aumento de los gastos comerciales. Proporcionalmente al aumento de la productividad del trabajo humano en la producción de mercancías, tiene lugar una disminución en la esfera de la distribución. Los costos de distribución aumentan diariamente y amenazan con sobrepasar a los costos de producción (8). El fabricante no vende directamente al cosumidor sino a través de una poderosa red de comercialización en la que es imprescindible invertir importantes capitales, porque sólo de ese modo es posible trasladar las mercancías desde el lugar en que se producen hasta el mismo domicilio del consumidor, salvando muchas veces miles de kilómetros de distancia.

    Por su parte, el capital bancario también desempeña en el capitalismo varias funciones muy importantes, que Marx sintetizó esquemáticamente en tres aspectos:

    — nivelación de las cuotas de ganancia de los capitales industriales

    — disminución de los gastos de circulación, lo que se consigue economizando dinero (promoviendo transacciones sin dinero, acelerando su circulación e introduciendo papel-moneda) y restringiendo la parte del capital que tiene que existir siempre en forma de capital-dinero

    — creación de sociedades por acciones, lo que a su vez amplía la escala de las operaciones económicas (9).

    El crecimiento actual del capital bancario está también estrechamente vinculado al surgimiento del imperialismo, donde sus funciones adquieren aún mayor relevancia, generando gigantescos capitales rentistas y especulativos que expolian riquezas por todo el mundo.

    Pero ni el capital comercial ni el capital bancario crean plusvalía, sino que reciben una parte de la que crea el capital productivo; no participan de la creación sino de la distribución de la plusvalía. Cada vez se invierten más capitales, no para crear nueva riqueza, sino para dar salida a la que ya está producida. Todos esos capitales improductivos giran en torno al sistema productivo industrial y no son más que fases necesarias para el movimiento cíclico del capital en su conjunto, por más que la división del trabajo les proporcione una vida propia aparente; por tanto, si crecen no es como causa sino como consecuencia de la plusvalía creciente del capital productivo. De aquí que las políticas económicas socialdemócratas hayan insistido siempre en los capitales improductivos, dado su carácter puramente distributivo y no creador de plusvalía.

    El decrecimiento relativo del número de trabajadores productivos está en proporción a su creciente productividad, en tanto que el trabajador improductivo crece como consecuencia de ese incremento de la explotación. Ahora bien, independientemente del análisis que se pueda desarrollar desde el punto de vista del capital social tomado en su conjunto, desde el punto de vista subjetivo, para un trabajador empleado por un capital improductivo, esa circunstancia es irrelevante, porque independientemente de ello, está siendo explotado igual que cualquier otro y, en consecuencia, forma parte de la clase obrera. También es independiente de si su trabajo es manual o intelectual, de si trabaja en una fábrica o en un hipermercado, en una oficina o en un taller, de si elabora mercancías o presta servicios; su salario se mide del mismo modo y su fuente de ingresos es la misma, aunque varíe su cuantía: el salario es capital variable y dimana de la transformación de su fuerza de trabajo en mercancía que el patrono compra para valorizar su capital, para extraer plusvalía.

    La clase obrera

    El crecimiento de la población asalariada es el paso primero e imprescindible para el fortalecimiento de la clase obrera. Pero no todo el que vive de un sueldo es un obrero sino que, muy al contrario, hay quienes no son más que brazos que el propio capitalista compra para mantener la dominación, el control y la vigilancia sobre la clase obrera. Todo trabajador productivo es un asalariado, pero no todo asalariado es un trabajador productivo, decía Marx (10). Sin embargo, no hay oficios en sí mismos productivos o improductivos, sino que eso depende de las relaciones de producción: la enfermera de la seguridad social es una trabajadora improductiva y la de una clínica privada es productiva. Hay sectores laborales que aunque se pretendan hacer pasar por trabajadores y vivan de un sueldo, son improductivos y además su papel consiste en estrujar la capacidad de trabajo de los demás. Muchos de los capitalistas, por ejemplo, para evadir impuestos figuran como empleados de sus propias empresas, aunque su sueldo no es más que una parte de la plusvalía. También es el caso de los capataces, controladores, supervisores, vigilantes, asesores, gestores, miembros de los departamentos de personal de las grandes empresas, etc.
    Lo que diferencia al trabajador productivo del improductivo no es que su trabajo sea útil o necesario, porque un médico puede desarrollar una función imprescindible pero su trabajo no engendra un ápice de plusvalía y, en consecuencia, puede ser improductivo. Tampoco tiene en cuenta que sea trabajador manual o un técnico cualificado, que fabrique mercancías o preste servicios, que trabaje en la industria o en los denominados servicios. Lo importante es que venda su fuerza de trabajo a un capitalista, que adelanta el capital y se aprovecha de los rendimientos de ese trabajo.

    Los asalariados que realizan un trabajo de explotación tampoco forman parte de la clase obrera, ya que su función es una prolongación del papel del capitalista, en cuyo nombre actúan. Estas capas laborales tienen una doble naturaleza: se parecen a la clase obrera porque están obligadas a vender su fuerza de trabajo a cambio de un sueldo, pero se oponen a ella porque su oficio no consiste más que en someter y dominar al verdadero proletariado. El capitalista delega en ellos su capacidad de mando, pero su tarea está llena de contradicciones, ya que al tiempo son asalariados. Hay algunos titulados, por ejemplo, que cobran una parte de sus ingresos en función de los beneficios de la empresa; por tanto, tienen interés en intensificar la explotación de los trabajadores y se enfrentan a ellos. Su fuente de ingresos es mixta, parte salario y parte plusvalía, pero en realidad no son más que cómplices del capitalista, a cuyo dictado se subordinan. Son muy numerosos los que cobran pluses y extras al margen de la nómina, incluso en especie: acciones, tarjeta de crédito, préstamos a bajo interés, coche, ropa, comidas, gastos de representación, etc.

    El poder absoluto de dirección, control y vigilancia del capitalista en su empresa no sólo proviene de que es quien paga al trabajador (y como dice el refrán, el que paga manda), sino que también tiene una raíz técnica: hoy día el proceso de producción es un fenómeno colectivo que exige coordinación de un número importante de trabajadores. En una economía mercantil simple, el trabajador era un artesano que dominaba el proceso de producción, desde el principio hasta el final; el sastre diseña el traje, corta la tela y cose el conjunto por sí mismo. El capitalismo fracciona todas esas funciones de manera que cada trabajador sólo realice una parte de todo el proceso y se especialice en ella. La mercancía no es ya fruto de un trabajador individual sino obra colectiva, en la que muchos trabajadores actúan coordinadamente bajo el mando del capitalista.

    Hoy el volumen de trabajadores dedicados a la coordinación del proceso de producción es mucho mayor, y si bien una parte muy minoritaria sigue vinculada al capital, la gran mayoría ha perdido sus privilegios y su posición es muy semejante a la de los trabajadores manuales. Antes asumían esas funciones los trabajadores más próximos al capitalista, familiares y personal de su confianza. Este fenómeno en el capitalismo premonopolista era muy reducido; esos trabajadores eran verdaderos privilegiados que por su proximidad al patrón participaban de sus secretos y cobraban una parte de la plusvalía. Pero el monopolismo ha acentuado este fenómeno; la propiedad del capital se ha separando de la gestión, transformando a los primeros en meros rentistas que viven de los dividendos de sus acciones, dejando la dirección de la empresa en manos de expertos y técnicos. Engels y Lenin ya hablaron del desarrollo de la aristocracia obrera, que es la fuente que alimenta el reformismo y la socialdemocracia, reclutando a sus miembros entre los sectores privilegiados de asalariados, profesionales y técnicos.

    Estos sectores profesionales tampoco son homogéneos, porque por su posición en el proceso de producción, asumen funciones de dirección propias del capitalista y participan de sus intereses. Antiguamente los técnicos desempeñaban un papel claramente represivo dentro de la empresa: personificaban al capitalista frente el obrero, hacían de puente entre ambos para imponer la disciplina laboral y organizar y distribuir las tareas. Estas funciones no han desaparecido por completo, pero la creciente división del trabajo es un fenómeno que viene incidiendo poderosamente en la composición de estos sectores de la fuerza de trabajo, si bien subsiste la oposición entre el trabajo manual y el intelectual, entre el trabajo simple y el complejo. En los países capitalistas más fuertes los empleados de las oficinas y servicios ganan bastante menos que un obrero especializado de la industria (11).

    En la sociedad capitalista no existen castas ni estamentos que separen rígida y absolutamente a unos sectores sociales de otros, sino que se extiende una continuidad de trabajadores y oficios, socialmente muy próximos unos de otros, interconectados por la división del trabajo y por el mercado. Así es posible comprender la definición que Lenin elaboró de clase social: Las clases son grandes grupos de hombres que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan en un sistema de producción social históricamente determinado, por las relaciones en que se encuentran con respecto a los medios de producción (relaciones que en su mayor parte las leyes refrendan y formalizan), por el papel que desempeñan en la organización social del trabajo y, consiguientemente, por el modo de percibir y la proporción en que perciben la parte de riqueza social de que disponen (12). El concepto de clase social (y por tanto de clase obrera) aunque se fundamenta principalmente en criterios económicos, no tiene por base sólo los criterios laborales sino que incluye también aspectos sociales y políticos. Marx decía que el capital no es una fuerza personal, sino una fuerza social. No forman parte de la clase obrera aquellos empleados que ejercen funciones de dirección en las empresas ni los que, además del salario, obtienen una parte de sus ingresos de la plusvalía. Pero al mismo tiempo, no significa que sean capitalistas ni tampoco meros agentes del capitalismo, ya que puede tratarse de sectores intermedios que se encuentran en situaciones contradictorias y, por tanto, predispuestos a adoptar posiciones vacilantes entre unos y otros. Como escribió Marx los diferentes individuos sólo forman una clase en cuanto se ven obligados a sostener una lucha común contra otra clase, pues por lo demás ellos mismos se enfrentan unos con otros, hostilmente en el plano de la competencia. La sociedad es un continuo: no puede darse una definición única ni simple que separe tajantemente a unos trabajadores de otros, porque la situación de la fuerza de trabajo es extraordinariamente compleja y se encuentran todo tipo de situaciones concretas, que resultaría discutible pormenorizar. Marx reconocía en su época la existencia de tres clases sociales: la burguesía, la aristocracia y el proletariado (13); Mao, por su parte, desarrolló un análisis mucho más complejo en la China de la primera mitad del siglo pasado. En los países capitalistas más evolucionados de nuestra época, entre los que se encuentra España, la sociedad tiende a polarizarse entre la burguesía y el proletariado, sin que ello pueda permitir olvidar la existencia de sectores intermedios, que no son las viejas clases medias de naturaleza pequeño burguesa, sino sectores asalariados que tienden a confluir y confundirse con la clase obrera, verdadera mayoría social que soporta toda la estructura del país sobre sus espaldas.

