DARWIN, ESLABÓN PERDIDO Y ENCONTRADO DEL MATERIALISMO DE MARX*Patrick TortPorque es histórico, el materialismo de Marx exige estar enraizado, como sobre una base o substrato natural, en lo que naturalmente ha precedido y engendrado la historia: la evolución biológica. El hombre histórico, sujeto de la civilización y de los valores, actor de la vida social y de la producción, es necesariamente el descendiente del ser que la evolución, a través de la selección nacida de la lucha por la existencia, ha conducido a gobernar su medio más y mejor que ninguna otra especie lo había hecho antes, así como a continuar su emancipación a través de la lucha histórica de clases. A este nivel, el materialismo histórico observa y teoriza en el seno de la historia una historia comenzada por la evolución. Requiere homogeneidad y sucesión entre lo histórico-natural y lo histórico-social. Es un continuismo coherente que reivindica la plena inmanencia de los caracteres que constituyen la humanidad futura como parte integrante de la naturaleza y resultado, a ese título, de un progreso natural que nada de transcendente podría instituir, interrumpir ni orientar.
Pero, por ser dialéctico, el materialismo de Marx exige a la vez poder dar cuenta de lo que, en la fase del devenir histórico-social humano, parece operar una ruptura con el mecanismo de la simple evolución biológica. Consecuentemente, será preciso explicar que el hombre, aunque producto de su historia evolutiva —una historia natural de la que Darwin parece haber suministrado las claves— y que se inscribe por lo mismo en la continuidad de su desarrollo, va sin embargo a adquirir la capacidad de gobernar esta historia hasta producir en ella lo contrario de lo que la gobernaba antes: substituir la promoción de las élites asegurada por la lucha biológica, por una igualdad a conquistar a través de la lucha de clases histórica —a su vez ordenada en el proyecto de una sociedad sin clases, es decir sin lucha.
Ante este problema, Marx y Engels buscarán identificar, en el seno del futuro de la especie, los operadores de una ruptura cualitativa capaz de orientar la evolución humana por la vía de la civilización. Su materialismo adoptará desde entonces la fisonomía de un discontinuismo preocupado por unir a un acontecimiento evolutivo preciso la inversión que parece efectuar el paso (pensado como umbral, cambio o «salto cualitativo» por la antropología marxista) entre la historia natural (animal) del hombre y su historia social. Este acontecimiento evolutivo será esencialmente, como se sabe, la producción por el hombre de las condiciones de su vida material —de sus «medios de existencia»— a través de la fabricación de la herramienta. Otros propondrán la aparición del lenguaje articulado, la existencia de la conciencia moral y del sentimiento religioso, la prohibición del incesto o la transmisión transgeneracional del conocimiento sobre soportes exteriores y perennes. En todos los casos, se tratará de identificar un principio (es decir una ruptura) a partir de la cual la ciencia del hombre deberá cesar de ser natural para volverse humana. Hay ahí una pesada herencia, a la vez necesaria para evitar las banalidades reduccionistas de los sociobiólogos vulgares y sin embargo incompatible en buena medida con la comprensión de la realidad de la evolución, que enseña con Darwin a no suscribir nunca la metafísica de los principios absolutos.
UNA CITA FALLIDA
De Darwin, Marx y Engels no leyeron nunca, hablando con propiedad, más que El Origen de las especies, del que la primera edición aparece en Londres el 24 de noviembre de 1859. Muy intencionadamente, esta obra fundadora se abstiene de aplicar al hombre la teoría de la descendencia modificada por selección natural. Implica sin embargo esta aplicación, abriendo así una espera que durará hasta 1871, fecha de aparición de la gran obra zoologico-antropológica de Darwin, El Origen del hombre, que desgraciadamente quedará —en su sentido profundo— fuera del alcance de los dos teóricos.
