Engels escribió:(...)
Si el señor Dühring no quiere decir con su dominio del hombre por el hombre, como condición previa del dominio de la naturaleza por el hombre, sino que nuestra actual situación económica, el grado de desarrollo hoy alcanzado por la agricultura y la industria, es el resultado de una historia social desarrollada a través de contraposiciones de clase, relaciones de dominio y servidumbre, entonces está diciendo algo que desde el Manífiesto Comunista ha tenido tiempo de sobra para convertirse en un lugar común. Lo que importa es explicar el origen de las clases y de las relaciones de dominio, y si el señor Dühring no dispone para esa explicación más que de la repetida palabra "violencia", no nos puede hacer avanzar ni un paso. El simple hecho de que los dominados y explotados son en todo tiempo mucho más numerosos que los dominantes y explotadores —lo que quiere decir que la fuerza real está del lado de aquéllos— basta para poner de manifiesto la necedad de toda esta teoría de la violencia y el poder. Hay que explicar aún las relaciones de dominio y servidumbre.
Estas han nacido de dos modos.
Los hombres entran en la historia tal como primitivamente salen del reino animal en sentido estricto: aún semianimales, rudos, aún impotentes frente a las fuerzas naturales, aún sin conocer las propias, pobres, por tanto, como los animales, y apenas más productivos que ellos. Domina cierta igualdad en la situación vital, y también, para los cabezas de familia, una especie de igualdad en la posición social: por lo menos, hay una ausencia de clases sociales, ausencia que aún perdura en las comunidades espontáneas agrícolas de los posteriores pueblos de cultura. En todas esas comunidades hay desde el principio cierto interés común cuya preservación tiene que confiarse a algunos individuos, aunque sea bajo la supervisión de la colectividad: la resolución de litigios, la represión de extralimitaciones de los individuos más allá de lo que está justificado, vigilancia sobre las aguas, especialmente en los países calurosos, y, finalmente, funciones religiosas propias del selvático primitivismo de ese estadio. Tales funciones públicas se encuentran en las comunidades primitivas de todos los tiempos, en las más antiguas comunidades de las marcas germánicas igual que en la India actual. Están, naturalmente, provistas de cierto poder y son los comienzos del poder estatal. Las fuerzas productivas crecen paulatinamente; la población, adensándose, crea en un lugar intereses comunes, en otro intereses en pugna entre las diversas comunidades, cuya agrupación en grandes complejos suscita una nueva división del trabajo, la creación de órganos para proteger los intereses comunes y repeler los contrarios. Estos órganos, que ya como representantes de los intereses colectivos de todo el grupo asumen frente a cada comunidad particular una determinada posición que a veces puede ser incluso de contraposición, empiezan pronto a independizarse progresivamente, en parte por el carácter hereditario de los cargos, carácter que se introduce casi obviamente porque en ese mundo todo procede de modo natural y espontáneo, y en parte porque esos cargos van haciéndose cada vez más imprescindibles a causa de la multiplicación de los conflictos con otros grupos. No es necesario que consideremos ahora cómo esa independización de la función social frente a la sociedad pudo llegar con el tiempo a ser dominio sobre la sociedad, cómo el que empezó como servidor se transformó paulatinamente en señor cuando las circunstancias fueron favorables, cómo, según las condiciones dadas, ese señor apareció como déspota o sátrapa oriental, como príncipe tribal griego, como jefe de clan céltico, etc., ni en qué medida durante esa transformación aplicó también la violencia; ni cómo, por último, las diversas personas provistas de dominio fueron integrando una clase dominante. Lo único que nos interesa aquí es comprobar que en todas partes subyace al poder político una función social: y el poder político no ha subsistido a la larga más que cuando ha cumplido esa su función social. Los muchos despotismos que han aparecido y desaparecido en Persia y la India sabían siempre muy bien que eran ante todo los empresarios colectivos de la irrigación de los valles fluviales, sin la cual no es posible la agricultura en esas regiones. Los cultos ingleses han sido los primeros que se han permitido olvidarlo en la India; los ingleses entregaron a la ruina los canales y las esclusas, y ahora están finalmente descubriendo, a causa del hambre que regularmente se produce, que han descuidado la única actividad que podía justificar su dominio de la India en la medida en que había justificado el de sus predecesores.