    El sector terciario

    El sector terciario tampoco es homogéneo sino que es estadísticamente residual, por lo que aludir a una supuesta terciarización de la sociedad es no decir absolutamente nada. Las encuestas oficiales siguen inflando las cifras de este sector para justificar así el final de la clase obrera, cuando, en realidad, tales cifras no demuestran nada por sí mismas, porque no se trata de un sector económico, ya que en el mismo se engloban tanto capitales productivos como capitales mercantiles y financieros, tanto trabajadores productivos como improductivos, tanto funcionarios del Estado del como trabajadores explotados. El prototipo que utilizan para caracterizar a este sector terciario es el turismo, un sector que en España proporciona 671.000 empleos directos y 476.200 indirectos, un 8'1 por ciento de la población activa. Pero en realidad tampoco el turismo es una rama económica por sí misma sino un compendio de otras muchas y muy diversas: en el turismo está comprendido el transporte, la construcción, la hostelería, etc. La imagen proyectada del sector terciario se corresponde otras veces con el de los servicios personales, cuando en realidad, el proceso de terciarización va ligado a una etapa de absoluta primacía de la producción. El auge de los servicios no está ligado al crecimiento del consumo y el ocio sino que su parte principal son los servicios a la producción, a los que hay que añadir otros dos capítulos importantes, la sanidad y la educación, estos dos últimos caracterizados por tratarse de servicios públicos.
    Hay un rasgo característico importante de los trabajadores que prestan servicios en lugar de fabricar mercancías: tienen un dominio del proceso de producción que no existe entre los trabajadores industriales. En la prestación de servicios coinciden la producción y el consumo en el mismo instante, sin personas interpuestas, de modo que no se le puede separar al trabajador de su producto. La calidad del producto, su valor de uso, depende del que presta el servicio y, frecuentemente, se establece una vinculación personal y directa entre el trabajador y el usuario. Mientras las mercancías se fabrican hoy día en masa y uniformemente, los servicios son personales e irrepetibles. Esta situación le proporciona ventajas considerables al trabajador, le rodea de un carácter de profesionalidad que le asemeja a los viejos artesanos; por eso entre ellos arraiga más el corporativismo que la conciencia de clase.

    El crecimiento del volumen de trabajadores de los servicios ya fue adivinado por Marx, quien escribió: Con el desarrollo de la producción capitalista todos los servicios se transforman en trabajo asalariado y todos sus ejecutantes en asalariados, teniendo en consecuencia, esa característica en común con el trabajador productivo [lo cual] induce tanto más a la confusión entre unos y otros por cuanto es un fenómeno característico de la producción capitalista y generado por la misma (14). Las encuestas califican de trabajadores de los servicios o del sector terciario a muchos asalariados industriales, como es el caso del transporte, en los que existen empresas tan importantes como Renfe o Iberia, y no hay que olvidar que Marx consideraba que todos los servicios de comunicaciones, en general, formaban parte de la industria. No se puede afirmar, en consecuencia, que los trabajadores de los servicios realicen tareas improductivas (15), pues su aportación es fundamental debido a la creciente especialización y división del trabajo, así como al cambio en la localización geográfica de las nuevas inversiones, que hacen del comercio y el transporte trascendentales sectores económicos. Los crecientes problemas de realización han desplazado los capitales productivos hacia la circulación, de modo que hoy ramas enteras productivas de los servicios que antes estaban reservadas a la producción en pequeña escala, al negocio familiar, ahora aparecen controlados por multinacionales. Tal es el caso, ya mencionado, del comercio minorista, que va siendo sustituido por los grandes hipermercados. Del mismo modo, la telefonía no es ya solamente un servicio personal sino un mecanismo fundamental de la producción que facilita la transmisión de datos, la automatización y, en definitiva, acelera la velocidad de rotación del capital y disminuye el coste de producción.

    La mayor parte de los trabajadores de los servicios en nada se diferencian de los demás asalariados; es más, la crisis ha aproximado sus condiciones de vida y trabajo mucho más. Como demostró Marx, los gastos de circulación, su incremento actual, lo mismo que los de oficina, no son la causa sin efecto de los cambios en el capital productivo, que es el núcleo sobre el que gira el capitalismo y al que se subordinan todos los demás capitales. La cajera de un hipermercado (incluida en las estadísticas dentro del comercio) en nada se diferencia del trabajador industrial. Lo mismo sucede con los empleados de banca, que progresivamente han ido perdiendo las ventajas que tuvieron hace décadas con respecto a otros trabajadores. Acertó plenamente Marx cuando escribió al respecto: El obrero verdaderamente comercial figura entre los obreros asalariados mejor retribuidos, entre aquellos que rinden un trabajo calificado superior al trabajo medio. Sin embargo, su salario tiende a disminuir, incluso en relación con el trabajo medio, a medida que progresa el régimen capitalista de producción (16). Marx daba además dos razones de esta evolución, previsible ya en su época: por un lado la división del trabajo dentro del sector comercial, que torna unilateral el carácter del oficio mercantil y, por el otro, el sistema educativo, escribiendo al respecto: La formación previa, los conocimientos comerciales y de lenguas, etc., se reproducen cada vez más rápidamente, más fácilmente, de un modo más general y más barato a medida que progresan la ciencia y la educación popular, cuanto más se orientan en un sentido práctico los métodos de enseñanza, etc., del régimen de producción capitalista. La generalización de la enseñanza pública permite reclutar estas categorías de obreros entre clases que antes ser hallaban al margen de ella y que están habituadas a vivir peor. Además, aumenta la oferta y con ella la competencia. Por eso, con algunas excepciones, la fuerza de trabajo de estas gentes se va depreciando a medida que se desarrolla la producción capitalista. El capitalista aumenta el número de estos obreros cuando hay más valor y más plusvalía que realizar. Pero el aumento de este trabajo es siempre efecto, nunca causa, del aumento de la plusvalía (17). El capital monopolista viene igualando a todo el proletariado, siempre en el nivel más bajo posible y, por supuesto, si a todos aquellos trabajadores que antes fueron privilegiados Marx los consideraba integrantes de la clase obrera, con más razón cabe sostener lo mismo en la actualidad.

    Otro factor que infla las estadísticas de los trabajadores de los servicios es el aumento en el número de funcionarios y personal al servicio del Estado, que ni son asalariados ni son tampoco trabajadores productivos y, en consecuencia, no forman parte de la clase obrera. El funcionariado ocupa ya a dos millones de personas en España, cifra que ha crecido espectacularmente en los últimos años por la creación de las autonomías y el reforzamiento de todo el aparato burocrático del Estado en su conjunto. El 45 por ciento está ocupado por la Administración central, el 30 por ciento por las autonomías, el 21 por ciento por los Ayuntamientos y el 4 por ciento por la universidad. Entre 1977 y 1985 se nombraron medio millón de nuevos funcionarios y hasta la fecha se han empleado a otros 600.000. En 1982 en los inicios del gobierno del PSOE sólo había 1.400.000 funcionarios, por lo que su volumen ha crecido un 50 por ciento desde entonces, representando un 14'5 por ciento del total de la fuerza de trabajo. El 44 por ciento de los funcionarios son mujeres.

    A este empleo directo hay que sumar más de medio millón que trabajan para empresas públicas, lo que ofrece una cifra de casi dos millones y medio de asalariados que dependen de los presupuestos del Estado, la cuarta parte de todos los trabajadores con empleo. En los últimos veinte años mientras los trabajadores del sector privado han disminuido en dos millones, los del sector público han crecido en más de 700.000, principalmente por la nacionalización de muchas empresas privadas ruinosas.

    Pero este fenómeno se ha invertido muy recientemente con la política de privatizaciones, que convertirá a muchos funcionarios en asalariados y a muchos asalariados en trabajadores productivos, o sea, explotados. Los trabajadores de las empresas públicas han sido verdaderos privilegiados dentro de la clase obrera, en unos casos por la situación de monopolio de las empresas y, en otros, por el apoyo económico del Estado. Hoy monopolios como CAMPSA han desaparecido, Telefónica se ha privatizado e Iberia, aunque sigue siendo una empresa pública, ha dejado de ser una linea aérea de bandera mantenida por criterios políticos o estratégicos sino liberalizada y sometida al mercado, lo que ha repercutido directamente en la brutal reducción de los salarios de sus trabajadores. Las empresas públicas, al subsistir en parte gracias a las subvenciones públicas, concentran a una parte muy importante de la aristocracia obrera y de los sindicatos reformistas.

    Los funcionarios, pese a no formar parte tampoco de la clase obrera, es un sector social cuya situación viene deteriorándose también progresivamente y sus posiciones se aproximan a las del proletariado, naturalmente salvo en su capa más alta. La masificación les ha hecho perder sus viejos privilegios y las sucesivas congelaciones presupuestarias han reducido sus sueldos en un 11 por ciento en cinco años. Los sueldos de los funcionarios crecen mucho más lentamente que los salarios de los obreros: en 1980 cobraban de media un 27'5 por ciento más que los obreros y en 1986 sólo un 19'6 por ciento más. Entre los funcionarios se encuentran quienes como los ingenieros de caminos o los abogados del Estado proporcionan buena parte de los cuadros superiores de la burocracia fascista, junto con trabajadores semiproletarios como los de correos, enfermeras o maestros.

    En líneas generales, el crecimiento del funcionariado radica en el alto grado de socialización alcanzado por las fuerzas productivas, en el capitalismo monopolista de Estado, en la creciente intervención pública sobre el sistema económico, que acarrea a su vez la necesidad de controlar más estrechamente a la población en su conjunto.

    Pero igual que todo el sector servicios, se trata de actividades secundarias y periféricas, tanto cuantitativa como cualitativamente. Por lo demás, los economistas burgueses aún no han dado explicaciones fiables sobre cómo miden la producción de un policía, un inspector de Hacienda o un secretario de Ayuntamiento, de manera que sus cálculos no merecen credibilidad alguna.

    El crecimiento del número de funcionarios ha sido realmente importante en dos capítulos concretos: la sanidad y la educación. Ambos tienen una relación muy estrecha con la reproducción de la fuerza de trabajo, con el aseguramiento a largo plazo de un vilumen abundante, barato y capacitado de mano de obra. Los empresarios, en realidad, sólo sufragan los gastos de producción de sus propios trabajadores, los costes corrientes, que no son suficientes para asegurar a largo plazo un volumen suficiente de trabajadores en condiciones aptas para asumir un puesto de trabajo. Los capitalistas privados sólo pagan el salario directo, mientras el Estado tiene que financiar el salario indirecto que cubre el gasto laboral en las fases de vacío productivo: enfermedad, paro, jubilación etc. El salario indirecto asegura que el trabajador pueda seguir pagando sus gastos cuando carece de trabajo y, por ello, garantiza su reproducción indefinida, más allá de las contingencias cotidianas. Asegura la continuidad del consumo en una época en que gran parte del gasto no se puede cubrir con la nómina mensual, sino que exige garantizar pagos parciales a lo largo de muchos años, como es el caso de la compra de la vivienda, el coche, etc. El crédito al consumo no sería posible sin el respaldo de los salarios indirectos.

    Se trata, pues, de un fenómeno con dos vertientes paralelas. Por un lado, la continuación en el abono del salario sin contraprestación laboral; por el otro, la puesta en funcionamiento por parte del Estado de toda una serie de servicios que aseguren el mantenimiento de la capacidad laboral de una sociedad.

