Los cambios en la composición de la fuerza de trabajo
SUMARIO:
— Introducción
— La pequeña burguesía
— La proletarización de la fuerza de trabajo
— Los ‘gastos muertos’ del capital social
— La clase obrera
— El sector terciario
— El trabajo cualificado
— El trabajo de oficina
— La ley de la pauperización creciente
— El lumpenproletariado
La burguesía monopolista, a coro con los revisionistas, viene proclamando a los cuatro vientos el fin de la clase obrera. Como consecuencia del progreso técnico -afirman- se imponen las clases medias, representadas por los técnicos y oficinistas. Este proceso significaría dos cosas: que el trabajo intelectual sustituiría progresivamente al trabajo manual y que el trabajo complejo sustituiría al trabajo simple. Por un lado, la clase obrera se aburguesa como consecuencia del descenso del número de trabajadores que desempeñan tareas manuales frente a los trabajadores intelectuales o de cuello blanco. Por el otro, la transformación de la ciencia en fuerza productiva habría supuesto una elevación del nivel promedio de cualificación de la fuerza de trabajo. Según estas tesis, los trabajadores manuales están siendo sustituidos progresivamente por técnicos cualificados; los obreros industriales mantienen su número, pero crecen mucho más rápidamente los profesionales que prestan sus servicios en el sector terciario. Nos encaminamos -aseguran- hacia la sociedad postindustrial, dominada por los expertos, tecnócratas y burócratas. Lo mismo que se pasó de una etapa agrícola a otra industrial, ahora estaríamos en la víspera de una nueva etapa técnica y burocrática, cuyos prototipos son el ingeniero y el contable. En esta nueva fase social se ha impuesto el trabajo cualificado, lo que supone un importante desarrollo del sistema educativo y el predominio de los intelectuales que, por lo demás, no serían ni burgueses ni proletarios sino una tercera especie social cualtitativamente distinta de las dos anteriores, porque ya no importará tanto el tener sino el saber. En la sociedad que se avecina, imperará el pragmatismo y las normas de la eficacia, para lo que se deberá producir una profunda desideologización: los que sólo tienen opiniones deberán callar ante los que tienen conocimientos; los técnicos pasarán a ocupar el lugar de los políticos; el mercado, y con él el propio capitalismo, van siendo sustituídos por la planificación como un imperativo insoslayable dictado por la nuevas tecnologías: El enemigo del mercado no es la ideología sino el ingeniero, escribió Galbraith (1). La lucha de clases desaparecerá porque la sociedad será cada vez más homogénea. Nos aproximamos hacia una era anodina donde, desaparecidas las ideologías, imperará el pensamiento único: la ciencia y la técnica son neutrales, el desarrollo de las fuerzas productivas es siempre positivo y la división del trabajo incuestionable.
La evolución de la fuerza de trabajo desmentiría la tesis de Marx acerca de la progresiva proletarización que caracterizaría al capitalismo. Es indiscutible que una parte creciente de la case obrera (que alcanza a un tercio en la actualidad) está compuesta por cuadros técnicos, titulados y profesionales, es decir, de trabajadores en los que, por definición, parece que deberían predominar las tareas intelectuales sobre las manuales. Además, a todos esos técnicos hay que sumar el creciente volumen de trabajadores de oficina, de características similares a los anteriores, lo que acentuaría ese cambio en la composición de la fuerza de trabajo, favorable al trabajo complejo o cualificado.
Toda esa serie de elaboraciones académicas se fundamentan en tópicos, cada cual más superficiales, por los que se identifica al proletariado con el trabajador manual de la industria, el trabajo manual con las jornadas laborales penosas y agotadoras y, finalmente, la actividad laboral prototipo sería la fabricación de mercancías y no la prestación de servicios, etc. Los sociólogos burgueses definen las clases sociales sin relación ninguna con las relaciones de producción y en base al nivel de ingresos, a un impreciso status social o a consideraciones subjetivas como la conciencia política o la consideración sobre sí mismos y su posición social. Así por ejemplo, una de sus tesis más difundidas consiste en definir como clase media a los trabajadores por cuenta ajena (2).
Pero partiendo de tales premisas es claro que sólo se obtiene una caricatura de la realidad actual. El capitalismo no ha alterado ninguno de sus fundamentos económicos en doscientos años de evolución, de modo que ni el monopolismo ni tampoco la crisis económica han supuesto ningún cambio cualitativo importante en la composición y estructura de las clases sociales, ni en España ni en ningún otro país. Pero sí se han sucedido cambios cuantitativos interesantes de resaltar que, lejos de refutar, confirman al pie de la letra y una por una las aseveraciones que Marx realizó hace ya más de un siglo.
La pequeña burguesía
La población activa de este país, es decir, las personas en edad de trabajar y que tienen empleo o lo buscan, la componen unos catorce millones (dieciseis millones en la última encuesta), de los que más de las tres cuartas partes (once millones) son asalariados. El resto, es decir, tres millones, son burgueses y, sobre todo, pequeños burgueses. Esa supuesta clase media, por tanto, es una exigua minoría, una parte muy reducida, compuesta exactamente por 3.139.000 ciudadanos, de los que sólo el 11 por ciento dispone de asalariados, es decir, que la burguesía propiamente dicha, aquella que explota la fuerza de trabajo ajena, sólo la componen unos 350.000 españoles. El 63 por ciento de las empresas tiene menos de 5 trabajadores y el 88 por ciento menos de 20; sólo unas 25.000 empresas facturas más de 200 millones anuales y se calcula en unas 35.000 las que disponen de una contabilidad fiable.
Se trata, por tanto, de una burguesía muy débil, prácticamente autónomos auxiliados por familiares en sus negocios. En consecuencia, la mayor parte de los no asalariados son autónomos, trabajadores independientes, pequeños agricultores, pescadores, ganaderos, comerciantes, profesionales liberales y vendedores. Una pequeña burguesía agrícola y urbana muy dispersa.
La pequeña empresa subsiste porque no compite con los grandes monopolios sino que, por el contrario, les beneficia. Entre ellas hay dos situaciones bien diferenciadas. Por un lado, hay un pequeño número de pequeñas empresas muy avanzadas tecnológicamente, que normalmente son sucursales de los monopolios: el 80 por ciento de las empresas de ingeniería tienen menos de 50 trabajadores. Por el otro, hay toda una constelación de pequeñas empresas marginales que no sólo no obtienen la cuota media de ganancia, sino que no obtienen ninguna ganancia en absoluto. Este tipo de empresas marginales sostienen, por un lado, unos salarios muy bajos, ya que cualquier elevación les ocasiona pérdidas y, por el otro, unos precios elevados para poder seguir subsistiendo, precios de monopolio. Es esta situación la que les permite sobrevivir a ellos y preservar los grandes beneficios de los monopolios. Sólo cuando a los monopolios les interesa rescatar una parte del mercado, reducen los precios para eliminar a las empresas marginales y quedarse con su cartera de clientes.