Pero junto a la formación de esa clase tuvo lugar la constitución de otra. La división espontánea del trabajo en el seno de la familia campesina permitió, alcanzado cierto nivel de bienestar, el añadido de una o más fuerzas de trabajo ajenas a la familia. Esto
ocurrió sobre todo en las tierras en las que había desaparecido la vieja posesión comunitaria del suelo, o en las que, por lo menos, el antiguo cultivo colectivo había pasado a segundo término tras el cultivo separado de las distintas parcelas por las familias correspondientes. La producción estaba ya lo suficientemente desarrollada como para que la fuerza de trabajo humana pudiera producir más de lo que necesitaba para su simple sustento; existían medios para sostener más fuerza de trabajo, así como los necesarios para ocuparla; la fuerza de trabajo se convirtió así en un valor. Pero la propia comunidad y la asociación a la que pertenecía no podían suministrar fuerza de trabajo disponible suplementaria. La guerra la suministró, y la guerra es tan antigua como la existencia simultánea de varios grupos sociales en contacto. Hasta entonces no se había sabido qué hacer con los prisioneros de guerra; se les había matado simplemente, y antes habían sido comidos. Pero en el nivel de la "situación económica" ahora alcanzado, esos prisioneros cobraron un valor: se les dejó vivir y se utilizó su trabajo. En vez de dominar la situación económica, el poder y la violencia quedaron, pues, constreñidos al servicio de la situación económica. Así se inventó la esclavitud. La esclavitud se convirtió pronto en la forma dominante de la producción en todos los pueblos que se habían desarrollado más allá del viejo tipo de comunidad; pero al final fue también una de las causas principales de su decadencia. La esclavitud posibilitó la división del trabajo en gran escala entre la agricultura y la industria, y, con esa división del trabajo, posibilitó también el florecimiento del mundo antiguo, la civilización griega. Sin esclavitud no hay Estado griego, ni arte griego, ni ciencia griega; sin esclavitud no hay Imperio Romano. Y sin el fundamento del helenismo y del romanismo no hay tampoco Europa moderna. No deberíamos olvidar nunca que todo nuestro desarrollo económico, político e intelectual tiene como presupuesto una situación en la cual la esclavitud fue reconocida como necesaria y universal. En este sentido podemos decir: no hay socialismo moderno sin esclavitud antigua.
Es muy fácil enzarzarse en vagos discursos a propósito de la esclavitud y otros fenómenos análogos, y derramar cólera altamente moral sobre semejantes vergüenzas. Pero con eso, desgraciadamente, no se hace sino repetir cosas por todos sabidas, a saber, que esas antiguas instituciones no corresponden ya a nuestra actual situación ni a los sentimientos determinados por ella. Y con eso no aprendemos nada acerca de cómo surgieron esas institueiones, por
qué subsistieron y qué papel desempeñaron en la historia. Al atender, en cambio, a estas cuestiones, tenemos que decir, por contradictorio y herético que ello pueda parecer, que la introducción de la esclavitud fue en aquellas circunstancias un gran progreso. Es, en efecto, un hecho que la humanidad ha empezado en la animalidad, y que, por tanto, ha necesitado medios casi animales y barbáricos para conseguir salir a flote de la barbarie. Las viejas comunidades primitivas, donde subsistieron a pesar de todo, constituyen precisamente desde hace milenios el fundamento de la más grosera forma de Estado, el despotismo oriental, desde la India hasta Rusia. En cambio, donde aquellas comunidades se desintegraron, los pueblos han progresado por sus propios medios, y su primer progreso económico consistió precisamente en el aumento y el desarrollo de la producción por medio del trabajo esclavo. Está claro que mientras la humanidad fue tan poco productiva que no pudo suministrar más que un escaso excedente de sus medios de vida necesarios, el aumento de las fuerzas productivas, la extensión del tráfico, el desarrollo del Estado y el derecho y el nacimiento del arte y de la ciencia no eran posibles sino mediante una intensificación de la división del trabajo, la cual requería como fundamento la gran división básica de dicho trabajo entre las masas que realizaban el sencillo trabajo manual y los pocos privilegiados dedicados a dirigir el trabajo, el comercio, los asuntos del Estado y, más tarde, el arte y la ciencia. La forma más simple y espontánea de esa gran división del trabajo fue precisamente la esclavitud. Dados los presupuestos históricos del mundo antiguo, especialmente del griego, el progreso hacia una sociedad basada en contraposiciones de clase no podía realizarse más que bajo la forma de esclavitud. Hasta para el esclavo se trató de un progreso; los prisioneros de guerra que suministraban la masa de los esclavos conservaron al menos la vida, mientras que antes no podían contar más que con ser muertos e incluso asados.
Añadamos con esta ocasión que todas las contraposiciones históricas conocidas entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, encuentran su explicación en esa productividad relativamente subdesarrollada del trabajo humano. Mientras la población que realmente trabaja está tan absorbida por su trabajo necesario que carece de tiempo para la gestión de los asuntos comunes de la sociedad —dirección del trabajo, asuntos de estado, cuestiones jurídicas, arte, ciencia, etc.—, tuvo[34] que haber una clase especial liberada del trabajo real y que resuelva esas cuestiones,
y esa clase no dejó nunca de cargar sobre las espaldas de las masas trabajadoras cada vez más trabajo en beneficio propio. El gigantesco aumento de las fuerzas productivas alcanzado por la gran industria permite finalmente dividir el trabajo entre todos los miembros de la sociedad sin excepción, limitando así el tiempo de trabajo de cada cual, de tal modo que todos se encuentren con tiempo libre para participar en los comunes asuntos de la sociedad, los teoréticos igual que los prácticos. Sólo ahora, pues, se ha hecho superfluo toda clase dominante y explotadora, y hasta se ha convertido en un obstáculo al desarrollo social; y sólo ahora será despiadadamente suprimida, por mucho que se encuentre en posesión del "poder inmediato".