    El capitalismo viene experimentando un fenómeno creciente de aumento de los salarios indirectos, mientras los salarios directos permanecen estancados. El problema radica en que el capitalismo no ha conseguido mecanizar la prestación de los servicios ligados a los salarios indirectos que, en gran medida, siguen siendo de tipo personal. El consumo en masa y barato no ha llegado aún a la sanidad o la enseñanza, cuyos costes se encarecen progresivamente y exigen la dedicación de una parte importante de los trabajadores que no crean plusvalía. De ese modo, el coste social de reproducción de la fuerza de trabajo se multiplica, gravitando sobre los presupuestos del Estado y ocasionando la crisis fiscal del Estado.

    A excepción de los funcionarios, los trabajadores de los servicios, aunque sean socialmente improductivos, forman parte integrante de la clase obrera en su mayor parte y nada les diferencia de los trabajadores de la industria. No tiene sentido calificarles de nueva clase media por la circunstancia de que socialmente no produzcan plusvalía y se nutran, por el contrario, de ella; tampoco constituyen terceras clases de personas como afirma Sweezy (18). Tampoco es correcto entender que todos los asalariados forman parte de la clase obrera, que en la clase obrera cabe cualquier trabajador por cuenta ajena. No pueden cumplir ninguna de las viejas funciones de las clases medias y de la pequeña burguesía, a causa tanto de su masificación como de su proletarización. El capital monopolista ha destruido todas sus posiciones, de manera que no les cabe más que bascular entre los capitalistas y el proletariado, con una clara tendencia a sostener las posiciones de este último. La pequeña burguesía ha perdido gran parte de su independencia económica y, en consecuencia, encuentra muchas dificultades para actuar políticamente como clase media, capaz de poner en práctica alternativas diferentes tanto al proletariado como a la burguesía monopolista.

    NOTAS:

    (7) El Capital, III-16, pg.275.
    (8) Contribución a la dinámica del capitalismo tardío, Pasado y Presente. México, 1981, pg.107.
    (9) El Capital, III-27, pgs.414-415.
    (10) El Capital, Libro I, Capítulo VI (inédito).
    (11) Manuel Castells: La crisis económica y el capitalismo americano, Laia, Barcelona, 1978, pg.152.
    (12) «Una gran iniciativa», en Obras Completas, tomo 32, pg.16.
    (13) El manifiesto comunista, en Obras Escogidas, Ayuso, 1975, tomo I, pg.33.
    (14) La ideología alemana, Pueblos Unidos, Montevideo, 30 Ed., 1971, pgs.60-61.
    (15) Daniel Lacalle: Técnicos, científicos y clase social, Guadarrama, Madrid, 1976, pg.59.
    (16) El Capital, Libro I, Capítulo VI (inédito).
    (17) El Capital, cit., III-17, pg.293.
    (18) Teoría del desarollo capitalista, Fondo de Cultura Económica, México, pgs.250 a 255 y 312-313.
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    Antorcha - Los cambios en la composición de la fuerza de trabajo Empty Re: Antorcha - Los cambios en la composición de la fuerza de trabajo

    Mensaje por Manifiesto Dom Oct 14, 2012 4:35 pm

    El trabajo cualificado

    Se denomina trabajo cualificado o complejo a todo aquel trabajo socialmente condensado y multiplicado por el aprendizaje, aquel que exige una formación especial, una preparación profesional más dilatada que el promedio. El trabajo cualificado no equivale, por tanto, a un trabajo más intenso; tampoco se diferencia por la mayor habilidad o pericia del trabajador, que es un rasgo peculiar de cada trabajador en concreto: no alude al trabajo de dos trabajadores de la misma profesión sino de dos trabajadores de profesiones diferentes. En cualquier clase de trabajo lo que importa no es su característica individual, la del trabajador en concreto, sino sus rasgos generales en una sociedad determinada, es decir, importa el trabajo socialmente necesario.
    El trabajo cualificado se diferencia del trabajo simple en que el valor de los productos del trabajo cualificado es mayor y en que el valor de la fuerza de trabajo cualificada -su salario- es también mayor. La primera diferencia es propia de cualquier economía mercantil, ya que caracteriza a las personas como fabricantes de mercancías; pero la segunda es característica del capitalismo porque singulariza a las personas como compradoras y vendedoras de fuerza de trabajo respectivamente.

    Buena parte de las tesis sobre el fin de la clase obrera tratan de fundamentarse en la creciente cualificación de la fuerza de trabajo: La tecnología requiere una fuerza de trabajo especializada, dice Galbraith (19). Afirman que el trabajo simple va siendo sustituido por trabajo complejo y parecen dar a entender que el trabajo simple es propio de obreros, mientras que el trabajo complejo sería lo característico de las burguesía y de los intelectuales asociados a ella. Se produciría una convergencia entre clases anteriormente opuestas: la clase obrera se aburguesa y las viejas clases medias se proletarizan. Según J.F.Tezanos, responsable de formación del PSOE, han aumentado las tareas que exigen mayor cualificación y preparación, surgiendo sectores de nuevos trabajadores especializados que gozan de un status social mayor y mejores condiciones económicas (20). Por su parte, los carrillistas fueron mucho más lejos, sentenciando la desaparición del contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual (21) y promoviendo su famosa alianza entre las fuerzas del trabajo y de la cultura. Este tipo de afirmaciones es importante retenerlas porque, en palabras de Marx, la división del trabajo sólo se convierte en verdadera división a partir del momento en que se separan el trabajo físico y el espiritual (22), lo que pone de manifiesto la trascendencia de esta contradicción. Habrá que examinar de nuevo la cuestión y comprobar, una vez más, si la evolución capitalista ha caminado por derroteros distintos de los previstos por Marx. Así lo vienen sosteniendo la mayor parte de los expertos; por ejemplo, según Triana, Director de Promoción Industrial y Tecnología del Ministerio de Industria durante los gobiernos del PSOE, viejo especialista de los carrillistas, empieza a emerger una nueva civilización donde el ‘saber’ se perfila como el factor determinante. El saber aplicado a la producción constituye el potencial tecnológico de una sociedad (23). Para los revisionistas el saber no se materializa en forma de capital fijo sino en un cambio del trabajador y sus funciones en el empleo que desempeña.

    Sin embargo, todas esas tesis reformistas son en sí mismas contradictorias: es imposible que un volumen de trabajo masificado, como es hoy el de los técnicos y oficinistas, se mantenga con un control de esos trabajadores sobre su propio proceso de trabajo. Cuando el trabajo se masifica, se produce una redivisión del trabajo que escinde de nuevo el trabajo intelectual y el manual, que reintroduce de nuevo la especialización, de modo que el trabajo intelectual se simplifica y se hace tan rutinario y poco creativo como el manual.

    La especialización, la división del trabajo es un fenómeno contradictorio, del cual los académicos sólo tienen en cuenta un aspecto; mientras la división social del trabajo contribuyó a mejorar el valor de uso de las mercancías y a quien las producía, la división capitalista del trabajo sólo servía para incrementar el valor de cambio y beneficiar a su propietario; resulta valiosa para el progreso de la sociedad, pero disminuye la capacidad de cada hombre individualmente considerado y engendra el idiotismo del oficio (24). Se trata, en consecuencia, de un fenómeno con dos aspectos contradictorios, pues aunque, por un lado, represente un progreso histórico y una etapa necesaria en el proceso económico de formación de la sociedad, por otro lado, es un medio de explotación civilizada y refinada (25).

    La división capitalista del trabajo adquiere un relieve acusado con la gran industria y el maquinismo. El salto de la herramienta a la máquina reforzó las taras de la explotación laboral: el peso de la producción pasa de la fuerza de trabajo hábil en el manejo de su instrumento, al artefacto mecánico del cual el obrero es un anexo, un apéndice más. La herramienta multiplicaba la precisión, la rapidez o la habilidad del trabajador; la máquina funciona independiente y uniformemente, cualquiera que sea quien la gobierne. Ya no hace falta conocer el oficio sino que basta conocer el funcionamiento de la máquina: En la manufactura y en la industria manual, el obrero se sirve de la herramienta: en la fábrica sirve a la máquina (26). En la manufactura, la división del trabajo es subjetiva, depende de la forma de trabajar del obrero; en el maquinismo es objetiva: está en función de la velocidad y el ritmo de la máquina.

    Según Marx, en la medida en que aumenta la división del trabajo, éste se simplifica. La pericia especial del obrero no sirve ya de nada. Se le convierte en una fuerza productiva simple y monótona, que no necesita poner en juego ningún recurso físico ni espiritual. Su trabajo es ya un trabajo asequible a cualquiera. Esto hace que afluyan de todas partes competidores; y, además, recordamos que cuanto más sencillo y más fácil de aprender es un trabajo, cuanto menor coste de producción supone el asimilárselo, más disminuye el salario, ya que éste se halla determinado, como el precio de toda mercancía, por el coste de producción [...] La maquinaria produce los mismos efectos en una escala mucho mayor, al sustituir los obreros diestros por obreros inexpertos [...] La industria moderna lleva siempre consigo la sustitución del trabajo complejo y superior por otro más simple y de orden inferior (27).

    Los sistemas automatizados de maquinaria presuponen la concentración de grandes masas de trabajadores, porque su función consiste precisamente en reemplazar la capacidad de trabajo excesiva: Vemos aquí de un modo directo -decía Marx- cómo un modo de trabajo se transfiere del trabajador al capital bajo la forma de la máquina y cómo, mediante esta transposición se desprecia su capacidad de trabajo. De ahí la lucha de los obreros contra la maquinaria (28). La división capitalista del trabajo aniquila y destruye al trabajador en beneficio del capitalista: Es el proceso de producción el que manda sobre el hombre y no éste sobre el proceso de producción (29); el obrero se convierte en el órgano mecanizado, limitado y vitalicio de una función rutinaria:

    Convierte al obrero en un monstruo, fomentando artificialmente una de sus habilidades parciales, a costa de aplastar todo un mundo de fecundos estímulos y capacidades, al modo como en las estancias argentinas se sacrifica un animal entero para quitarle la pelleja o sacarle el sebo. Además de distribuir los diversos trabajos parciales entre diversos individuos, se secciona al individuo mismo, se le convierte en un aparato automático adscrito a un trabajo parcial [...]
    La máquina no libra al obrero del trabajo, sino que priva a éste de su contenido. Nota común a toda producción capitalista, considerada no sólo como proceso de trabajo sino también como proceso de explotación de capital, es que, lejos de ser el obrero quien maneja las condiciones de trabajo, son éstas las que le manejan a él (30).