Con la acumulación y la penetración capitalista en todas las áreas económicas, la pequeña burguesía ve reducirse el número de sus efectivos; se trata de una capa social cada vez más exigua y empobrecida, que sobrevive porque no tiene otra salida que continuar, ya que cerrar su negocio no sólo no le da derecho a cobrar el desempleo sino que le costaría dinero. El declive de la pequeña burguesía, en su mayor parte, proviene de la reducción del campesinado agrícola y ganadero independiente. Si en los años sesenta fueron los jornaleros, campesinos sin tierras quienes tuvieron que emigrar, ahora han sido los pequeños propietarios rurales los que han tenido que abandonar sus tierras. Marx describió así este fenómeno: La clase obrera se recluta también entre capas más altas de la sociedad. Hacia ella va descendiendo una masa de pequeños industriales y pequeños rentistas para quienes lo más urgente es ofrecer sus brazos junto a los brazos de los obreros. Y así, el bosque de brazos que se extienden y piden trabajo es cada vez más espeso, al paso que los brazos mismos que lo forman son cada vez más flacos (3).
El sector más importante de los autónomos sigue siendo el comercio, con más de un millón de cotizantes a la Seguridad Social. Pero el pequeño comercio y la agricultura, tradicionalmente asociados a la pequeña burguesía, están en declive, mientras crece el número de autónomos en el sector servicios y en nuevas profesiones, como por ejemplo el transporte, la hostelería y la construcción. En los demás sectores, el autónomo ya era una figura conocida con anterioridad, pero en la construcción se está desarrollando por influjo de la crisis económica y constituye ya la cuarta parte de total del empleo en el sector. En el transporte, los autónomos constituyen el 80 por ciento del sector; hay 137.000 camiones pesados y nada menos que 120.000 empresas, lo que significa que se trata de trabajadores que sólo disponen de un único camión.
De los más de tres millones de autónomos, 2.622.678 cotiza en el régimen especial de trabajadores autónomos; otros 310.684 lo hace en el agrario, y 16.786, en el del mar. A estos tres grupos habría que sumar los empleados del hogar y aquéllos que han sustituido la Seguridad Social por alguna mutualidad profesional -es el caso de muchos abogados- para hacerse una idea de lo extenso y heterogéneo que es este colectivo.
Como mínimo un 30 por ciento de los autónomos, unos 780.000 trabajadores, provienen de la sustitución del salario por tiempo de trabajo al salario a destajo. Todos ellos son los antiguos obreros del gremio que ahora trabajan aparentemente por su cuenta y subcontratados por el antiguo patrón. Reciben el total de sus ingresos del mismo capitalista, cumplen un horario y están sometidos a un jefe, aunque aparentemente no mantienen una relación laboral con la empresa. Los autónomos no tienen ninguna forma de negociar con la empresa para la cual trabajan sus condiciones laborales, ni tampoco las tarifas. Tienen todas las obligaciones de un empresario (18 por ciento de IRPF, IVA e impuesto de actividades económicas) y ninguno de los derechos de los asalariados.
Por eso el número de trabajadores autónomos ha crecido un 20'7 por ciento desde 1990. Es una de las consecuencia de las nuevas tecnologías, como el teletrabajo, así como de la política de flexibilización del mercado de trabajo, impuesta por la burguesía monopolista y que ha supuesto la pérdida de todos los derechos laborales de los trabajadores. Desaparecen los descansos y vacaciones, la seguridad social se la paga el propio autónomo, así como las herramientas de trabajo, todo ello en beneficio de las grandes empresas contratistas, cuya función se reduce a servir de intermediarios y quedarse con todas las ganancias. Esta situación es la que propició la dura huelga del transporte en febrero de 1997.
La pequeña burguesía, por una parte, es una capa social fuertemente sacudida por la crisis y por la creciente monopolización de la economía; por el otro es un sector que tratan de reforzar con la fórmula del autoempleopara reducir las cifras del paro. Se trata de un grupo social fuertemente empobrecido por la reducción de los salarios. Es fácilmente constatable por todas las calles de nuestras ciudades, que los comercios tradicionales se ven obligados a cerrar y otros recién abiertos a duras penas subsisten, porque la capacidad adquisitiva de los trabajadores apenas alcanza para comer y pagar la vivienda. El pequeño comercio está además sometido a la desventajosa competencia de las grandes superficies (Pryca, Continente, Hipercor, Alcampo) que amenazan con arruinarlo definitivamente, ya que incluso han llegado a devorar a otro gran almacén, como ha sido el caso reciente de Galerías Preciados.
Los autónomos no tienen derecho a cobrar el subsidio de desempleo, deben pagar más si desean acogerse a la incapacidad temporal, que además disfrutan sólo a partir del decimoquinto día, y su pensión media es un 43 por ciento más baja que la de los asalariados. Otro ejemplo de las desigualdades con el régimen general de la Seguridad Social está en los accidentes de trabajo. Si un taxista asalariado tiene un accidente de tráfico se considera accidente laboral, pero si éste es autónomo se considera un incidente de tráfico. La base mínima de cotización es un 41 por ciento más alta que para el resto de los trabajadores.
Pues este el es panorama hacia el que pretenden conducir a los trabajadores sindicatos como la UGT. Ofrecen pagar el desempleo de una sola vez para que con ese dinero y préstamos bancarios, cada parado pueda organizar su propio negocio. Transformar al trabajador en un pequeño burgués es otra manera más de liquidar los derechos sociales adquiridos a lo largo de estos años. En esa misma dirección apuntan todas las fórmulas de economía social recientemente ideadas, tales como las sociedades anónimas laborales, las cooperativas de trabajo asociado, etc. En abril de 1996 los trabajadores de las minas de Río Tinto en Huelva se hacían cargo de su propia empresa (en realidad de sus deudas) y su primera idea fue la de aumentar las horas de trabajo.
La proletarización de la fuerza de trabajo
El grueso de la población española, el español medio de verdad, es el trabajador por cuenta ajena, el trabajador dependiente. El fenómeno social más importante que se viene produciendo en los últimos años es el crecimiento del trabajo dependiente, lo que expresa la concentración de los medios de producción en manos de una minoría y el expolio de una mayoría creciente, que se ve obligada a vender su fuerza de trabajo. Está progresando un fenómeno calificado de salarización de la fuerza de trabajo. Esto se observa incluso en las profesiones liberales más significativas; por ejemplo, un 7 por ciento de los farmacéuticos ya no disponen de su propio negocio sino que están empleados por grandes laboratorios; lo mismo le sucede al 28 por ciento de abogados, 42 por ciento de médicos, 49 por ciento de arquitectos, hasta llegar a otros titulados, como los ingenieros o los economistas, donde más del 90 por ciento trabaja a sueldo. El volumen de asalariados crece rápidamente y hoy componen la mayor parte de la fuerza de trabajo: hace treinta años sólo sumaban siete millones de personas, por lo que han crecido un 50 por ciento, mientras que la pequeña burguesía (que es el grueso de la población no asalariada) hace treinta años la componían más de cuatro millones y medio de personas, por lo que se ha reducido en una tercera parte. Los sociólogos burgueses gustan hablar de movilidad social, como si se tratara de un fenómeno continuo de promoción social, que llevará a todas las grandes masas obreras a disponer de sus propios medios de producción, cuando en realidad esa movilidad es una permanente expoliación que obliga a sectores cada vez más extensos de la población a vender su fuerza de trabajo para subsisitir, esto es, una proletarización persistente y sistemática.