Engels lee El origen de las especies en Manchester, a partir de su aparición, en la edición inglesa. El 11 ó 12 de diciembre de 1859, escribe a Marx una carta en la que expresa el entusiasmo que le inspiran en Darwin, a pesar de «una cierta pesadez, muy inglesa, en el método», la «demolición» de la teleología y la demostración de la existencia de un «desarrollo histórico en la naturaleza». Este intercambio se continúa, un año más tarde, por dos declaraciones epistolares de Marx que son extremadamente reveladoras de su esperanza: el 19 de diciembre de 1860, en efecto, Marx escribe a Engels a propósito de El Origen de las especies, y aunque lamentando a su vez «la falta de fineza muy inglesa del desarrollo»: «En este libro se encuentra el fundamento histórico-natural de nuestra concepción», lo que confirma de una manera muy precisa su carta a Lassalle del 16 de enero de 1861: «El libro de Darwin es muy importante y me conviene como base de la lucha histórica de clases». Hasta aquí, todo es simple: la biología evolutiva de Darwin en tanto que historia natural es la base materialista sobre la que reposa naturalmente el edificio marxo-engelsiano de la historia social del hombre, donde la lucha histórica de clases toma el relevo de la lucha biológica por la existencia.
Pero el entusiasmo ligado al descubrimiento de un principio materialista de explicación del conjunto de la historia natural como proceso de las transformaciones de los seres vivos y base material coherente del materialismo histórico dará rápidamente lugar, muy probablemente a causa del rápido desarrollo del «darvinismo social» en Alemania y en el mundo, así como al enfrentamiento personal de Marx con el darviniano (y agente de Napoleón III) Carl Vogt, a reflexiones más circunspectas. En una carta a Engels del 18 de junio de 1862, citada a menudo, Marx escribe:
«Es remarcable ver cómo Darwin reconoce en los animales y las plantas su propia sociedad inglesa, con su división del trabajo, su competencia, sus aperturas de nuevos mercados, sus invenciones y su malthusiana lucha por la vida. Es el bellum omnium contra omnes de Hobbes, y recuerda a Hegel en la Fenomenología, donde la sociedad civil interviene en tanto que “reino animal del Espíritu”, mientras que en Darwin, es el reino animal el que interviene en tanto que sociedad civil».
¿Darwin, con su selección natural eliminatoria, no habría hecho, pues, sino «aplicar» a la naturaleza un esquema de interpretación salido de la despiadada dinámica observada en el seno de la sociedad inglesa de la época victoriana con el fin de concluir la naturaleza social de la eliminación? Bien que habiendo condenado desde 1865 la confusión hecha por F.A. Lange entre Darwin y los malthusianos, y aunque permaneciendo mucho más tarde profundamente ligado a defender el materialismo de Darwin contra las «elucubraciones» de Dühring, Engels evocará de nuevo sin embargo, en la polémica obra que publica en 1878 contra este último —la expresión se encuentra en un pasaje escrito en 1873—, la «torpeza malthusiana» de Darwin. En fin, en Dialéctica de la naturaleza, comenzada sin embargo cuatro años después (1875) de la publicación de El origen del hombre, Engels se mostrará más categórico aún: «Toda la teoría darviniana de la lucha por la existencia es simplemente la transferencia, de la sociedad a la naturaleza viva, de la teoría de Hobbes sobre la guerra de todos contra todos y de la teoría burguesa de la competencia así como de la teoría de la población de Malthus. Una vez realizado esta hazaña (de la que la legitimidad absoluta, en particular en lo que concierne a la doctrina de Malthus, es problemática), es muy fácil transferir de nuevo estas teorías de la historia de la naturaleza a la de la sociedad; y es demasiado ingénuo pretender haber probado de esa forma que esas afirmaciones son leyes naturales de la sociedad». Este pasaje será reproducido por otra parte casi literalmente en una carta a Lavrov de 12 del noviembre de 1875.