    La automatización no solo no eleva la cualificación del trabajo sino que destruye el trabajo cualificado y lo sustituye por trabajo simple. El capital no puede asumir que el trabajador domine el proceso de producción; el progreso técnico no es neutral sino que persigue reforzar el dominio sobre el trabajador, tiende a anular la habilidad individual del trabajador, la maestría del oficio, porque hace indispensable al trabajador y le concede el control sobre el proceso de producción; éste tiene que ser automatizado y rutinizado de manera que todo trabajador sea sustituible por otro. Sólo el capitalista puede ser imprescindible.
    Las formas de introducción de los sistemas automatizados de maquinaria fueron impuestas por los propios capitalistas en diversas épocas y calificados de taylorismo, fordismo y toyotismo (31). El taylorismo, por ejemplo, impuso la mecanización de tareas, forzando al obrero a desempeñar siempre idénticas funciones parciales y elementales, reduciendo así su trabajo a mero tiempo de trabajo, igual a sí mismo. Por contra, el fordismo impulsó la cadena de montaje como instrumento de coordinjación de las diversas labores especializadas que cada obrera desempeña. Todos esos sistemas se desarrollaron en sucesivas fases, tras un minucioso análisis de los procesos de trabajo. Primero se sistematizaba y codificaba el oficio, que hasta entonces sólo era una práctica laboral no transparente, de manera que se pudiera transmitir a terceros. Las tareas de cada oficio se descomponían en sus elementos más simples y homogéneos, para que pudieran ser expurgados y clasificados todos y cada unos de sus movimientos. Luego esos elementos simples se volvían a combinar del modo más eficiente. Finalmente, cada trabajador pasaba desempeñar una de esas tareas simplificadas al máximo. Ese proceso fue el que permitió que entraran en la producción mujeres y niños como máximo ejemplo de que ningún obrero era imprescindible en ninguna fábrica.

    De ese modo el capitalista se adueñaba de la pericia del trabajador y controlaba el proceso de producción para extraer el máximo de plusvalía relativa, multiplicando la intensidad del trabajo y reduciendo los tiempos muertos en la producción. La técnica capitalista no es neutral: es tanto una técnica de producción como una técnica de dominación, de control y de sumisión. Marx insistió en ello muchas veces: ¿Qué significa el crecimiento del capital productivo? Significa el crecimiento del poder del trabajo acumulado sobre el trabajo vivo. El aumento de la dominación de la burguesía sobre la clase obrera (32). Y también: La maquinaria no actua solamente como competidor invencible e implacable, siempre al acecho para ‘quitar de en medio’ al obrero asalariado. Como potencia hostil al obrero, la maquinaria es proclamada y manejada de un modo tendencioso y ostentoso por el capital. Las máquinas se convierten en el arma poderosa para reprimir las sublevaciones obreras periódicas, las huelgas y demás movimientos desatados contra la autocracia del capital [...] Se podría escribir arrancando del año 1830, toda una historia de los inventos creados, como otras tantas armas del capital contra las revueltas obreras (33).

    El objetivo de la oposición entre el trabajo manual y el intelectual no es otro que perpetuar la dominación sobre el obrero en el proceso de producción. La tendencia capitalista es a la expropiación del conocimiento técnico del trabajador, de su habilidad y pericia, y su concentración un grupo reducido de técnicos y expertos subordinados directamente al patrono. Ese fue el fenómeno que Marx describió, al apuntar cómo bajo el capitalismo deben predominar siempre los peones, la mano de obra no cualificada, porque la gran industria a la par que fomenta hasta el virtuosismo las especialidades parciales y detallistas a costa de la capacidad conjunta de trabajo, convierte en especialidad la ausencia de toda formación. La escala jerárquica del trabajo se combina con la división pura y simple de los obreros en obreros especializados y peones. Los gastos de educación de éstos desaparecen; los de los primeros disminuyen respecto al artesanado, al simplificarse sus funciones. El resultado, en ambos casos, es la disminución del valor de la fuerza de trabajo (34). Por ello la técnica actual, al favorecer la deslocalización, la fragmentación y la descentralización, rescata viejos sistemas productivos que parecían haber desaparecido para siempre, como es el caso del trabajo en el propio domicilio, que comienza ahora a emerger de nuevo con fuerza gracias al ordenador doméstico, conectado a través de los hilos telefónicos con el centro de producción.

    La aplicación de la técnica a la industria no es neutral tampoco, porque depende del coste de la mano de obra que contribuye a ahorrar. De aquí que la mundialización de los grandes monopolios no constituya ningún progreso ni siquiera para el propio capitalismo, al constituir un factor de estancamiento. Los bajos salarios imperantes en algunos países no favorecen la sustitución de la fuerza de trabajo por el capital fijo más adelantado tecnológicamente, al ser su coste muy reducido.

    La innovación tecnológica tiene por objeto fundamental contrarrestar la caída de la cuota de ganancia; dado el crecimiento de los capitales improductivos que reducen esta cuota muy sustancialmente, la aplicación industrial de la ciencia y la tecnología se convierte en el reverso imprescindible de ese proceso: El aumento extraordinario de fuerza productiva en las esferas de la gran industria, acompañado, como lo está, de una explotación cada vez más intensiva y extensa de la fuerza de trabajo en todas las demás ramas de la producción, permite emplear improductivamente a una parte cada vez mayor de la clase obrera (35).

    Cuestión distinta de la aplicación de la ciencia a la industria es la aplicación de la industria a la ciencia, lo que ofrece otro punto de vista muy interesante para analizar el fenómeno. En la gran industria, escribió Marx, la ciencia es separada del trabajo como potencia independiente de producción y aherrojada al servicio del capital (36). Los descubrimientos científicos ya no se producen espontáneamente por el trabajo de un investigador solitario, sino que es el fruto de una planificación, está dirigido por los monopolios con la colaboración de las universidades, que se ponen a funcionar a su servicio. Este fenómeno consiste básicamente en la conversión de la división técnica del trabajo en división social del trabajo; los departamentos de ingeniería y los laboratorios de las empresas se convierten en unidades productivas autónomas especializadas en investigación e innovación. Se crea así de todo un sector industrial específico, calificado de I+D, o sea, de investigación y desarrollo. Este sector es el que tiene como objeto innovar, desarrollar la tecnología en estrecha vinculación con el Estado, ya que gran parte de la inversión (el 57 por ciento en España) deriva de la Universidad y las Escuelas Politécnicas, de la que luego se benefician gratuitamente los grandes monopolios. Naturalmente este sector está compuesto de investigadores altamente cualificados que no intervienen con posterioridad para nada en la ejecución de sus inventos. Pero este sector es extremadamente reducido, porque la tecnología avanzada en su mayor parte tiene un origen militar y se concentra en el núcleo de los países imperialistas más fuertes. El 86 por ciento de todo el gasto en investigación de la OCDE se localiza en los cinco Estados más grandes. En 1990 había en España 2'1 investigadores por mil habitantes, frente a los 5'6 de Alemania o 4'5 de Francia. Contando el personal de apoyo, el número de investigadores en España es del 3'8 por mil, el número de becarios en proceso de formación de 10.000, a los que se pueden añadir otros 11.300 ingenieros trabajando activamente en consultorías, un sector donde el paro afecta a la cuarta parte parte de los técnicos y donde hay que subrayar que en 1978 trabajaban 15.000 ingenieros. España, como tantos otros países, es dependiente tecnológicamente y se ve obligado a importar capital fijo y a pagar patentes extranjeras procedentes de los países imperialistas más fuertes, mientras la mayor parte de sus titulados universitarios o están en el paro o realizan tareas subalternas que nada tienen que ver con los estudios que han realizado.

    Antes, el aprendizaje de un oficio se realizaba en el propio taller y de la mano de un maestro u oficial, prolongándose durante varios años, cuando hoy bastan unas semanas de adiestramiento. Cada fábrica disponía de su propia escuela de aprendices en la que formaban a sus futuros trabajadores. Hoy el ingeniero está separado del peón, como lo están el trabajo intelectual y el manual, pero hasta unos extremos antes insospechados: la división del trabajo en materia tecnológica ha alcanzado el punto de separación entre la función de diseño de la de ejecución o fabricación. Incluso territorialmente, mientras las grandes potencias se reservan el diseño y las patentes, favorecen la deslocalización de la fabricación, trasladando la producción material a los países dependientes. Se verifica así la más extrema separación entre el trabajo intelectual y el manual, y si esta situación está directamente enfilada contra el obrero manual, no es mucho mejor la situación del investigador y el científico: Las propias tareas de concepción -afirma Coriat- están insertas en un proceso de división del trabajo que hace de los trabajadores científico-técnicos a quienes se confía tareas, agentes que no disponen, en la mayoría de los casos, de una libertad creadora mayor que la que disponen los obreros (37).

    Como consecuencia de ello, la separación entre el trabajo manual y el intelectual está retornando a sus orígenes, naturalmente sobre una base renovada completamente. Tanto en Japón como en la antigua URSS se crearon tecnópolis o ciudades pobladas exclusivamente por científicos, aislados totalmente del resto de habitantes. Las tesis de Marx se confirman de nuevo: no son los obreros los que se aburguesan sino los burgueses los que se proletarizan. Los cuadros de técnicos y titulados de las empresas se han proletarizado totalmente. Por ejemplo, en 1963 un titulado ganaba en España cuatro veces más que un peón de su misma empresa, mientras que en 1976 ese cociente era de sólo un 2'6. Esta situación se prolonga hasta los Pactos de la Moncloa, donde aún la mitad de las subidas salariales previstas son lineales. A partir de entonces, los pactos sociales firmados por los sindicatos domesticados, la patronal y el gobierno, imponen las subidas proporcionales, lo que benefició a la aristocracia obrera, los técnicos y los titulados, que consiguen abrir de nuevo el abanico salarial hasta el 3'7 en 1986. Por tanto, a pesar de lo que a veces se dice, el abanico salarial se ha reducido y ya no hay tanta diferencia entre unos y otros trabajadores como antes, salvo para una minoría de ejecutivos directamente subordinados al capitalista. A los titulados se les ofrece un contrato para la formación o en prácticas donde los salarios son mucho más bajos y que es de naturaleza precaria: un 62 por ciento de las empresas recluta a su mano de obra cualificada por esa vía, en la que a pesar de los años de estudios universitarios, la empresa sigue enseñando durante algún año más.

    El proletariado cualificado experimenta el mismo fenómeno que otro tipo de asalariados que antes disponían de algunos privilegios y ahora se ven tan explotados como los trabajadores manuales; por un lado, su masificación, la mecanización de sus tareas, en las que pierden creatividad; por otro lado, su excesiva especialización les hace también extremadamente vulnerables a los cambios tecnológicos, ya que numerosas profesiones y oficios desaparecen con el desarrollo de las fuerzas productivas: lo mismo que las máquinas, su especialización no dura eternamente y corren el riesgo de quedarse obsoletos si no se reciclan y adquieren nuevas habilidades y conocimientos. La especialización no demuestra la elevación del promedio de cualificación del trabajo sino precisamente todo lo contrario, una pérdida creciente del dominio sobre el proceso de trabajo.

    La creciente importancia de la educación general radica precisamente en la crisis de los especialistas: lo verdaderamente imprescindible en la actualidad es una formación básica lo más completa posible a cargo del Estado. La flexibilidad del mercado de trabajo apunta hacia una creciente movilidad funcional y de tareas, hacia el trabajador todoterreno: A los trabajadores de Empresas de Trabajo Temporal la rotación les permite alcanzar un alto grado de polivalencia, manifestaba en una entrevista la directora general de Powerman, una empresa multinacional de trabajo temporal (El País Negocios, 8 de mayo de 1994). El trabajador debe saber adaptarse a cualquier puesto y ser capaz de formarse para ello en un espacio muy breve de tiempo.