Pero hasta hora hemos visto el fenómeno en términos absolutos; la misma conclusión se obtiene analizando esta evolución en términos relativos: la pequeña burguesía hace treinta años constituía el 40 por ciento de la población activa, mientras que hoy sólo representan la tercera parte. Es claro, en consecuencia, que se viene produciendo en España un proceso creciente de proletarización de la sociedad, que este país está cada vez más polarizado, entre una masa que no dispone más que de su fuerza de trabajo y otra, cada vez más reducida, que acumula todos los medios de producción. Se verifica así, una vez más, la afirmación de Marx de que la acumulación del capital supone un aumento del proletariado, es decir, el desarrollo capitalista crea en uno de los polos capitalistas más poderosos y, en el otro, incrementa el número de asalariados que no disponen más que de su fuerza de trabajo. Uno de los efectos de la acumulación capitalista es precisamente el crecimiento absoluto y constante del proletariado, que llega a resultar excesivo para las necesidades de la producción y pasa al paro, a la reserva.
Sin embargo, los asalariados no constituyen una masa social homogénea ya que están muy diversificados y no pueden constituir una clase social por sí mismos. Los ingresos de esos asalariados no provienen de una misma fuente, no son idénticos cualitativamente por su origen, ya que unos provienen de los presupuestos públicos, otros de rentas, otros de la plusvalía, etc. Todos los obreros son asalariados pero no todos los que trabajan por cuenta ajena pueden calificarse de obreros en sentido estricto; los asalariados son un grupo mucho más amplio, en el que no todos forman parte de la clase obrera. Ni siquiera son realmente asalariados todos los que oficialmente se clasifican como tales a efectos estadísticos, porque cualquier sueldo no es salario sino sólo lo que forma parte integrante del capital variable.
Para clasificar al conjunto de los asalariados es imprescindible tener en cuenta la división del trabajo, porque el capitalismo no solamente congrega a grandes cantidades de personas en las urbes y en los centros productivos, sino que además los organiza y distribuye de una forma peculiar, bajo la forma de la división capitalista del trabajo. Si bien la división social del trabajo, lo que Marx calificó de división del trabajo en general, la que se verifica entre la agricultura y la industria y, a su vez, entre la minería y la metalurgia, etc., ya era conocida en anteriores modos de producción, el capitalismo introduce como novedad la división del trabajo en particular, es decir, la división del trabajo dentro de la fábrica. Esta distinción, como advirtió el propio Marx, no es meramente cuantitativa sino esencial y decisiva. Mientras la división social del trabajo es la que puede explicar, en parte, la aparición del denominado sector servicios, la división del trabajo en particular es la que permite empezar a comprender el trabajo de oficina que por oposición al taller, es representativo de la contradicción entre el trabajo intelectual y el manual; mientras en la fábrica (división del trabajo en particular) desarrolla la tiranía del capitalista, en la sociedad (división social del trabajo) conlleva la anarquía del mercado. La división del trabajo implica la contradicción entre el campo y la ciudad, entre el hombre y la mujer, entre los adultos y los niños, entre el trabajo manual y el intelectual, entre la producción y el intercambio, etc.
No existe, sin embargo, una frontera insalvable entre una forma y otra de división del trabajo, por cuanto frecuentemente fragmentos de la producción de una misma empresa se independizan y forman unidades productivas en sí mismas. Por ejemplo, numerosas sociedades de servicios no son más que antiguas tareas y funciones que antes se localizaban dentro de las oficinas de las grandes empresas, como consultorías técnicas, administrativas, etc. Las empresas de trabajo temporal, consideradas también como servicios, son otro caso idéntico, en el que funciones de una empresa se sacan fuera de su estructura formal y aparecen como servicios aparentemente autónomos. En las grandes empresas el mantenimiento lo efectuaban antes equipos de obreros de la propia empresa, mientras que actualmente lo hace la empresa fabricante de la maquinaria: la venta de capital fijo supone un compromiso de mantenimiento para el vendedor, que habitualmente subcontrata esta responsabilidad con una pequeña empresa de servicios; a su vez esta empresa, en realidad, no repara la maquinaria sino que se limita a detectar la avería y susitituir la pieza defectuosa por otra nueva, de modo que la empresa suministradora vende la maquinaria o piezas de ella varias veces al mismo comprador. La división del trabajo en particular consigue así que grupos de funciones que antes desempeñaban las propias empresas por sí mismas, ahora se extraigan de su interior y obtengan autonomía funcional, pasando a prestar sus servicios no solamente a su matriz, sino a cualquier otra empresa. De ese modo se intensifica la especialización, mejora la productividad y disminuyen los costes.
Las clasificaciones oficiales que manejan los monopolistas (trabajadores agrarios, industriales y de servicios) son las que inducen a la confusión, para dar verosimilitud a su tesis sobre la desaparición de la clase obrera. Según las estadísticas burguesas, de los dieciseis millones de trabajadores activos, tres millones están en el paro, un millón están ocupados en la agricultura (si bien no todos son asalariados), 3'7 son obreros industriales (proletarios en sentido estricto) y otros 7'7 son trabajadores del sector terciario o servicios: banca, seguros, hostelería, comercio, transporte, oficinas, etc.
Las cifras que ofrecen acerca del número de parados, no son creíbles. La tasa de actividad en España es sospechosamente baja, ya que ronda el 50 por ciento frente al 66'3 por ciento en Europa, lo que significa que hay mucha gente que desmoralizada ya ni siquiera busca empleo y desaparecen de los registros oficiales; por ejemplo, para las mujeres es de sólo un 21'2 por ciento, lo que significa que sólo una de cada cinco mujeres trabaja o busca empleo, lo que no resulta verosímil. Los datos oficiales muestran que la tasa de desempleo alcanza al 24 por ciento de la población activa y que un 29 por ciento de los ocupados (más de tres millones) trabaja en la economía sumergida y no figuran como parados, sino como inactivos, es decir, trabajadores desmoralizados que ni siquieran se inscriben en las oficinas de empleo para que les proporcionen una ocupación legalizada. Y mientras muchos adultos no buscan siquiera trabajo, hay entre 500.000 y 800.000 menores de 16 años trabajando en España de manera ilegal.
Según estos datos, el proletariado industrial viene experimentando una pérdida de importancia relativa en favor de los asalariados del sector servicios. Los trabajadores de este sector son los únicos que han crecido con la crisis, mientras la reconversión ha reducido ligeramente el volumen de obreros industriales. Durante los años de milagro económico el proletariado industrial había crecido numéricamente en más de medio millón de obreros y ahora este proletariado se ha reducido en unos 800.000 trabajadores, es decir, menos que hace treinta años. Lo componen actualmente 2.300.000 trabajadores, de los que una tercera parte no está directamente vinculada a la producción, sino que son administrativos y técnicos que expresan la contradicción entre el trabajo manual y el intelectual, entre el trabajo simple y el complejo. El resto, es decir, 1.600.000 obreros, constituyen el proletariado propiamente dicho, el núcleo del aparato productivo español. Este núcleo proletario, que parece cuantitativamente reducido, es vital desde el punto de vista económico y sigue siendo el motor básico, tanto económica como socialmente:
El capital industrial -escribía Marx- es la única forma de existencia del capital en que es función de éste no sólo la apropiación de la plusvalía o del producto excedente, sino también su creación. Este capital condiciona, por tanto, el carácter capitalista de la producción; su existencia, lleva implícita la contradicción de clase entre capitalistas y obreros asalariados. A medida que se va apoderando de la producción social, revoluciona la técnica y la organización social del proceso de trabajo, y con ellas el tipo histórico-económico de sociedad. Las otras modalidades de capital que aparecieron antes de ésta en el seno de estados sociales de producción pretéritos o condenados a morir, no sólo se subordinan a él y se modifican con arreglo a él en el mecanismo de sus funciones, sino que ya sólo se mueven sobre la base de aquel, y por tanto viven y mueren, se mantienen y desaparecen con este sistema que les sirve de base. El capital-dinero y el capital-mercancías, en la medida en que aparecen, con sus funciones, como exponentes de una rama propia de negocios al lado del capital industrial, no son más que modalidades de las distintas formas funcionales que el capital industrial asume unas veces y otras abandona dentro de la órbita de la circulación, modalidades sustantivadas y estructuradas unilateralmente por la división social del trabajo (4).