Este texto de Engels, que reitera la crítica prematura de Marx, será la matriz de la ambivalencia paralizante que afectará al discurso de todos los marxistas ulteriores sobre un darvinismo reducido al núcleo central de la teoría selectiva tal como está formulada en 1859, y al que asignarán une antropología deducida de este núcleo —une antropología en realidad totalmente imaginaria si se la relaciona con la verdadera antropología de Darwin tal como hubieran debido leerla en las páginas, únicas pertinentes en este sentido, de El origen del hombre. Esta ambivalencia consiste tanto en oponer con bastante rigor la ciencia darviniana a la ideología malthusiana (como es el caso del libro I de El capital), como, contradictoriamente, en no ver en ella más que la aplicación a la naturaleza de esta misma ideología, con probabilidad de un efecto de rebote sobre la sociedad una vez naturalizada la ideología en cuestión por el propio juego de esta aplicación. Repitiendo, pues, el juicio contenido en la carta de Marx del 18 de junio de 1862, y pareciendo no saber nada de la trayectoria ulterior de la obra de Darwin, Engels prohíbe sin apelación todo reconocimiento futuro de una antropología darviniana fundada sobre la parte de esta obra que trata, precisamente, del hombre y de las sociedades humanas.
¿Dónde se sitúa, pues, la «torpeza» —simultáneamente teórica y política— de Marx, compartida, igualmente, por Engels, después por todos los marxistas, tras este encuentro fallido? ¿Qué deslizamiento lógico —o qué asimilación táctica— da cuenta de este malentendido?
Marx y Engels identificaron correctamente y acogieron con agrado el materialismo naturalista de Darwin. Reconocieron en él correctamente el fundamento «histórico-natural» de todo materialismo ulterior consecuente. Observaron correctamente —lo que es acorde con las propias declaraciones de Darwin en El origen de las especies y, más tarde, en su Autobiografía— que este último aplicaba la teoría de Malthus «a los animales y a las plantas». El error está en haber deducido, a modo de una extrapolación que no fue en ningún caso la de Darwin, que este último aprovechaba para confirmar la teoría de Malthus en su campo de aplicación específico, el de la sociedad. Haciendo esto, Marx y Engels dan razón por adelantado a sus propios adversarios, como Spencer, que no cesarán de afirmar la pertinencia del vínculo de implicación homogénea postulado entre selección natural y selección social. En resumen, Marx y Engels, el uno como el otro, redujeron por una parte la biología darviniana a Malthus (primer error, contradictoriamente asumido y rechazado por momentos en Engels), e hicieron por otra parte como si Darwin, sobre las cuestiones antropo-sociológicas, no existiera (segundo error, que podía haber sido corregido en 1871).
Pero, en El origen del hombre, Darwin rechaza explícitamente tanto el seleccionismo social «salvaje» y anti-intervencionista de Spencer como el eugenismo planificador de Galton y las recomendaciones coercitivas de Malthus. Y lo hace precisamente en el nombre de una selección natural evolucionada que no requiere la libre competencia de todos, más que a fin de asegurar el mayor éxito posible de las cualidades racionales, afectivas y morales útiles a la sociedad. Este principio en virtud del cual todos los individuos, cualesquiera que sean sus orígenes sociales, deben tener oportunidades iguales de probar su valor se expresa en esta conclusión del último capítulo de El origen del hombre: «No es preciso pues emplear ningún medio para disminuir mucho la proporción natural en la que aumenta la especie humana, aunque este aumento traiga consigo numerosos sufrimientos» (cap. XXI). No se podría oponer más netamente a las exhortaciones limitativas, estabilizadoras y elitistas del pastor Malthus.