    Los cuadros técnicos no disponen tampoco del control sobre el proceso de producción, por su propia especialización así como por la automatización. La creatividad, la habilidad y el virtuosismo (el valor de uso del trabajo) son propios del artesanado, de la producción precapitalista; al capital le interesa el valor de cambio, la plusvalía y la producción en masa. En el sistema artesanal, el trabajador es una individualidad, no el miembro anónimo de un colectivo obrero, y la individualización de los trabajadores presupone todavía la relativa independencia de éstos (38).

    El progreso científico y tecnológico no se materializa en el crecimiento de la cualificación de la fuerza de trabajo sino en un sistema automático de maquinaria, de capital fijo, cuyos efectos sobre la fuerza de trabajo son precisamente los opuestos, la descualificación y simplificación de las funciones laborales. Con la automatización el proceso de producción deja de ser un proceso de trabajo; el trabajador pierde su habilidad y pasa a ser un apéndice de la máquina. El obrero indispensable es muy caro y muy difícil de contratar, porque no abundan en el mercado. Por eso todos los esfuerzos del capital apuntan en la dirección de obtener una mano de obra accesible a cualquier puesto de trabajo.

    El trabajo de oficina

    La oficina es el centro de control de la empresa y, en cuanto tal, asume una parte muy importante del trabajo intelectual de la empresa. Antiguamente en la oficina trabajaban los secretarios, cajeros, contables, taquígrafos, telefonistas, almaceneros, mecanógrafos, copistas, etc. que en no pocas ocasiones eran pagados por el gerente de su propio sueldo. El oficinista solía ser un familiar y la relación con el patrono era más bien paternal y feudal, más similar al sirviente doméstico que al obrero. Discutía con el patrono la marcha de la empresa, el cual a su vez le confiaba los secretos y proyectos y le solicitaba su opinión. En suma, el oficinista estaba mucho más próximo al capitalista que al obrero del taller. El sueldo más bajo de cualquier administrativo empezaba donde acababa el más alto de los obreros especializados y, como promedio, cobraban el doble que ellos.
    Como centro de control sobre el proceso de producción, la oficina se ha convertido hoy en un elemento característico del capital monopolista, consecuencia directa del alto grado de socialización alcanzado por las fuerzas prioductivas y donde el Estado tiene un papel trascendental; como consecuencia de las exigencias fiscales, financieras y, sobre todo, de control, los trabajadores de la oficina se han multiplicado vertiginosamente y sus tareas se han sometido al mismo principio de racionalización, por lo que también han visto reproducirse en su seno la división entre el trabajo manual e intelectual, predominando también allí el trabajo manual. Pero todo esto ya fue previsto también por Marx, quien expuso que cuanto mayor sea el capital mercancías producido, más aumentarán en términos absolutos, aunque no en términos relativos, los gastos de oficina, dando pie para una especie de división del trabajo (39). Hoy el trabajo burocrático se ha convertido, por sí mismo, en un proceso de producción, con los mismos métodos de racionalización y control que en el taller. Rotos los lazos personales con el propietario, el paternalismo desaparece: ya no hay vinculación personal ni posibilidad de solución personal e individual a los problemas de estos trabajadores. El papel de los contables se ha degradado y su lugar lo han ocupado los auditores, normalmente ajenos a la propia empresa.

    La materia prima de la oficina es el papel y los signos gráficos (números, letras, dibujos, fórmulas) que sobre él se estampan, forman cartas, facturas, albaranes, talones, recibos, documentos, libros, planos, legajos y, finalmente, archivos, mucho más fáciles de mecanizar y organizar que cualquier mercancía, por lo que no es de extrañar que se automatizaran tan rápidamente las tareas burocráticas. El trabajo de oficina está sometido a las mismas reglas de racionalización que el del taller, por eso -ciertamente- se ha producido una convergencia, pero nunca sobre la base del aburguesamiento del trabajador manual sino sobre la proletarización del trabajador intelectual, de modo que actualmente en las oficinas predomina el trabajo manual sobre el intelectual y las tareas que se desempeñan allí son más repetitivas y monótonas que en cualquier otro puesto de trabajo.

    Hasta hace unas décadas la oficina carecía de capital constante, de equipo o de maquinaria. Actualmente cualquier oficina está repleta de artilugios: máquinas de escribir, ordenadores, fax, fotocopiadoras, centralitas telefónicas, dictáfonos, grapadoras, etc. Su uso no requiere un aprendizaje largo ni complicado, por lo que la remuneración del trabajo de oficina viene descendiendo imparablemente. Antes el trabajo administrativo exigía leer, escribir y conocer una aritmética elemental, lo que estaba muy por encima de la media laboral. Hoy día no solamente la generalización de la educación ha desvalorizado estas cualidades, poniéndolas al alcance de la mayoría sino que, además, las máquinas ni siquiera hacen necesario leer ni escribir. Las calculadoras electrónicas sustituyen a la aritmética y con un sencillo ordenador doméstico, cualquiera puede llevar la contabilidad de varias empresas simultáneamente sin haber estudiado contabilidad, por lo que lejos de aumentar, se reducen los gastos muertos de oficina. A Marx tampoco se le escapó la importancia de la contabilidad, lo que le sirvió para diferenciar los capitales comerciales de los de oficina: mientras los capitales empleados en la realización de las mercancías tienen como origen el ciclo del capital en sus tres metamorfosis, la contabilidad, en cambio, como control y compendio ideal del proceso, es más necesaria cuanto más carácter social adquiere este proceso y más pierde su carácter puramente individual; es más necesario, por tanto, en la producción capitalista que en la producción desperdigada de las empresas artesanales y campesinas, y más necesaria todavía en una producción de tipo colectivo que en la producción capitalista. Sin embargo, los gastos de contabilidad se reducen a medida que se concentra la producción y aquella se va convirtiendo en una contabilidad social (40).

    El trabajo administrativo no es en la actualidad un trabajo intelectual creativo, sino trabajo manual en el que predominan los movimientos automatizados y monótonos del trabajador, que sabe cómo hacer su trabajo pero desconoce a ciencia cierta lo que realmente está haciendo. Un trabajador de una compañía de seguros realiza todas las mañanas las mismas operaciones rutinarias de siempre y padece problemas de vista a causa del ordenador que tiene delante de su mesa de trabajo, tiene dolores de espalda a causa de su posición durante horas en la silla, etc. Su trabajo físico no es penoso pero es igualmente agotador, por más que tenga todos sus utensilios de trabajo sobre la mesa. La fatiga causa una serie de problemas fisiológicos y el sedentarismo otros, diferentes pero no menos graves.

    Como ha escrito Braverman acertadamente: El problema del llamado empleado o trabajador de cuello blanco que tanto preocupó a las primeras generaciones de marxistas y que fue blandido por los antimarxistas como prueba de la falsedad de la tesis de la ‘proletarización’, en esta forma ha sido clarificado sin ninguna ambigüedad por la polarización del empleo de oficina y el crecimiento en un polo de una inmensa masa de obreros asalariados. La tendencia aparente hacia un amplia ‘clase media’ no proletaria se ha resuelto en la creación de un gran proletariado en una forma nueva. En sus condiciones de empleo, esta población trabajadora ha perdido todas las anteriores superioridades que tenía sobre los obreros de la industria, y en sus escalas de pago ha sido reducida casi hasta el fondo mismo (41).

    NOTAS:

    (19) El nuevo estado industrial, cit., pg.63.
    (20) Estructura de clases y conflictos de poder en la España postfranquista, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1978, pgs.223-224, 272 y 208.
    (21) Manifiesto Programa del Partido Comunista de España, Ebro, París, 1975, pg.138.
    (22) La ideología alemana, Pueblos Unidos, Montevideo, 3ª Ed., 1971, pg.32.
    (23) «Estrategia, tecnología y especialización productiva», en El sistema ciencia-tecnología y la crisis española, Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Madrid, 1982, pg.118.
    (24) Marx, Miseria de la filosofía, Júcar, Madrid, 1974, pg.218.
    (25) Marx, El Capital, I-12, pg.297.
    (26) El Capital, I-13, pg.349.
    (27) «Trabajo asalariado y capital», en Obras Escogidas, tomo I, pg.
    (28) Grundrisse, tomo II, pg.113.
    (29) El Capital, I-1, pg.45.
    (30) El Capital, I-12, pgs.293, 294, 296, 349 y 350.
    (31) Lenin: «El taylorismo es la esclavización del hombre por la máquina», en Obras Completas, tomo 24, pg.390.
    (32) «Trabajo asalariado y capital», en Obras Completas, tomo I, pg.79.
    (33) El Capital, I-13, pg.361.
    (34) El Capital, I-12, pgs.284-285.
    (35) El Capital, I-13, pg.371.
    (36) El Capital, I-13, pg.294.
    (37) Ciencia, técnica y capital, H.Blume, Madrid, 1976, pg.62.
    (38) Grundrisse, tomo II, pg,.13.
    (39) El Capital, III-17, pg.292.
    (40) El Capital, II-6, pg.120.
    (41) Trabajo y capital monopolista, Nuestro Tiempo, México, 1973, pg.409.
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    Mensaje por Manifiesto Dom Oct 14, 2012 4:39 pm

    La ley de la pauperización creciente

    Los académicos burgueses sostienen que nos encontramos ante una sociedad distinta de la del siglo XIX, ante la era de la opulencia, del consumo y del bienestar. Sin duda hemos pasado de la escasez a la abundancia, pero ésta origina problemas no menores que aquélla, especialmente porque lo que abunda es propiedad de una restringida minoría. En los modos de producción anteriores las crisis surgían con la carestía, mientras que ahora las crisis son de superproducción. Antes las crisis aparecían junto con el hambre; ahora el hambre sigue, aunque los graneros estén llenos. Las mercancías abarrotan los mercados pero no alcanzan a satisfacer a unas masas crecientemente empobrecidas y cuyas necesidades no pueden resultar satisfechas bajo el capitalismo. La riqueza crece pero se acumula en manos de unos pocos, mientras una mayoría padece una insatisfacción creciente de sus necesidades.
    Este fenómeno no es consecuencia de la crisis sino una tendencia general e inevitable del capital, es decir, una ley del capitalismo. Marx calificaba esta ley nada menos que como ley general de la acumulación capitalista, cuestión que merece la mayor atención porque es otra de las más criticadas, ante una supuesta evidencia contraria que demostraría un mejoramiento en las condiciones de vida y trabajo del proletariado y un bienestar creciente.

    La ley general de la acumulación capitalista no tiene nada que ver con la mejora en las condiciones de vida de la clase obrera. El pauperismo no es un problema de nivel de vida, de comparación puramente cuantitativa de una época histórica con otra.