Excluidas las finanzas, la industria representa en España el 89 por ciento de la producción total y es en este sector donde se concentran los grandes monopolios. Pero además, la importancia social y política del proletariado es mucho mayor que su volumen cuantitativo, por lo que sigue siendo correcta la tesis de Lenin: La fuerza principal del movimiento consiste en el grado de organización de los obreros de las grandes fábricas, donde se concentra la parte predominante de la clase obrera, no sólo por su número, sino más bien por su influencia, desarrollo y capacidad de lucha. Cada fábrica debe convertirse en una fortaleza nuestra (5). Aunque su número se ha reducido ligeramente, el proletariado industrial produce cinco veces más que hace treinta años, lo que significa que su explotación se ha multiplicado -como mínimo- también por cinco. El proletariado industrial produce el grueso de la plusvalía y, por tanto, la acumulación capitalista depende de ello. No sólo el crecimiento del sector servicios sino todo el sistema económico gira en torno a este núcleo del capital productivo. Todo esto demuestra que el proletariado sigue siendo, a pesar de la crisis, por su número y por su estratégica vinculación a los sectores claves del aparato productivo, el motor básico y fundamental que decide el curso de los acontecimientos y, en consecuencia, el que debemos ganar para nuestra causa.
Dentro del proletariado hay un fenómeno impulsado por la crisis que es importante destacar: el cambio en la localización geográfica de las nuevas inversiones que está creando nuevos núcleos proletarios en regiones que antes carecían de tradición obrera. Durante los años de milagro económico el proletariado industrial se había concentrado geográficamente en unos pocos núcleos territoriales, los llamados entonces polos de desarrollo; en 1974 sólo la mitad del proletariado se agrupaba en cuatro provincias (Barcelona, Madrid, Vizcaya y Valencia). Hoy los viejos núcleos industriales empiezan a perder población: uno de cada tres trabajadores vascos está todos los años sometido a expediente de regulación de empleo y una cuarta parte de los despidos se produce en Euskadi. Por el contrario, las nuevas inversiones buscan áreas vírgenes para instalarse y preferentemente se han localizado en Levante y en el valle del Ebro, en busca de trabajadores inexpertos, dóciles y fácilmente explotables. En este movimiento ha influido la especulación inmobiliaria de finales de los ochenta: la venta de los terrenos de la fábrica para instalarse en otro lugar con otro nombre y con trabajadores eventuales. Las buenas comunicaciones desempeñan un papel clave en este fenómeno, siendo significativo el caso de Zaragoza, punto estratégico en la autopista Bilbao-Barcelona, con salidas portuarias al Mediterráneo y al Atlántico, con una autovía que enlaza con Madrid, con la próxima terminación del túnel de Somport que permitirá atravesar los Pirineos para enlazar cómodamente con Francia y disponiendo de dos aeropuertos infrautilizados tras el cierre de la base militar americana. No es de extrañar por ello que se haya instalado allí una empresa tan importante como General Motors en Figueruelas y otra tan característica como la multinacional de mensajería UPS. Por contra, las viejas comarcas industriales, especialmente las de Asturias y Vizcaya, experimentan el crecimiento alarmante de extensas bolsas de paro juvenil y de trabajadores prematuramente jubilados.
Finalmente, hay que deshacer el mito de la incorporación de la mujer al trabajo que incluso se utiliza como justificante del incremento de las cifras de paro. Entre la fuerza de trabajo nunca ha estado históricamente ausente la mujer, sino todo lo contrario, la mujer ha desempeñado siempre las tareas más ingratas, menos cualificadas y peor remuneradas. Por eso su trabajo nunca fue tomado en consideración: oficialmente la mujer no trabajaba, no obstante su presencia permanente en todas las actividades dentro y fuera del hogar familiar.
Los académicos han empezado a tomar en cuenta este fenómeno cuando ha empezado a trabajar la mujer burguesa y sólo porque la mujer burguesa ha ocupado puestos cualificados, como corresponde lógicamente a su clase. Una tercera parte de las mujeres que trabajan tienen título universitario, mientras que sólo un 17 por ciento de los varones laboralmente activos tiene ese nivel académico. Esto prueba que sólo se contabilizan los trabajos de la mujer cualitativamente superiores, y no los subalternos. Entonces se ha empezado a hablar de incorporación de la mujer al trabajo como cosa novedosa, olvidando el papel decisivo de la mujer proletaria. A mediados del siglo XIX en Inglaterra la mitad del proletariado era femenino (6).
Hoy la situación laboral de la mujer trabajadora sigue siendo la misma de siempre, ocupando los peores puestos, los peor remunerados y con contratos precarios. El 35 por ciento de la fuerza de trabajo es femenina y en el mismo puesto de trabajo a mujer cobra la mitad que el hombre (El Pais, 6 de diciembre de 1996); el 65 por ciento del empleo temporal (a tiempo parcial) corresponde a la mujer. En las estadísticas laborales la situación laboral de la mujer ha pasado de inactiva, de no figurar siquiera, a parada; el progreso del capitalismo en este campo consiste en que, por fin, a la mujer por lo menos se la empieza a contabilizar.
Otro cambio interesante experimentado por el proletariado es su envejecimiento: el promedio de edad de los obreros en 1976 era de 36 años, mientras que diez años más tarde era de más de 40 años. En 1976 una tercera parte del proletariado tenía menos de 30 años, en tanto que hoy casi todos los menos de esa edad están en el paro. La clase obrera viene experimentando una situación generacional dual: los padres trabajan y mantienen a sus hijos, que no pueden encontrar empleo.
NOTAS:
(1) El nuevo estado industrial, Sarpe, Barcelona, 1984, pgs. 69 y 88.
(2) T.B.Bottomore: Las clases en la sociedad actual, La Pléyade, Buenos Aires, 1973, pgs.38 a 41.
(3) «Trabajo asalariado y capital», en Obras Escogidas, Ayuso, Madrid, 1975, tomo I, pgs.90-91
(4) El Capital, Fondo de Cultura Económica, México, 1973, II-1, pg.51.
(5) «Carta a un camarada sobre nuestras tareas de organización», en Obras Completas, tomo VI, pg.265.
(6) Engels: La situación de la clase obrera en Inglaterra, Júcar, Madrid, 1978, pg.141. También Marx escribió al respecto: El elemento predominante, con mucho, en el personal fabril, lo forman los obreros jóvenes (menores de 18 años), las mujeres y los niños (El Capital, cit., I-13, pg.373).