Así, Darwin toma prestado a Malthus un elemento de modelización de tipo matemático (la distorsión, fuente de luchas asesinas, entre la progresión geométrica de la población humana y la progresión simplemente aritmética de sus recursos alimentarios), pero es para aplicarla a los vegetales y a los animales: aplicación que contraría diametralmente la tesis de Malthus según la cual éstos, en tanto que «recursos», no podrían sufrir más que un crecimiento aritmético. Con una especie de ironía dialéctica que no escapa de ninguna manera a Marx —que sin embargo no saca de ahí las buenas conclusiones—, Darwin hace así funcionar con justeza el modelo importado en un campo que no es el suyo, para retirarle enseguida toda validez en su campo de origen (la sociedad humana, donde rechaza precisamente su aplicación en virtud de la propia teoría que ese modelo ha contribuido a construir).
Con ideología, Darwin ha hecho ciencia, y esta ciencia, una vez dada, recusa esa ideología, que literalmente ha anulado mediante una deslocalización sin equívoco de su campo de aplicación. Mostrando que la verdad del principio malthusiano se aplica en la naturaleza y no en la sociedad, Darwin se ha servido de Malthus para construir una teoría que le refuta, y este aspecto esencialmente antagonista de su relación ha sido sin embargo ocultado por el tema ideológico adverso, ampliamente divulgado, de su acuerdo.
De esto, ni Marx, demasiado solicitado por las urgencias radicalizantes de la lucha ideológica, ni Engels, por no haber prestado atención a El origen del hombre, se apercibieron en absoluto. Ocurrirá durante mucho tiempo lo mismo con sus continuadores. Sin embargo, una carta de Marx a Paul y Laura Lafargue del 15 de febrero de 1869 indica indiscutiblemente que Marx era capaz de establecer al menos una distinción potencialmente saludable entre Darwin y sus epígonos «darvinistas sociales» (en este caso Clémence Royer): «Darwin ha sido llevado, a partir de la lucha por la vida en la sociedad inglesa —la guerra de todos contra todos, bellum omnium contra omnes—, a descubrir que la lucha por la vida era la ley dominante de la vida animal y vegetal. Pero el movimiento darvinista ve ahí una razón decisiva para que la sociedad humana no se emancipe jamás de su animalidad» (subrayado nuestro). Hubiera sido en efecto necesario establecer más claramente esta distinción crucial entre Darwin y los «darvinistas» que se presentaron como sus émulos para terminar su obra en cuanto al hombre durante el período de más de once años (el del «silencio antropológico» de Darwin entre El origen de las especies y El origen del hombre) en el curso del cual nacieron, a favor de ese silencio, las dos desviaciones principales de la teoría selectiva: el «darvinismo social» (Herbert Spencer) y el eugenismo (Francis Galton), siendo la primera la versión liberal-integrista, la segunda la versión conservadora-intervencionista de la doctrina de la eliminación necesaria de los menos aptos. En ausencia de tal elucidación, que hubiese hecho posible una lectura instruida y «dialéctica» de El origen del hombre, el momento no permitía ya matices y el «darvinismo», apresurada y parcialmente asimilado a sus deformaciones, debía ser simultáneamente defendido como materialismo fundamental y combatido, a través de su referencia malthusiana, como naturalización de ideologías inigualitarias.
REENCUENTROS EN EL PRESENTE
He asumido desde 1983 la tarea delicada de hacer conocer y de explicar la antropología real de Darwin y su vínculo con su teoría central de la evolución de los seres organizados. Este trabajo ha consistido en gran parte en la explicitación de un concepto, el del efecto reversivo de la evolución. Recordaré aquí brevemente su contenido.