    La pauperización se demuestra, en primer lugar, por el abismal empeoramiento en las condiciones de existencia de los países dependientes. Son muchas las cifras que periódicamente se exhiben sobre esta cuestión, a cada cual más dramática y escandalosa. Con ello se demuestra que la diferencia entre las metrópolis imperialistas y los países neocoloniales se ensancha a pasos agigantados y que, además, las condiciones de existencia en estos países se deterioran progresivamente, con consecuencias que son sobradamente conocidas. Las cifras que se difunden son verdaderamente mareantes; por ejemplo, el 20 por ciento de la población mundial que habita en los países más empobrecidos, percibe únicamente el 1'3 por ciento de todo el ingreso mundial. Son nada menos que 12'2 millones de niños los que se mueren anualmente en los países dependientes y se calcula en 2.000 millones las personas desnutridas o deficientemente alimentadas. En Asia el 10 por ciento de la fuerza de trabajo son niños, porcentaje que en algunos países africanos alcanza el 20 por ciento; en total trabajan 250 millones de niños menores de 14 años de edad, a pesar de que los parados ascienden a 120 millones en todo el mundo.

    La deuda exterior de esos países se multiplica cada día, asfixiando cualquier posibilidad de escapar del dogal en que están atrapados por las grandes potencias. El volumen de la deuda se multiplicó por seis entre 1970 y 1981; la parte de las exportaciones dedicada al pago de la deuda exterior pasó del 13 al 29 por ciento en los diez años transcurridos entre 1975 y 1985, porcentaje que en los países latinoamericanos asciende al 40 por ciento. Aprovechando esta situación ruinosa, las potencias imperialistas y sus instituciones (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional) vienen imponiendo draconianas políticas de ajuste y han obligado a pagar a la banca el 5 por ciento de su PIB para satisfacer la deuda. De modo que mientras los países dependientes padecen toda suerte de calamidades, cada vez más monstruosas, entre las grandes potencias aparecen sectores parasitarios y rentistas que acaparan fabulosas riquezas.

    Por otro lado, es incuestionable que bajo el capitalismo el proletariado experimenta un proceso creciente de pauperización. El principio establecido por Marx, según el cual el salario se fija por la cantidad necesaria para la reproducción de la fuerza de trabajo, no se puede identificar con la ley de bronce de los salarios, con el mínimo fisiológico imprescindible para el sustento cotidiano del trabajador. Para Marx los salarios oscilan entre un mínimo de mera supervivencia y un valor real por encima de él, ya que no depende sólo de las necesidades físicas, sino también de las necesidades sociales, tal como se hallan históricamente determinadas (42).

    Los salarios dependen de forma directa, entre otras variables, de la intensidad del trabajo y de su fuerza productiva: Al crecer la productividad del trabajo -escribió Marx- crece también, como veíamos, el abaratamiento del obrero y crece, por tanto, la cuota de plusvalía, aún cuando suba el salario real. La subida de éste no guarda nunca proporción con el aumento de la productividad (43). Una mayor intensidad de trabajo incrementa al mismo tiempo tanto el salario como la plusvalía, aunque no en la misma proporción.

    Para Marx la magnitud de la acumulación es la variable independiente y los salarios la variable dependiente (44). La acumulación aumenta, por tanto, el volumen de fuerza de trabajo y, a un ritmo menor (44), el capital variable en su conjunto, así como los salarios de cada trabajador individual: Las crisis van precedidas siempre -decía Marx- precisamente de un periodo de subida general de los salarios, en que la clase obrera obtiene realmente una mayor participación en la parte del producto anual destinada al consumo (46). Por ejemplo, en España los salarios reales subieron un 24'1 por ciento entre 1971 y 1978, coincidiendo con el final del auge económico y el inicio de la crisis, aunque en su mayor parte fue un crecimiento bruto, es decir, que en realidad lo que subieron fueron las cotizaciones sociales y las retenciones fiscales, no el salario neto, que permaneció prácticamente constante.

    La acumulación tiene que incrementar el sector de la producción dedicado a fabricar bienes de consumo; una parte de la acumulación se tiene que destinar a incrementar el capital variable; el desarrollo de ese sector dedicado a la fabricación de bienes de consumo es también fundamental porque contribuye a abaratar el coste de la mano de obra. Esta es la clave para analizar la cuestión de la pauperización de la clase obrera: el sector dedicado a la fabricación de medios de producción crece más rápidamente que el dedicado a fabricar bienes de consumo, pero eso no significa que éste no crezca en absoluto. Lo que los burgueses califican de incremento en el nivel de vida no es más que un cambio histórico en la estructura del gasto, del consumo de la clase obrera. El porcentaje que los trabajadores dedican a alimentación por ejemplo, se ha reducido, pero el resto no les sobra y no lo pueden ahorrar porque si el gasto ha cambiado es porque las necesidades han cambiado, y además de alimentarse los trabajadores tienen otras necesidades tan imprescindibles como la alimentación. Si disponen de lavadora no es en concepto de lujo o para mejora de su bienestar sino porque no pueden lavar la ropa en el río más próximo. El cambio en la estructura del gasto demuestra un cambio en las necesidades de los trabajadores y no una mejora en su situación objetiva.

    A partir de un cierto nivel, la tendencia de la acumulación opera en un sentido contrario, expulsando fuerza de trabajo y reduciendo los salarios. De ese modo, la tendencia al aumento de los salarios no tiene continuidad a causa de la acumulación, que exige a partir de un cierto momento una reducción de los salarios y un drástico empeoramiento de la condición obrera, de manera que la pauperización es la conclusión necesaria del desarrollo al cual tiende inevitablemente la acumulación capitalista.

    El que los salarios reales aumenten no significa que no sea válida la ley general de la acumulación capitalista; sólo significa que ha aumentado el valor de la fuerza de trabajo o, lo que es lo mismo, que han aumentado sus necesidades de reproducción. Cada vez las necesidades son mayores y cada vez, por tanto, hay menos posibilidades de satisfacerlas: Justamente porque la producción crece, y en la misma medida en que esto sucede, se incrementan también las necesidades, deseos y pretensiones, y la pobreza relativa puede crecer en tanto se aminora la absoluta (47). La prueba más evidente de ello es que los trabajadores no pueden ahorrar, que sus ingresos se consumen casi diariamente. Si los obreros pudieran ahorrar cantidades importantes de dinero, no irían a trabajar y eso es justamente lo primero que ocurre cuando les toca la lotería. Está comprobado, por ejemplo, que los salarios no pueden subir indefindamente, porque por encima de un determinado nivel salarial, los obreros lo que hacen es reducir su jornada de trabajo o aumentar su periodo de vacaciones. El capitalismo necesita permanentemente un volumen de población en busca de empleo y eso sólo es posible cuando no tienen otra cosa que ofrecer que su fuerza de trabajo, cuando el proletariado está desposeído de toda propiedad sobre los medios de producción: La existencia de una clase que no posee nada más que su capacidad de trabajo es una premisa necesaria para que exista el capital (48).

    La condición material de la clase obrera no es hoy mejor que hace 150 años; es simplemente distinta porque el capitalismo ha creado necesidades distintas. Desde ese punto de vista no cabe duda que la situación de la clase obrera sigue siendo la misma: el salario sigue siendo una medida de las necesidades de reproducción de la fuerza de trabajo. Las previsiones de Marx sobre la proletarización y el empobrecimiento creciente de la clase obrera son absolutamente exactas y responden a leyes inexorables del capitalismo. La condición de la clase obrera empeora con el avance del capitalismo.

    Hay toda una serie de indicadores estadísticos para demostrar la pauperización creciente de la clase obrera. La evolución de los salarios reales se utiliza para comprobar la evolución en el tiempo de la remuneración de los trabajadores. Así en España, entre 1979 y 1986 los salarios reales descendieron un 10'2 por ciento, mientras que aumentaron un 8'5 por ciento entre 1987 y 1997; es decir, los salarios reales no han alcanzado aún el nivel de 1978 y como mínimo llevan veinte años estancados. Habrá que advertir que nos referimos a salarios según convenio, lo que significa que teniendo en cuenta el trabajo precario, el trabajo negro y otras contrataciones irregulares al margen de los convenios, es probable que el salario real en España haya caído entre un 30 y un 40 por ciento entre 1980 y 2000.

    Pero las estadísticas burguesas tienen su trampa. El nivel de los salarios es un promedio de la remuneración de los trabajadores ocupados. Por tanto, no tiene en cuenta a los desempleados ni, en consecuencia, al volumen de los desempleados. De aquí se deduce que si se calculara el salario medio sobre la base de toda la fuerza de trabajo, esté ocupada o no, el descenso de los salarios resultaría verdaderamente vertiginoso.

    El número de perceptores de la prestación por desempleo ha descendido en medio millón desde 1993 a 1995; más de 1'2 millones de parados registrados en el INEM no cobra ninguna clase de prestación. Mientras en enero de 1995 cobraban el seguro de desempleo el 69 por ciento de los parados, en abril del siguiente año sólo lo percibían la mitad; pero en realidad, de esta mitad únicamente la mitad lo cobran realmente, porque el resto en realidad percibe una pensión no contributiva o subsidio por razones familiares.

    Mucho más grave es el descenso del salario mínimo, que entre 1980 y 1988 perdió un 7'8 por ciento de su valor en términos reales. Este salario mínimo afecta a unos 400.000 trabajadores en activo y a un número importante de parados que cobran el seguro de desempleo. El 27 por ciento de los trabajadores cobra salarios por debajo del mínimo, es decir, menos de 800.000 pesetas al año y casi tres millones de personas perciben ingresos inferiores a esa cuantía.

    El pauperismo es compatible con la existencia de un reducido sector de obreros aristócratas. El imperialismo es un sistema de soborno de una parte de los trabajadores, de creación de una aristocracia obrera cómplice de las maniobras de los monopolistas. Las crecientes dificultades del capital necesitan de auxiliares suyos dentro de las filas obreras: de los reformistas, de los sindicatos amarillos y otros colaboracionistas. El capitalismo actual ha entrado en su fase imperialista, caracterizada por la agonía, la decadencia y la putrefacción de todo el tejido social. En el plano político esta fase última del capitalismo sustituye la democracia por el fascismo, la paz por la guerra, la libertad por la reacción. La descomposición penetra por todos los poros de la sociedad y no deja ámbito exento de la podredumbre burguesa.

    Si la pauperización se analiza relativamente el acierto de la ley marxista es indiscutible, porque confirma la creciente penetración de las relaciones de producción capitalistas en todas las esferas de la vida y la desaparición de los modos de vida independientes, de la pequeña producción, del comercio individual y de las profesiones liberales, que es justamente la situación que, como hemos visto, se ha producido.

    Relativamente, la situación de la clase obrera con respecto a la burguesía es infinitamente peor que hace siglo y medio; el abismo entre las condiciones de vida de ambas clases se ha ensanchado. Hay muchos más trabajadores que antes y muchos menos capitalistas pero, sin embargo, la parte de la renta que corresponde a los capitalistas crece, mientras se reduce la que corresponde a los trabajadores. El capitalismo exhibe un dramático contraste entre las condiciones de vida del proletariado y la gigantesca acumulación de riquezas alcanzada, de la cual únicamente pueden beneficiarse un puñado de oligarcas. La burguesía impide que el desarrollo de las fuerzas productivas se utilice para mejorar la calidad de vida y de trabajo de millones de trabajadores, que tienen vedado el acceso al tiempo libre, a la cultura, a los servicios y a la mayor parte de las posibilidades de expansión personal creadas bajo el capitalismo. Pero este modo de producción no puede entenderse de otra forma, no podría funcionar elevando los salarios y el consumo de las masas, disminuyendo la explotación y generalizando el disfrute de las riquezas obtenidas.