SUMARIO:
— Introducción
— La pequeña burguesía
— La proletarización de la fuerza de trabajo
— Los ‘gastos muertos’ del capital social
— La clase obrera
— El sector terciario
— El trabajo cualificado
— El trabajo de oficina
— La ley de la pauperización creciente
— El lumpenproletariado
La burguesía monopolista, a coro con los revisionistas, viene proclamando a los cuatro vientos el fin de la clase obrera. Como consecuencia del progreso técnico -afirman- se imponen las clases medias, representadas por los técnicos y oficinistas. Este proceso significaría dos cosas: que el trabajo intelectual sustituiría progresivamente al trabajo manual y que el trabajo complejo sustituiría al trabajo simple. Por un lado, la clase obrera se aburguesa como consecuencia del descenso del número de trabajadores que desempeñan tareas manuales frente a los trabajadores intelectuales o de cuello blanco. Por el otro, la transformación de la ciencia en fuerza productiva habría supuesto una elevación del nivel promedio de cualificación de la fuerza de trabajo. Según estas tesis, los trabajadores manuales están siendo sustituidos progresivamente por técnicos cualificados; los obreros industriales mantienen su número, pero crecen mucho más rápidamente los profesionales que prestan sus servicios en el sector terciario. Nos encaminamos -aseguran- hacia la sociedad postindustrial, dominada por los expertos, tecnócratas y burócratas. Lo mismo que se pasó de una etapa agrícola a otra industrial, ahora estaríamos en la víspera de una nueva etapa técnica y burocrática, cuyos prototipos son el ingeniero y el contable. En esta nueva fase social se ha impuesto el trabajo cualificado, lo que supone un importante desarrollo del sistema educativo y el predominio de los intelectuales que, por lo demás, no serían ni burgueses ni proletarios sino una tercera especie social cualtitativamente distinta de las dos anteriores, porque ya no importará tanto el tener sino el saber. En la sociedad que se avecina, imperará el pragmatismo y las normas de la eficacia, para lo que se deberá producir una profunda desideologización: los que sólo tienen opiniones deberán callar ante los que tienen conocimientos; los técnicos pasarán a ocupar el lugar de los políticos; el mercado, y con él el propio capitalismo, van siendo sustituídos por la planificación como un imperativo insoslayable dictado por la nuevas tecnologías: El enemigo del mercado no es la ideología sino el ingeniero, escribió Galbraith (1). La lucha de clases desaparecerá porque la sociedad será cada vez más homogénea. Nos aproximamos hacia una era anodina donde, desaparecidas las ideologías, imperará el pensamiento único: la ciencia y la técnica son neutrales, el desarrollo de las fuerzas productivas es siempre positivo y la división del trabajo incuestionable.
La evolución de la fuerza de trabajo desmentiría la tesis de Marx acerca de la progresiva proletarización que caracterizaría al capitalismo. Es indiscutible que una parte creciente de la case obrera (que alcanza a un tercio en la actualidad) está compuesta por cuadros técnicos, titulados y profesionales, es decir, de trabajadores en los que, por definición, parece que deberían predominar las tareas intelectuales sobre las manuales. Además, a todos esos técnicos hay que sumar el creciente volumen de trabajadores de oficina, de características similares a los anteriores, lo que acentuaría ese cambio en la composición de la fuerza de trabajo, favorable al trabajo complejo o cualificado.
Toda esa serie de elaboraciones académicas se fundamentan en tópicos, cada cual más superficiales, por los que se identifica al proletariado con el trabajador manual de la industria, el trabajo manual con las jornadas laborales penosas y agotadoras y, finalmente, la actividad laboral prototipo sería la fabricación de mercancías y no la prestación de servicios, etc. Los sociólogos burgueses definen las clases sociales sin relación ninguna con las relaciones de producción y en base al nivel de ingresos, a un impreciso status social o a consideraciones subjetivas como la conciencia política o la consideración sobre sí mismos y su posición social. Así por ejemplo, una de sus tesis más difundidas consiste en definir como clase media a los trabajadores por cuenta ajena (2).
Pero partiendo de tales premisas es claro que sólo se obtiene una caricatura de la realidad actual. El capitalismo no ha alterado ninguno de sus fundamentos económicos en doscientos años de evolución, de modo que ni el monopolismo ni tampoco la crisis económica han supuesto ningún cambio cualitativo importante en la composición y estructura de las clases sociales, ni en España ni en ningún otro país. Pero sí se han sucedido cambios cuantitativos interesantes de resaltar que, lejos de refutar, confirman al pie de la letra y una por una las aseveraciones que Marx realizó hace ya más de un siglo.
La pequeña burguesía
La población activa de este país, es decir, las personas en edad de trabajar y que tienen empleo o lo buscan, la componen unos catorce millones (dieciseis millones en la última encuesta), de los que más de las tres cuartas partes (once millones) son asalariados. El resto, es decir, tres millones, son burgueses y, sobre todo, pequeños burgueses. Esa supuesta clase media, por tanto, es una exigua minoría, una parte muy reducida, compuesta exactamente por 3.139.000 ciudadanos, de los que sólo el 11 por ciento dispone de asalariados, es decir, que la burguesía propiamente dicha, aquella que explota la fuerza de trabajo ajena, sólo la componen unos 350.000 españoles. El 63 por ciento de las empresas tiene menos de 5 trabajadores y el 88 por ciento menos de 20; sólo unas 25.000 empresas facturas más de 200 millones anuales y se calcula en unas 35.000 las que disponen de una contabilidad fiable.
Se trata, por tanto, de una burguesía muy débil, prácticamente autónomos auxiliados por familiares en sus negocios. En consecuencia, la mayor parte de los no asalariados son autónomos, trabajadores independientes, pequeños agricultores, pescadores, ganaderos, comerciantes, profesionales liberales y vendedores. Una pequeña burguesía agrícola y urbana muy dispersa.
La pequeña empresa subsiste porque no compite con los grandes monopolios sino que, por el contrario, les beneficia. Entre ellas hay dos situaciones bien diferenciadas. Por un lado, hay un pequeño número de pequeñas empresas muy avanzadas tecnológicamente, que normalmente son sucursales de los monopolios: el 80 por ciento de las empresas de ingeniería tienen menos de 50 trabajadores. Por el otro, hay toda una constelación de pequeñas empresas marginales que no sólo no obtienen la cuota media de ganancia, sino que no obtienen ninguna ganancia en absoluto. Este tipo de empresas marginales sostienen, por un lado, unos salarios muy bajos, ya que cualquier elevación les ocasiona pérdidas y, por el otro, unos precios elevados para poder seguir subsistiendo, precios de monopolio. Es esta situación la que les permite sobrevivir a ellos y preservar los grandes beneficios de los monopolios. Sólo cuando a los monopolios les interesa rescatar una parte del mercado, reducen los precios para eliminar a las empresas marginales y quedarse con su cartera de clientes.