El motor de la evolución es el mecanismo de la selección natural de las variaciones biológicas ventajosas. Este vasto campo de las variaciones que da lugar al cribado selectivo transformador se extiende al dominio de los instintos, de las facultades y de los comportamientos. En el seno de la evolución humana, la selección natural ha favorecido en efecto el desarrollo de las capacidades racionales al mismo tiempo que el, indisociable, de los instintos sociales que están en el origen de la simpatía, de las conductas solidarias, del socorro a los débiles, de la asistencia a los desvalidos —otros tantos comportamientos que se oponen al mecanismo eliminatorio de la selección natural. Esta evolución conjunta de los sentimientos afectivos y de la racionalidad desembocaron en una institucionalización creciente del altruismo, marca significativa del progreso de la civilización. Así, según una fórmula que se ha hecho hoy casi familiar, «la selección natural, por la vía de los instintos sociales, selecciona la civilización, que se opone a la selección natural». La moral (la de la simpatía y el reconocimiento del otro como semejante) es antiselectiva, y los sentimientos que engendra —por ejemplo los que empujan a ir en ayuda de los más débiles— constituyen para Darwin «la parte más noble de nuestra naturaleza». Esta moral de la ayuda y de la rehabilitación de los desfavorecidos no es antinatural más que en la única medida en que contraría la antigua fórmula eliminatoria de la selección —la que se aplicaba a los grupos de organismos que el éxito evolutivo del hombre tiende a considerar en lo sucesivo como inferiores—, y que, en la fase civilizacional, entra en decadencia según la regla evolutiva de la «extenuación de las viejas formas», encontrándose la propia selección natural sometida a su propia ley. Pero esta moral altruista y asimilativa es y sigue siendo, en tanto que ella misma seleccionada como una ventaja, un producto homogéneo del mecanismo evolutivo específico que hace entrar lo humano, sin ruptura efectiva sino por un largo proceso gradual de regresión y de inhibición de las conductas guerreras, en el elemento de la civilización y, simultáneamente, en el de la racionalidad fundadora. Allí donde la vieja selección eliminaba, la civilización protege e instituye esta protección en ley. La emergencia de la civilización se confunde, evolutivamente, con la selección de comportamientos antiselectivos. La ventaja no es ya pues de orden individual y biológico. Se ha vuelto social.
Porque es genealógico, el materialismo de Darwin es un continuismo, pues no podría haber ruptura efectiva en una genealogía.
Porque es continuista, y, más precisamente aún, gradualista, el materialismo de Darwin debe sin embargo afrontar la paradoja de la «ruptura» que parece operar la civilización como contradicción en acto de la selección eliminatoria. Pero este nuevo producto de la evolución —que engloba la cultura de la asistencia a los débiles y la llamada correctiva a una intervención rehabilitadora, la conciencia moral, la educación, la capacidad racional y técnica de modificar el orden antiguo de la naturaleza, etc.— no se instaura como una ruptura efectiva, sino que se acompaña, a distancia razonable de su emergencia, de un efecto de ruptura que permite al mismo tiempo al materialismo histórico estar en continuidad con el materialismo evolutivo a la vez que asegura sin embargo la instauración racional y la autonomía disciplinaria de las ciencias humanas.
Tal es el concepto, dialéctico en el sentido fuerte y que se apoya sobre la idea de la eliminación tendencial de la eliminación, del que Marx y Engels habrían podido —pues tenían con seguridad la capacidad teórica— identificar la operación en El origen del hombre, y que no es incompatible con una «continuación » de la selección —una selección que en todo caso ha cambiado a la vez de modalidades y de blanco, puesto que retiene ahora como ventajosas las conductas morales y racionales altruistas y solidarias que se oponen a los efectos de la vieja selección que resultaba de la «guerra de todos contra todos».
El efecto reversivo de la evolución, producto homogéneo del mecanismo de la selección natural que selecciona los instintos sociales y sus consecuencias antiselectivas, es por este hecho un concepto clave del materialismo moderno, al que hace por fin posible, al encontrar la integridad de sus fundamentos. De la «naturaleza» a la «cultura», de la animalidad a la moralidad, del egoísmo al altruismo, describe la transformación que se opone tanto al dogmatismo de la ruptura como al dogmatismo de la continuidad, y que no anula sin embargo entre esas instancias ni la continuidad evolutiva, ni la capacidad conquistada de instaurar en conciencia los artefactos renovadores que contribuyen a construir lo que se denomina la civilización. Darwin y Marx así reconciliados pueden tener en adelante un porvenir común.
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