    Marx explicó las razones por las que, aún en el supusto de que crezcan los salarios reales de los trabajadores, se produce un empobrecimiento relativo: Un aumento sensible del salario presupone un crecimiento veloz del capital productivo. A su vez, este veloz crecimiento del capital productivo provoca un desarrollo no menos veloz de riquezas, de lujo, de necesidades y goces sociales. Por tanto, aunque los goces del obrero hayan aumentado, la satisfacción social que producen es ahora menor, comparada con los goces mayores del capitalista, inasequibles para el obrero y con el nivel de desarrollo de la sociedad y los medimos, consiguientemente, por ella, y no por los objetos con que los satisfacemos. Y como tienen carácter social son siempre relativos [...] Por tanto, si con el rápido incremento del capital, aumentan los ingresos del obrero, al mismo tiempo se ahonda el abismo social que separa al obrero del capitalista, y crece, a la par, el poder del capital sobre el trabajo, la dependencia de éste con respecto al capital [...] Si el capital crece rápidamente, pueden aumentar también los salarios, pero aumentarán con rapidez incomparablemente mayor las ganancias del capitalista. La situación material del obrero habrá mejorado, pero a costa de su situación social. El abismo social que le separa del capitalista se habrá ahondado (49).

    Una comparación entre la evolución de los ingresos de burgueses y obreros tiene que tener en cuenta la evolución de la productividad que, al crecer, aumenta la parte de la plusvalía de la que se apropian los capitalistas. Como Marx previno, aunque los salarios suban, la productividad subre siempre mucho más; así en España entre 1975 y 1993 los salarios crecieron a un ritmo anual de 1'9 por ciento mientras la productividad creció al 2'6 por ciento anual, por lo que los capitalistas se van quedando cada vez con una parte mayor de la producción. Otras estadísticas más recientes proporcionan el mismo resultado:

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    El total de sumar la inflación más la productividad arroja un incremento de 64'7 en los diez años, mientras que el aumento de los salarios fue sólo del 57'8, lo que arroja un 6'9 de pérdida de los trabajadores en la renta nacional.

    También se utiliza para medir esta tendencia otro indicador, que es la participación de los salarios en la renta nacional, que mide la situación relativa de los trabajadores en relación con las demás clases. Este índice demuestra que entre 1980 y 1988 esa participación se redujo del 51'2 al 45'9 por ciento.

    Hay otros índices de tipo cualitativo que también pueden tomarse en consideración para analizar la evolución de las condiciones de trabajo en España. Así, los accidentes de trabajo que entre 1983 y 1989 pasaron de 540.000 a 1.200.000, duplicándose la tasa de siniestralidad. En el decenio 1983-1993 hubo 13 millones de bajas por accidente laboral; de ellos fallecieron 16.278 obreros y 135.018 fueron heridos graves. En 1994 se produjeron 600.000 accidentes de trabajo, de los cuales 2.000 fueron mortales. En 1995 los accidentes se incrementaron un 15 por ciento respecto al año anterior. El empeoramiento en las condiciones laborales ha convertido al trabajo por cuenta ajena en la primera causa de fallecimiento y enfermedad de la población. Son millones los trabajadores que padecen crónicas o graves enfermedades por causa de la actividad que tienen que desempeñar y el entorno en el que se ven obligados a hacerlo: humedad, ventilación, intemperie, humos, ruido, vibraciones, iluminación, etc.

    La creciente precariedad en el empleo es también otro indicador del empobrecimiento alcanzado por los trabajadores, ya que les impide realizar cualquier tipo de planes de futuro, dado su incierto porvenir laboral. El número de asalariados con contrato temporal era del 5 por ciento en 1980; subió al 20 por ciento en 1987 y en 1995 ascendió al 35 por ciento, por lo que afecta a unos tres millones de trabajadores que cobran un 55 por ciento menos que los fijos según la última encuesta del INE (El País, 9 de diciembre de 1996). Los contratos basura, que no dan derecho al cobro del seguro de desempleo, suman medio millón, bajo las denominaciones de contrato de aprendizaje, en prácticas o a tiempo parcial. Los trabajadores a tiempo parcial cobran un 23 por ciento menos y el 72 por ciento de los accidentes mortales o graves recaen sobre trabajadores con menos de un año de antigüedad en la empresa. La precarización del empleo ha tenido como consecuencia que entren en los talleres jóvenes inexpertos que son las víctimas propiciatorias de los accidentes laborales:

    La creciente movilidad geográfica de los trabajadores es otro índice del progresivo deterioro de las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera forzando a muchos trabajadores al desarraigo, al nomadismo.

    La frustración profesional de los titulados es otro rasgo que está apareciendo como consecuencia de la generalización de la educación universitaria: sólo el 22 por ciento de los titulados trabaja en el oficio para el que se les ha capacitado; la mayoría o están en el paro o desempeñan tareas no cualificadas. Los académicos que afirman la creciente cualificación de la mano de obra en base al dato de que un porcentaje cada vez mayor de los obreros tienen estudios, silencian que, en realidad, esos estudios no tienen nada que ver con el trabajo que realmente desempeñan.

    Este empobrecimiento brutal de las masas obreras anuncia el final próximo del capitalismo: Para oprimir a una clase -escribió Marx- es preciso asegurarle unas condiciones que le permitan, por lo menos, arrastrar su existencia de esclavitud. El siervo, en pleno régimen de servidumbre, llegó a miembro de la comuna, lo mismo que el pequeño burgués llegó a elevarse a la categoría de burgués bajo el yugo del absolutismo feudal. El obrero moderno, por el contrario, lejos de elevarse con el progreso de la industria desciende siempre más y más por debajo de las condiciones de vida de su propia clase. El trabajador cae en la miseria y el pauperismo crece más rápidamente todavía que la población y la riqueza. Es, pues, evidente que la burguesía ya no es capaz de seguir desempeñando el papel de clase dominante de la sociedad ni de imponer a ésta, como su ley reguladora, las condiciones de existencia de su clase. No es capaz de dominar, porque no es capaz de asegurar a su esclavo la existencia, ni siquiera dentro del marco de la esclavitud, porque se ve obligada a dejarle caer hasta el punto de tener que mantenerle, en lugar de ser mantenida por él (50).

    El lumpenproletariado

    El proletariado no se compone únicamente de los obreros que disponen de un empleo remunerado sino también de aquellos que están en el paro. No obstante, la persistencia durante mucho tiempo de una parte del proletariado en el desempleo, le expulsa de la clase obrera y arroja al fondo más profundo de la sociedad, donde el trabajador pierde su capacidad de resistencia. Marx advirtió que no se puede identificar al proletariado con la pobreza: El pauperismo es la situación del proletariado arruinado, la fase final en que se hunde el proletario incapaz de ofrecer resistencia a la presión de la burguesía (51). El paro permanente, el desarraigo laboral, es una de los orígenes sociales del lumpenproletariado que está obligado a buscarse su sustento fuera del sistema productivo.
    El origen del lumpenproletariado está en el origen del capitalismo mismo, en su acumulación originaria, durante la cual expulsó de sus tierras a los campesinos y concentró al grueso de la población en ciudades, en las que sólo una parte encontró trabajo y se pudo valer por sí misma; el resto padeció todo tipo de calamidades y sólo sobrevivió gracias a la beneficencia. La división frontal de la fuerza de trabajo entre ocupados y parados ha constituido históricamente una tenaza extremadamente útil para el capital. Los trabajadores parados forman lo que Marx llamó ejército industrial de reserva, que desempeña un papel decisivo en la regulación del mercado de trabajo, donde los salarios no están condicionados por la demanda (de los capitalistas) y la oferta (de los obreros) sino por la existencia de una población obrera en activo y otra en paro: A grandes rasgos, el movimiento general de los salarios se regula exclusivamente por las expansiones y contracciones del ejército industrial de reserva que corresponden a las alternativas periódicas del ciclo industrial (52). El capital actúa sobre ambos factores, de modo que es capaz de condicionarlos a ambos: crea la demanda de trabajo y aumenta la oferta de trabajo a través del ejército industrial de reserva para tener a la población obrera ocupada permanentemente presionada entre dos frentes. El capitalismo se esfuerza por enfrentar a ambos sectores del proletariado porque toda inteligencia entre los obreros desocupados y los obreros que trabajan estorba el libre juego de esa ley (53).

    Marx distinguía tres formas de ejército industrial de reserva (el flotante, el intermitente y el latente) y añadía: Los últimos despojos de la superpoblación relativa son los que se refugian en la órbita del pauperismo [...] El asilo de inválidos del ejército obrero en activo y el peso muerto del ejército industrial de reserva. Su existencia va implícita en la existencia de la superpoblación relativa, su necesidad en su necesidad, y con ella constituye una de las condiciones de vida de la producción capitalista y del desarrollo de la riqueza (54). De estos despojos forma parte el lumpenproletariado cuyo volumen crece y se expande al mismo ritmo que la acumulación capitalista. Los marginados son el colchón que permite las caídas económicas sin que el sistema se rompa en mil pedazos, el aceite que lubrica el motor y absorbe sus impurezas manteniéndolo siempre a punto: La población obrera crece siempre más rápidamente que la necesidad de explotación del capital [...] A medida que se acumula, el capital tiene necesariamente que empeorar la situación del obrero, cualquiera que sea su retribución, ya sea ésta alta o baja. Finalmente, la ley que mantiene siempre la superpoblación relativa o ejército industrial de reserva en equilibrio con el volumen y la intensidad de la acumulación mantiene al obrero encadenado al capital con grilletes más firmes que las cuñas de Vulcano con que Prometeo fue clavado a la roca. Esta acumulación determina una acumulación de miseria equivalente a la acumulación de capital. Por eso, lo que en un polo es acumulación de riqueza es, en el polo contrario, es decir, en la clase que crea su propio producto como capital, acumulación de miseria, de tormentos de trabajo, de esclavitud,de despotismo, y de ignorancia y degradación moral (55).

    Las situaciones de marginación se definen en referencia al mercado de trabajo: La Economía Política no conoce al trabajador parado, al hombre de trabajo, en la medida en que se encuentra fuera de esta relación laboral. El pícaro, el sinvergüenza, el pordiosero, el parado, el hombre de trabajo hambriento, miserable y delincuente son figuras que no existen para ella, sino solamente para otros ojos: para los del médico, del juez, del sepulturero, del alguacil de pobres, etc.; son fantasmas que quedan fuera de su reino (56).