Con la acumulación y la penetración capitalista en todas las áreas económicas, la pequeña burguesía ve reducirse el número de sus efectivos; se trata de una capa social cada vez más exigua y empobrecida, que sobrevive porque no tiene otra salida que continuar, ya que cerrar su negocio no sólo no le da derecho a cobrar el desempleo sino que le costaría dinero. El declive de la pequeña burguesía, en su mayor parte, proviene de la reducción del campesinado agrícola y ganadero independiente. Si en los años sesenta fueron los jornaleros, campesinos sin tierras quienes tuvieron que emigrar, ahora han sido los pequeños propietarios rurales los que han tenido que abandonar sus tierras. Marx describió así este fenómeno: La clase obrera se recluta también entre capas más altas de la sociedad. Hacia ella va descendiendo una masa de pequeños industriales y pequeños rentistas para quienes lo más urgente es ofrecer sus brazos junto a los brazos de los obreros. Y así, el bosque de brazos que se extienden y piden trabajo es cada vez más espeso, al paso que los brazos mismos que lo forman son cada vez más flacos (3).
El sector más importante de los autónomos sigue siendo el comercio, con más de un millón de cotizantes a la Seguridad Social. Pero el pequeño comercio y la agricultura, tradicionalmente asociados a la pequeña burguesía, están en declive, mientras crece el número de autónomos en el sector servicios y en nuevas profesiones, como por ejemplo el transporte, la hostelería y la construcción. En los demás sectores, el autónomo ya era una figura conocida con anterioridad, pero en la construcción se está desarrollando por influjo de la crisis económica y constituye ya la cuarta parte de total del empleo en el sector. En el transporte, los autónomos constituyen el 80 por ciento del sector; hay 137.000 camiones pesados y nada menos que 120.000 empresas, lo que significa que se trata de trabajadores que sólo disponen de un único camión.
De los más de tres millones de autónomos, 2.622.678 cotiza en el régimen especial de trabajadores autónomos; otros 310.684 lo hace en el agrario, y 16.786, en el del mar. A estos tres grupos habría que sumar los empleados del hogar y aquéllos que han sustituido la Seguridad Social por alguna mutualidad profesional -es el caso de muchos abogados- para hacerse una idea de lo extenso y heterogéneo que es este colectivo.
Como mínimo un 30 por ciento de los autónomos, unos 780.000 trabajadores, provienen de la sustitución del salario por tiempo de trabajo al salario a destajo. Todos ellos son los antiguos obreros del gremio que ahora trabajan aparentemente por su cuenta y subcontratados por el antiguo patrón. Reciben el total de sus ingresos del mismo capitalista, cumplen un horario y están sometidos a un jefe, aunque aparentemente no mantienen una relación laboral con la empresa. Los autónomos no tienen ninguna forma de negociar con la empresa para la cual trabajan sus condiciones laborales, ni tampoco las tarifas. Tienen todas las obligaciones de un empresario (18 por ciento de IRPF, IVA e impuesto de actividades económicas) y ninguno de los derechos de los asalariados.
Por eso el número de trabajadores autónomos ha crecido un 20'7 por ciento desde 1990. Es una de las consecuencia de las nuevas tecnologías, como el teletrabajo, así como de la política de flexibilización del mercado de trabajo, impuesta por la burguesía monopolista y que ha supuesto la pérdida de todos los derechos laborales de los trabajadores. Desaparecen los descansos y vacaciones, la seguridad social se la paga el propio autónomo, así como las herramientas de trabajo, todo ello en beneficio de las grandes empresas contratistas, cuya función se reduce a servir de intermediarios y quedarse con todas las ganancias. Esta situación es la que propició la dura huelga del transporte en febrero de 1997.
La pequeña burguesía, por una parte, es una capa social fuertemente sacudida por la crisis y por la creciente monopolización de la economía; por el otro es un sector que tratan de reforzar con la fórmula del autoempleopara reducir las cifras del paro. Se trata de un grupo social fuertemente empobrecido por la reducción de los salarios. Es fácilmente constatable por todas las calles de nuestras ciudades, que los comercios tradicionales se ven obligados a cerrar y otros recién abiertos a duras penas subsisten, porque la capacidad adquisitiva de los trabajadores apenas alcanza para comer y pagar la vivienda. El pequeño comercio está además sometido a la desventajosa competencia de las grandes superficies (Pryca, Continente, Hipercor, Alcampo) que amenazan con arruinarlo definitivamente, ya que incluso han llegado a devorar a otro gran almacén, como ha sido el caso reciente de Galerías Preciados.
Los autónomos no tienen derecho a cobrar el subsidio de desempleo, deben pagar más si desean acogerse a la incapacidad temporal, que además disfrutan sólo a partir del decimoquinto día, y su pensión media es un 43 por ciento más baja que la de los asalariados. Otro ejemplo de las desigualdades con el régimen general de la Seguridad Social está en los accidentes de trabajo. Si un taxista asalariado tiene un accidente de tráfico se considera accidente laboral, pero si éste es autónomo se considera un incidente de tráfico. La base mínima de cotización es un 41 por ciento más alta que para el resto de los trabajadores.
Pues este el es panorama hacia el que pretenden conducir a los trabajadores sindicatos como la UGT. Ofrecen pagar el desempleo de una sola vez para que con ese dinero y préstamos bancarios, cada parado pueda organizar su propio negocio. Transformar al trabajador en un pequeño burgués es otra manera más de liquidar los derechos sociales adquiridos a lo largo de estos años. En esa misma dirección apuntan todas las fórmulas de economía social recientemente ideadas, tales como las sociedades anónimas laborales, las cooperativas de trabajo asociado, etc. En abril de 1996 los trabajadores de las minas de Río Tinto en Huelva se hacían cargo de su propia empresa (en realidad de sus deudas) y su primera idea fue la de aumentar las horas de trabajo.
La proletarización de la fuerza de trabajo
El grueso de la población española, el español medio de verdad, es el trabajador por cuenta ajena, el trabajador dependiente. El fenómeno social más importante que se viene produciendo en los últimos años es el crecimiento del trabajo dependiente, lo que expresa la concentración de los medios de producción en manos de una minoría y el expolio de una mayoría creciente, que se ve obligada a vender su fuerza de trabajo. Está progresando un fenómeno calificado de salarización de la fuerza de trabajo. Esto se observa incluso en las profesiones liberales más significativas; por ejemplo, un 7 por ciento de los farmacéuticos ya no disponen de su propio negocio sino que están empleados por grandes laboratorios; lo mismo le sucede al 28 por ciento de abogados, 42 por ciento de médicos, 49 por ciento de arquitectos, hasta llegar a otros titulados, como los ingenieros o los economistas, donde más del 90 por ciento trabaja a sueldo. El volumen de asalariados crece rápidamente y hoy componen la mayor parte de la fuerza de trabajo: hace treinta años sólo sumaban siete millones de personas, por lo que han crecido un 50 por ciento, mientras que la pequeña burguesía (que es el grueso de la población no asalariada) hace treinta años la componían más de cuatro millones y medio de personas, por lo que se ha reducido en una tercera parte. Los sociólogos burgueses gustan hablar de movilidad social, como si se tratara de un fenómeno continuo de promoción social, que llevará a todas las grandes masas obreras a disponer de sus propios medios de producción, cuando en realidad esa movilidad es una permanente expoliación que obliga a sectores cada vez más extensos de la población a vender su fuerza de trabajo para subsisitir, esto es, una proletarización persistente y sistemática.