Si, pues, el señor Dühring se permite arrugar la nariz ante la civilización griega, porque ésta se basaba en la esclavitud, puede reprochar a los griegos, con la misma justificación, que no tuvieran máquinas de vapor ni telégrafo eléctrico. Y cuando afirma que nuestra moderna servidumbre asalariada no es más que una herencia, algo transformada y suavizada, de la esclavitud, y no debe explicarse por sí misma (es decir, por las leyes económicas de la sociedad moderna), o bien está afirmando que el trabajo asalariado es, como la esclavitud, una forma de servidumbre y de dominio de clase, cosa que sabe todo el mundo, o bien está sosteniendo una tesis falsa. Pues con la misma razón podríamos decir que el trabajo asalariado debe explicarse exclusivamente como forma suavizada de la antropofagia, que es la forma hoy día generalmente comprobada de utilización primitiva del enemigo vencido.
Con eso estará claro cuál es el papel que desempeña la violencia en la historia, comparado con el desarrollo económico. En primer lugar, todo poder político descansa originariamente en una función económica, social, y aumenta en la medida en que, por disolución de las comunidades primitivas, los miembros de la sociedad se transforman en productores, con lo que se alejan cada vez más de los administradores de las funciones sociales colectivas. Luego, cuando el poder político se ha independizado ya frente a la sociedad, se ha transformado de servidor en señor, puede actuar en dos sentidos. O bien lo hace en el sentido y la dirección del desarrollo económico objetivo, en cuyo caso no existe roce entre ambos y se acelera el desarrollo económico, o bien obra contra este desarrollo, y entonces sucumbe, con pocas excepciones, al desarrollo económico. Estas pocas excepciones son casos aislados de conquista en los cuales los salvajes conquistadores aniquilan o
expulsan a la población de un país, y destruyen o dejan agotarse las fuerzas productivas con las que nada saben hacer. Así hicieron los cristianos, al conquistar la España musulmana, con la mayor parte de los ingenios de irrigación en que se habían basado la agricultura y la horticultura de los moros. La conquista por un pueblo más atrasado perturba siempre, como es natural, el desarrollo económico, y destruye innumerables fuerzas productivas. Pero en la inmensa mayoría de los casos de conquista duradera o consolidada, el conquistador más primitivo tiene que adaptarse a la "situación económica" más desarrollada tal como ésta queda pasada la conquista; el conquistador es asimilado por los conquistados y tiene incluso que adoptar su lengua la mayoría de las veces. Pero cuando —aparte de los casos de conquista— el poder estatal interno de un país entra en contraposición con su desarrollo económico, como ha ocurrido hasta ahora, alcanzado cierto estadio, con casi todo poder político, la lucha ha terminado siempre con la caída del poder político. Sin excepciones e inflexiblemente, la evolución económica se ha abierto camino. Hemos citado ya el último ejemplo categórico: la Revolución Francesa. Si la situación económica y, con ella, la constitución económica de un determinado país dependieran, como quiere el señor Dühring, simplemente del poder poIítico, no podría entenderse por qué a pesar de su "magnífico ejército" no consiguió Federico Guillermo III, luego de 1848, injertar los gremios medievales y otras manías románticas en los ferrocarriles, las máquinas de vapor y la gran industria de su país, entonces en pleno desarrollo; ni tampoco por qué el emperador de Rusia, que aún es mucho más poderoso, no sólo no puede pagar sus deudas, sino que tampoco consigue siquiera mantener su "poder" sin estar siempre dando sablazos a la "situación económica" de la Europa occidental.
Para el señor Dühring, el poder es lo absolutamente malo, el primer acto de poder es el pecado original, y toda su exposición es una jeremíada sobre la inoculación de pecado original que aquel acto fue para toda la historia sida, sobre el innoble falseamiento de todas las leyes naturales y sociales por aquel poder diabólico que es la fuerza. El señor Dühring no sabe una palabra de que la violencia desempeña también otro papel en la historia, un papel revolucionario; de que, según la palabra de Marx, es la comadrona de toda vieja sociedad que anda grávida de otra nueva; de que es el instrumento con el cual el movimiento social se impone y rompe formas políticas enrigidecidas y muertas. Sólo con suspiros y, gemidos
admite la posibilidad de que tal vez sea necesaria la violencia para derribar la economía de la explotación del hombre: por desgracia, pues toda aplicación de la violencia desmoraliza al que la aplica. Esto hay que oír, cuando toda revolución victoriosa ha tenido como consecuencia un gran salto moral y espiritual. Y hay que oírlo en Alemania, donde un choque violento —que puede imponerse inevitablemente al pueblo— tendría por lo menos la ventaja de extirpar el servilismo que ha penetrado en la consciencia nacional como secuela de la humillación sufrida en la guerra de los Treinta Años. ¿Y esa mentalidad de predicador, pálida, sin savia y sin fuerza, pretende imponerse al partido más revolucionario que conoce la historia?