    La burguesía casi siempre ha sido capaz de atraer a su lado al lumpenproletariado, un sector extremadamente débil por sus perentorias necesidades de supervivencia e ideológicamente desclasado. Ha utilizado al lumpen contra el mismo proletariado en numerosas ocasiones: su debilidad le ha hecho fácilmente manipulable, carne de cañón asequible a buen precio. El lumpen, pese a formar parte del proletariado, es el sector social más fiel a la ideología dominante. Nadie está más aferrado a los valores y símbolos capitalistas que sus primeras víctimas, de modo que quienes han padecido en sus carnes con toda crudeza la dialéctica del amo y el esclavo, se convierten en sus más crueles gestores cuando les corresponde el papel dominante: El lumpenproletariado, ese producto pasivo de la putrefacción de las capas más bajas de la vieja sociedad, puede a veces ser arrastrado al movimiento por una revolución proletaria; sin embargo, en virtud de todas sus condiciones de vida, está más bien dispuesto a venderse a la reacción para servir a sus maniobras (57). Todas las taras del capitalismo se acentúan y asimilan en el lumpen hasta el paroxismo, de modo que, desde este punto de vista, no tiene sentido su calificación como inadaptados, desviados o marginados. El egoísmo, el machismo, el consumismo están ahí expuestos con su máxima desnudez, entre otras razones porque en ellos la capacidad de abstracción es mínima: el marginado se rodea y se atiene siempre a lo concreto. El lumpen carece de ideología propia, lo que le deja indefenso ante la invasión publicitaria actual, que interioriza con gran facilidad. Pero no se trata de un residuo que va arrojando la sociedad en su marcha: es también uno de los motores de esa marcha; la marginación no es algo accesorio, prescindible, una secuela indeseada sino una pieza fundamental en el funcionamiento del sistema productivo capitalista: La basura, esta corrupción y necesidad para el hombre, la cloaca de la civilización (esto hay que entenderlo literalmente) se convierte para él [para el hombre, N. del A.] en un elemento vital. La dejadez totalmente antinatural, la naturaleza podrida, se convierten en su elemento vital (58).

    El lumpen está desclasado, por lo que, con las cifras actuales de paro, son cuantiosos los parados de larga duración y los que después de muchos años no han encontrado aún su primer empleo, los que caen en el abismo de la exclusión social, del desarraigo. La degradación de las condiciones de vida y trabajo es lo que ha formado esos típicos barrios suburbiales, acosados por gravísimos problemas de transporte, contaminación, vivienda, ruido, abastecimiento, saneamiento o atención hospitalaria. En ellos se hacinan los parados y crece la marginación.

    En España el volumen de marginados crece sin cesar, alcanzando cifras jamás sospechadas. Varias encuestas realizadas en 1984 coincidieron en estimar el número de pobres en ocho millones de personas, un 20 por ciento de la población. El baremo para medir la pobreza lo fija la Comunidad Europea en la mitad del salario medio, definiendo como pobres a los que no alcanzan ese nivel de ingresos (59). Según datos del BBV, el censo de pobreza asciende a 11'5 millones (60), lo que significa que una de cada cuatro personas está en mínimos de precariedad y subsistencia. Hay un importante volumen de población con ingresos inferiores al salario mínimo, unos cinco millones de hogares con ingresos inferiores a 679.180 pesetas anuales y casi un millón y medio no alcanzan las 20.000 pesetas. Entre los jubilados, los que no alcanzan el salario mínimo son casi un 60 por ciento.

    La tasa de desempleo alcanza al 8 por ciento de la población activa y un 29 por ciento de los ocupados (más de tres millones) trabaja en la economía sumergida y no figuran como parados, sino como inactivos, es decir, trabajadores desmoralizados que ni siquiera se inscriben en las oficinas de empleo para que les proporcionen una ocupación legalizada. La tasa de actividad en España no es creíble, ya que ronda el 50 por ciento frente al 66'3 por ciento en Europa, lo que significa que hay mucha gente que ya ni siquiera busca empleo y desaparece de los registros oficiales. Y mientras muchos adultos no buscan siquiera trabajo, hay entre 500.000 y 800.000 menores de 16 años trabajando en España de manera ilegal (El País, 12 diciembre 1996).

    Hay un millón de hogares en los que ninguno de sus componentes obtiene ningún tipo de ingreso. El paro entre los cabezas de familia es del 11'1 por ciento.

    El capitalismo ha llevado a millones de trabajadores al borde del abismo, de la degeneración moral y de la anomia en una búsqueda desesperada de soluciones individuales a su dramática situación. El Instituto de la Mujer ha cifrado en 600.000 el número de prostitutas y, según datos de la Cruz Roja, el 7 por ciento de los menores de 16 años de los barrios periféricos se prostituye. Sólo en Madrid sobreviven 2.000 niños que carecen de hogar. Por toda España 55.000 vagabundos merodean por las calles sin familia y sin vivienda donde cobijarse, mendigando y sobreviviendo en las más duras condiciones de aislamiento personal. El número de drogadictos se estima en unos 100.000 y el de alcohólicos oscila entre los dos y los cinco millones.

    El número de presos se ha cuadruplicado en los últimos treinta años; actualmente es el más elevado de Europa en relación con el volumen de población y se sitúa en torno a los 45.000, de los que 120 fallecen todos los años por falta de condiciones higiénicas, desatención sanitaria, etc. En 1995 fueron detenidos 21.000 menores de 18 años acusados de algún delito y entre ellos 50 lo fueron por asesinato. En 1991 fueron recluidos en reformatorios 847 niños acusados de cometer delitos graves.

    La situación de los inmigrantes, cuya cifra es de casi 1.400.000 con residencia legal, es también caótica. Asumen los trabajos peor remunerados, sin contrato ni derecho alguno. Viven en condiciones infrahumanas. Pero aún peor es la situación de los 300.000 inmigrantes que carecen de documentación, trabajan en condiciones de sobre-explotación y deambulan perseguidos por la policía.

    Extraordinariamente significativo es el espectacular aumento de los suicidios, que muestra la degradación social que corroe al país, azotado por el desempleo y la ausencia total y absoluta de expectativas de una mejora en las condiciones de vida. El desempleo es la causa primera y más importante del aumento en el número de suicidios, cuyas cifras son sensiblemente más elevadas en las poblaciones industriales sometidas al paro y la reconversión.

    Especialmente la juventud es la que padece más directamente el problema del paro, por lo que el deterioro social se manifiesta en ella de manera mucho más acusada, al destruir los lazos familiares. La familia interioriza la crisis social, evitando el estallido a costa de degradarse a sí misma: no faltan ingresos aunque los jóvenes no puedan salir de la vivienda familiar, pero a costa de deteriorarse las relaciones internas. La deplorable situación económica se ha introducido dentro del hogar familiar, creando un clima insostenible de violencia y de agresividad hacia los más próximos. Un 4'2 por ciento de las familias agreden a sus propios hijos, lo que hace un total de 250.000 niños golpeados por sus progenitores; el 37 por ciento de las agresiones sexuales tiene por objeto a un menor de edad. Según datos de Aldeas Infantiles SOS unos mil niños mueren anualmente en España como consecuencia de agresiones y malos tratos propinados por sus padres, y cerca de medio millón necesitan apoyo social. Los niños maltratados gravemente ascienden a unos 6.000 al año, pero son cientos de miles los que son golpeados con regularidad. Las mujeres son la otra víctima este deterioro, calculando las organizaciones feministas en 50 el número de mujeres asesinadas anualmente como consecuencia de la violencia doméstica, a las que hay que añadir entre 600.000 y 800.000 que son maltratadas por sus respectivos compañeros.

    Cualquier dato que se tome como referencia no resiste la comprobación histórica: el capitalismo extiende la degradación humana más allá de cualquier límite que podamos imaginar, hasta extremos que ninguna civilización conoce ni ha conocido jamás. Ni el volumen de parados, ni el de vagabundos, ni el de agresiones, ni el de delincuentes, tiene parangón histórico. El capitalismo amenaza con sumirnos a todos en su cloaca.

    NOTAS:

    (42) C. Marx: El Capital, III-50, págs. 793-794.
    (43) C. Marx: El Capital, I-22, págs. 509-510; también I-15, págs. 434 a 443.
    (44) C. Marx: El Capital, I-23, pág. 523.
    (45) C. Marx: El Capital, I-23, págs. 537-538.
    (46) C. Marx: El Capital, II-20, pág. 366.
    (47) C. Marx: Manuscritos, pág. 60.
    (48) C. Marx: «Trabajo asalariado y capital», en Obras Escogidas, tomo I, pg. 77.
    (49) C. Marx: «Trabajo asalariado y capital», en Obras Escogidas, tomo I, pgs. 80 y 84.
    (50) C. Marx y F. Engels: «Manifiesto Comunista», en Obras Escogidas, tomo I, págs. 30-31.
    (51) C. Marx y F. Engels: La ideología alemana, Pueblos Unidos, Montevideo, pg.232.
    (52) C. Marx: El Capital, I-23, pág. 539.
    (53) C. Marx: El Capital, I-23, pág. 542.
    (54) C. Marx: El Capital, I-23, pág. 545.
    (55) C. Marx: El Capital, I-23, págs. 546-547.
    (56) C. Marx: Manuscritos, pág. 124.
    (57) C. Marx y F. Engels: «Manifiesto Comunista», en Obras Escogidas, tomo I, pág. 29.
    (58) C. Marx: Manuscritos, pág. 158.
    (59) Demetrio Casado: Sobre la pobreza en España (1965-1990), Hacer, Barcelona, 1990, pág. 243.
    (60) VV.AA.: La sociedad de la desigualdad, Gakoa, San Sebastián, 1992, pg.32.
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    Mensaje por AliveRC Dom Oct 14, 2012 6:49 pm

    Muy interesante análisis, gracias por ponerlo.
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    Mensaje por pedrocasca Dom Oct 14, 2012 8:24 pm

    Agradecido por el contenido del tema. Interesante y con un nivel verdaderamente útil para la formación. Sólo las notas y referencias bibliográficas ya merecen la pena tenerse en cuenta.
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    Mensaje por Manifiesto Dom Oct 14, 2012 8:36 pm

    Muchas gracias a todos, pero el mérito no es mio, es de los militantes del PCE(r) que lo han escrito. Veo que ha tenído buena cabida en el foro, iré colgando más textos de Antorcha en el foro.
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    Mensaje por ndk Jue Abr 04, 2013 6:16 pm

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    Mensaje por pedrocasca Vie Abr 05, 2013 2:05 pm

    La web argentina Bandera roja*** publicó en su día este documento en 30 páginas de formato pdf de muy buena calidad. El documento se puede descargar desde el enlace:

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    ***curiosamente es (o era, no se si sigue en activo) de un claro sesgo trotskista


    Última edición por pedrocasca el Lun Abr 08, 2013 12:07 pm, editado 1 vez
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    Mensaje por Repesp Dom Abr 07, 2013 4:53 pm

    Buaf, impresionante. Hoy estoy un poco flojo, he leído sólo lo que más me ha interesado, pero vamos, es material de calidad, muchísima información de gran utilidad, abarca genialmente la situación general del pueblo español (supongo que también será extrapolable a muchos países, sobre todo de la Unión Europea por la globalización).

    Miedo me da lo de los lúmpenes, todo un ejército al servicio de la Burguesía...

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