Pero hasta hora hemos visto el fenómeno en términos absolutos; la misma conclusión se obtiene analizando esta evolución en términos relativos: la pequeña burguesía hace treinta años constituía el 40 por ciento de la población activa, mientras que hoy sólo representan la tercera parte. Es claro, en consecuencia, que se viene produciendo en España un proceso creciente de proletarización de la sociedad, que este país está cada vez más polarizado, entre una masa que no dispone más que de su fuerza de trabajo y otra, cada vez más reducida, que acumula todos los medios de producción. Se verifica así, una vez más, la afirmación de Marx de que la acumulación del capital supone un aumento del proletariado, es decir, el desarrollo capitalista crea en uno de los polos capitalistas más poderosos y, en el otro, incrementa el número de asalariados que no disponen más que de su fuerza de trabajo. Uno de los efectos de la acumulación capitalista es precisamente el crecimiento absoluto y constante del proletariado, que llega a resultar excesivo para las necesidades de la producción y pasa al paro, a la reserva.
Sin embargo, los asalariados no constituyen una masa social homogénea ya que están muy diversificados y no pueden constituir una clase social por sí mismos. Los ingresos de esos asalariados no provienen de una misma fuente, no son idénticos cualitativamente por su origen, ya que unos provienen de los presupuestos públicos, otros de rentas, otros de la plusvalía, etc. Todos los obreros son asalariados pero no todos los que trabajan por cuenta ajena pueden calificarse de obreros en sentido estricto; los asalariados son un grupo mucho más amplio, en el que no todos forman parte de la clase obrera. Ni siquiera son realmente asalariados todos los que oficialmente se clasifican como tales a efectos estadísticos, porque cualquier sueldo no es salario sino sólo lo que forma parte integrante del capital variable.
Para clasificar al conjunto de los asalariados es imprescindible tener en cuenta la división del trabajo, porque el capitalismo no solamente congrega a grandes cantidades de personas en las urbes y en los centros productivos, sino que además los organiza y distribuye de una forma peculiar, bajo la forma de la división capitalista del trabajo. Si bien la división social del trabajo, lo que Marx calificó de división del trabajo en general, la que se verifica entre la agricultura y la industria y, a su vez, entre la minería y la metalurgia, etc., ya era conocida en anteriores modos de producción, el capitalismo introduce como novedad la división del trabajo en particular, es decir, la división del trabajo dentro de la fábrica. Esta distinción, como advirtió el propio Marx, no es meramente cuantitativa sino esencial y decisiva. Mientras la división social del trabajo es la que puede explicar, en parte, la aparición del denominado sector servicios, la división del trabajo en particular es la que permite empezar a comprender el trabajo de oficina que por oposición al taller, es representativo de la contradicción entre el trabajo intelectual y el manual; mientras en la fábrica (división del trabajo en particular) desarrolla la tiranía del capitalista, en la sociedad (división social del trabajo) conlleva la anarquía del mercado. La división del trabajo implica la contradicción entre el campo y la ciudad, entre el hombre y la mujer, entre los adultos y los niños, entre el trabajo manual y el intelectual, entre la producción y el intercambio, etc.
No existe, sin embargo, una frontera insalvable entre una forma y otra de división del trabajo, por cuanto frecuentemente fragmentos de la producción de una misma empresa se independizan y forman unidades productivas en sí mismas. Por ejemplo, numerosas sociedades de servicios no son más que antiguas tareas y funciones que antes se localizaban dentro de las oficinas de las grandes empresas, como consultorías técnicas, administrativas, etc. Las empresas de trabajo temporal, consideradas también como servicios, son otro caso idéntico, en el que funciones de una empresa se sacan fuera de su estructura formal y aparecen como servicios aparentemente autónomos. En las grandes empresas el mantenimiento lo efectuaban antes equipos de obreros de la propia empresa, mientras que actualmente lo hace la empresa fabricante de la maquinaria: la venta de capital fijo supone un compromiso de mantenimiento para el vendedor, que habitualmente subcontrata esta responsabilidad con una pequeña empresa de servicios; a su vez esta empresa, en realidad, no repara la maquinaria sino que se limita a detectar la avería y susitituir la pieza defectuosa por otra nueva, de modo que la empresa suministradora vende la maquinaria o piezas de ella varias veces al mismo comprador. La división del trabajo en particular consigue así que grupos de funciones que antes desempeñaban las propias empresas por sí mismas, ahora se extraigan de su interior y obtengan autonomía funcional, pasando a prestar sus servicios no solamente a su matriz, sino a cualquier otra empresa. De ese modo se intensifica la especialización, mejora la productividad y disminuyen los costes.
Las clasificaciones oficiales que manejan los monopolistas (trabajadores agrarios, industriales y de servicios) son las que inducen a la confusión, para dar verosimilitud a su tesis sobre la desaparición de la clase obrera. Según las estadísticas burguesas, de los dieciseis millones de trabajadores activos, tres millones están en el paro, un millón están ocupados en la agricultura (si bien no todos son asalariados), 3'7 son obreros industriales (proletarios en sentido estricto) y otros 7'7 son trabajadores del sector terciario o servicios: banca, seguros, hostelería, comercio, transporte, oficinas, etc.
Las cifras que ofrecen acerca del número de parados, no son creíbles. La tasa de actividad en España es sospechosamente baja, ya que ronda el 50 por ciento frente al 66'3 por ciento en Europa, lo que significa que hay mucha gente que desmoralizada ya ni siquiera busca empleo y desaparecen de los registros oficiales; por ejemplo, para las mujeres es de sólo un 21'2 por ciento, lo que significa que sólo una de cada cinco mujeres trabaja o busca empleo, lo que no resulta verosímil. Los datos oficiales muestran que la tasa de desempleo alcanza al 24 por ciento de la población activa y que un 29 por ciento de los ocupados (más de tres millones) trabaja en la economía sumergida y no figuran como parados, sino como inactivos, es decir, trabajadores desmoralizados que ni siquieran se inscriben en las oficinas de empleo para que les proporcionen una ocupación legalizada. Y mientras muchos adultos no buscan siquiera trabajo, hay entre 500.000 y 800.000 menores de 16 años trabajando en España de manera ilegal.
Según estos datos, el proletariado industrial viene experimentando una pérdida de importancia relativa en favor de los asalariados del sector servicios. Los trabajadores de este sector son los únicos que han crecido con la crisis, mientras la reconversión ha reducido ligeramente el volumen de obreros industriales. Durante los años de milagro económico el proletariado industrial había crecido numéricamente en más de medio millón de obreros y ahora este proletariado se ha reducido en unos 800.000 trabajadores, es decir, menos que hace treinta años. Lo componen actualmente 2.300.000 trabajadores, de los que una tercera parte no está directamente vinculada a la producción, sino que son administrativos y técnicos que expresan la contradicción entre el trabajo manual y el intelectual, entre el trabajo simple y el complejo. El resto, es decir, 1.600.000 obreros, constituyen el proletariado propiamente dicho, el núcleo del aparato productivo español. Este núcleo proletario, que parece cuantitativamente reducido, es vital desde el punto de vista económico y sigue siendo el motor básico, tanto económica como socialmente:
El capital industrial -escribía Marx- es la única forma de existencia del capital en que es función de éste no sólo la apropiación de la plusvalía o del producto excedente, sino también su creación. Este capital condiciona, por tanto, el carácter capitalista de la producción; su existencia, lleva implícita la contradicción de clase entre capitalistas y obreros asalariados. A medida que se va apoderando de la producción social, revoluciona la técnica y la organización social del proceso de trabajo, y con ellas el tipo histórico-económico de sociedad. Las otras modalidades de capital que aparecieron antes de ésta en el seno de estados sociales de producción pretéritos o condenados a morir, no sólo se subordinan a él y se modifican con arreglo a él en el mecanismo de sus funciones, sino que ya sólo se mueven sobre la base de aquel, y por tanto viven y mueren, se mantienen y desaparecen con este sistema que les sirve de base. El capital-dinero y el capital-mercancías, en la medida en que aparecen, con sus funciones, como exponentes de una rama propia de negocios al lado del capital industrial, no son más que modalidades de las distintas formas funcionales que el capital industrial asume unas veces y otras abandona dentro de la órbita de la circulación, modalidades sustantivadas y estructuradas unilateralmente por la división social del trabajo (4).
Excluidas las finanzas, la industria representa en España el 89 por ciento de la producción total y es en este sector donde se concentran los grandes monopolios. Pero además, la importancia social y política del proletariado es mucho mayor que su volumen cuantitativo, por lo que sigue siendo correcta la tesis de Lenin: La fuerza principal del movimiento consiste en el grado de organización de los obreros de las grandes fábricas, donde se concentra la parte predominante de la clase obrera, no sólo por su número, sino más bien por su influencia, desarrollo y capacidad de lucha. Cada fábrica debe convertirse en una fortaleza nuestra (5). Aunque su número se ha reducido ligeramente, el proletariado industrial produce cinco veces más que hace treinta años, lo que significa que su explotación se ha multiplicado -como mínimo- también por cinco. El proletariado industrial produce el grueso de la plusvalía y, por tanto, la acumulación capitalista depende de ello. No sólo el crecimiento del sector servicios sino todo el sistema económico gira en torno a este núcleo del capital productivo. Todo esto demuestra que el proletariado sigue siendo, a pesar de la crisis, por su número y por su estratégica vinculación a los sectores claves del aparato productivo, el motor básico y fundamental que decide el curso de los acontecimientos y, en consecuencia, el que debemos ganar para nuestra causa.
Dentro del proletariado hay un fenómeno impulsado por la crisis que es importante destacar: el cambio en la localización geográfica de las nuevas inversiones que está creando nuevos núcleos proletarios en regiones que antes carecían de tradición obrera. Durante los años de milagro económico el proletariado industrial se había concentrado geográficamente en unos pocos núcleos territoriales, los llamados entonces polos de desarrollo; en 1974 sólo la mitad del proletariado se agrupaba en cuatro provincias (Barcelona, Madrid, Vizcaya y Valencia). Hoy los viejos núcleos industriales empiezan a perder población: uno de cada tres trabajadores vascos está todos los años sometido a expediente de regulación de empleo y una cuarta parte de los despidos se produce en Euskadi. Por el contrario, las nuevas inversiones buscan áreas vírgenes para instalarse y preferentemente se han localizado en Levante y en el valle del Ebro, en busca de trabajadores inexpertos, dóciles y fácilmente explotables. En este movimiento ha influido la especulación inmobiliaria de finales de los ochenta: la venta de los terrenos de la fábrica para instalarse en otro lugar con otro nombre y con trabajadores eventuales. Las buenas comunicaciones desempeñan un papel clave en este fenómeno, siendo significativo el caso de Zaragoza, punto estratégico en la autopista Bilbao-Barcelona, con salidas portuarias al Mediterráneo y al Atlántico, con una autovía que enlaza con Madrid, con la próxima terminación del túnel de Somport que permitirá atravesar los Pirineos para enlazar cómodamente con Francia y disponiendo de dos aeropuertos infrautilizados tras el cierre de la base militar americana. No es de extrañar por ello que se haya instalado allí una empresa tan importante como General Motors en Figueruelas y otra tan característica como la multinacional de mensajería UPS. Por contra, las viejas comarcas industriales, especialmente las de Asturias y Vizcaya, experimentan el crecimiento alarmante de extensas bolsas de paro juvenil y de trabajadores prematuramente jubilados.
Finalmente, hay que deshacer el mito de la incorporación de la mujer al trabajo que incluso se utiliza como justificante del incremento de las cifras de paro. Entre la fuerza de trabajo nunca ha estado históricamente ausente la mujer, sino todo lo contrario, la mujer ha desempeñado siempre las tareas más ingratas, menos cualificadas y peor remuneradas. Por eso su trabajo nunca fue tomado en consideración: oficialmente la mujer no trabajaba, no obstante su presencia permanente en todas las actividades dentro y fuera del hogar familiar.
Los académicos han empezado a tomar en cuenta este fenómeno cuando ha empezado a trabajar la mujer burguesa y sólo porque la mujer burguesa ha ocupado puestos cualificados, como corresponde lógicamente a su clase. Una tercera parte de las mujeres que trabajan tienen título universitario, mientras que sólo un 17 por ciento de los varones laboralmente activos tiene ese nivel académico. Esto prueba que sólo se contabilizan los trabajos de la mujer cualitativamente superiores, y no los subalternos. Entonces se ha empezado a hablar de incorporación de la mujer al trabajo como cosa novedosa, olvidando el papel decisivo de la mujer proletaria. A mediados del siglo XIX en Inglaterra la mitad del proletariado era femenino (6).
Hoy la situación laboral de la mujer trabajadora sigue siendo la misma de siempre, ocupando los peores puestos, los peor remunerados y con contratos precarios. El 35 por ciento de la fuerza de trabajo es femenina y en el mismo puesto de trabajo a mujer cobra la mitad que el hombre (El Pais, 6 de diciembre de 1996); el 65 por ciento del empleo temporal (a tiempo parcial) corresponde a la mujer. En las estadísticas laborales la situación laboral de la mujer ha pasado de inactiva, de no figurar siquiera, a parada; el progreso del capitalismo en este campo consiste en que, por fin, a la mujer por lo menos se la empieza a contabilizar.
Otro cambio interesante experimentado por el proletariado es su envejecimiento: el promedio de edad de los obreros en 1976 era de 36 años, mientras que diez años más tarde era de más de 40 años. En 1976 una tercera parte del proletariado tenía menos de 30 años, en tanto que hoy casi todos los menos de esa edad están en el paro. La clase obrera viene experimentando una situación generacional dual: los padres trabajan y mantienen a sus hijos, que no pueden encontrar empleo.
NOTAS:
(1) El nuevo estado industrial, Sarpe, Barcelona, 1984, pgs. 69 y 88.
(2) T.B.Bottomore: Las clases en la sociedad actual, La Pléyade, Buenos Aires, 1973, pgs.38 a 41.
(3) «Trabajo asalariado y capital», en Obras Escogidas, Ayuso, Madrid, 1975, tomo I, pgs.90-91
(4) El Capital, Fondo de Cultura Económica, México, 1973, II-1, pg.51.
(5) «Carta a un camarada sobre nuestras tareas de organización», en Obras Completas, tomo VI, pg.265.
(6) Engels: La situación de la clase obrera en Inglaterra, Júcar, Madrid, 1978, pg.141. También Marx escribió al respecto: El elemento predominante, con mucho, en el personal fabril, lo forman los obreros jóvenes (menores de 18 años), las mujeres y los niños (El Capital, cit., I-13, pg.373).