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    Ecologia (burguesia) vs Marxismo

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    Ecologia (burguesia) vs  Marxismo - Página 6 Empty Re: Ecologia (burguesia) vs Marxismo

    Mensaje por CiprianoMartos Dom Ene 15, 2017 5:52 am

    chiguagua escribió: El marxismo es antropocentrista lo primero es el bien del ser humano y todo lo que necesite, si neceista oxigeno pues se encragar de que haya oxigeno si necesita tal o cual cosa se encargar de esas cosas, en eso consiste el cambio del entorno revolucionario del marxismo.
    El marxismo nació a mediados del siglo XIX, pero el ecologismo no alcanzó un desarrollo mínimo hasta el siglo XX, y en prácticas como el veganismo o el vegetarianismo acababan de nacer en la época de Marx. A medida que nuestra sociedad progresa y se hacen más evidentes los daños causados por el capitalismo al medioambiente, las masas se conciencian cada vez más. Llegados al 2017, con un planeta moribundo, plantearse seguir con nuestro crecimiento desenfrenado es estúpido e irresponsable, y el propio antropocentrismo recomendaría preservar el planeta, por el simple hecho de que no se puede comer dinero: necesitas recursos naturales. Pero junto al antirracismo y el feminismo, que estaban incluidos en la ideología marxista desde su origen (quien no lo crea así, que revise el Manifiesto Comunista), ahora mismo se debería incluir, en mi opinión, el antiespecismo. El especismo es la falsa superioridad de una especie sobre otra, en este caso la humana sobre cualquier animal, y generalmente también se incluyen animales de compañía, como perros y gatos, que se consideran superiores a otros animales como las vacas o ovejas. Nosotros los humanos también somos animales, y una vaca o una oveja son capaces de sentir lo mismo que nosotros. Por que son inferiores entonces? La respuesta es fácil: no lo son. Debemos dejar de considerarnos con derecho a asesinar animales para conseguir productos que ni siquiera necesitamos, y comprender que al igual que la raza o el sexo, la especie no es más que una división sin la más mínima importancia a nivel de derechos.
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    Mensaje por MargenIzquierda Dom Ene 15, 2017 1:15 pm

    Me hace bastante gracia la parte esa en la que dices no deberíamos asesinar a animales para utilizar los productos que nos puedan dar, al igual que esa en la que dices que es una división sin la más minima importancia a nivel de derechos. Qué derechos les quieres dar a las vacas o a las ovejas como tu dices? Tal vez educación, vivienda? O sanidad porque no. NO PUEDES equiparar la vida de un animal da igual cual sea a una vida humana, PORQUE NO SON LO MISMO pig
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    Mensaje por walking Dom Ene 15, 2017 6:12 pm

    no se protege al medio ambiente porque si. Hay un motivo: se hace porque esta contaminación tiene efectos sobre la salud humana y puede ocasionar que el planeta sea inhabitable para nosotros

    Pensemos no ya en el calentamiento global, que puede acabar países como sudan o kiribati destruyendo la vida de millones de personas,  sino en los efectos que tiene combustibles fósiles como el diésel o las emisiones de fabricas al aire y al agua sobre la salud humana , estos producen cáncer, enfermedades respiratorias , problemas en el desarrollo de los niños, muertes prematuras etc.

    No por nada china uno e los países mas industrializados y contaminados del mundo , sino el que mas ,  actualmente es de quienes mas compran paneles solares y mas desarrollan este tipo de energías. Ya es un problema que tiene una incidencia innegable sobre su población

    Ademas el petroleo tiene un limite , no es que exista en la tierra de forma ilimitada , es normal que se busque el desarrollo de energías como la solar o eólica pues estas casi que si son ilimitadas.
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    Mensaje por Labordeta Dom Ene 15, 2017 8:41 pm

    CiprianoMartos escribió:
    chiguagua escribió: El marxismo es antropocentrista lo primero es el bien del ser humano y todo lo que necesite, si neceista oxigeno pues se encragar de que haya oxigeno si necesita tal o cual cosa se encargar de esas cosas, en eso consiste el cambio del entorno revolucionario del marxismo.
    El marxismo nació a mediados del siglo XIX, pero el ecologismo no alcanzó un desarrollo mínimo hasta el siglo XX, y en prácticas como el veganismo o el vegetarianismo acababan de nacer en la época de Marx. A medida que nuestra sociedad progresa y se hacen más evidentes los daños causados por el capitalismo al medioambiente, las masas se conciencian cada vez más. Llegados al 2017, con un planeta moribundo, plantearse seguir con nuestro crecimiento desenfrenado es estúpido e irresponsable, y el propio antropocentrismo recomendaría preservar el planeta, por el simple hecho de que no se puede comer dinero: necesitas recursos naturales. Pero junto al antirracismo y el feminismo, que estaban incluidos en la ideología marxista desde su origen (quien no lo crea así, que revise el Manifiesto Comunista), ahora mismo se debería incluir, en mi opinión, el antiespecismo. El especismo es la falsa superioridad de una especie sobre otra, en este caso la humana sobre cualquier animal, y generalmente también se incluyen animales de compañía, como perros y gatos, que se consideran superiores a otros animales como las vacas o ovejas. Nosotros los humanos también somos animales, y una vaca o una oveja son capaces de sentir lo mismo que nosotros. Por que son inferiores entonces? La respuesta es fácil: no lo son. Debemos dejar de considerarnos con derecho a asesinar animales para conseguir productos que ni siquiera necesitamos, y comprender que al igual que la raza o el sexo, la especie no es más que una división sin la más mínima importancia a nivel de derechos.

    No es cuestión de superioridad moral, sino de mi posición en la cadena trófica, posición en la que me ha puesto el fenómeno evolutivo. Y ahí está mi metabolismo y mi fisiología para demostrarlo.
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    Mensaje por PequeñoBurgués Dom Ene 15, 2017 10:19 pm

    Lo del especismo a parte de frikada, no toca históricamente. Los humanos nos hacemos entre nosotros bestialidades mucho más grandes que las que se hacen a los animales. Qué tipo de superioridad dices que tienen los humanos si nos pasamos el día haciéndonos salvajadas?. Cuando dejemos de matarnos igual dejaremos de hacer bestialidades a otros animales.

    Lo importante de todas formas es que no hace falta usar el especismo, u otros -ismos para saber que si destrozas el planeta te perjudicas a ti mismo, eso lo sabe hasta un chavalín de preescolar, no da mucho más de sí el tema.

    Saludos.
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    Mensaje por walking Lun Ene 16, 2017 12:28 am

    PequeñoBurgués escribió:Lo del especismo a parte de frikada, no toca históricamente. Los humanos nos hacemos entre nosotros bestialidades mucho más grandes que las que se hacen a los animales. Qué tipo de superioridad dices que tienen los humanos si nos pasamos el día haciéndonos salvajadas?. Cuando dejemos de matarnos igual dejaremos de hacer bestialidades a otros animales.

    Lo importante de todas formas es que no hace falta usar el especismo, u otros -ismos para saber que si destrozas el planeta te perjudicas a ti mismo, eso lo sabe hasta un chavalín de preescolar, no da mucho más de sí el tema.

    Saludos.

    es increíble pero para mucha gente no es tan evidente lo del medio ambiente como parece y he tenido que explicarlo.

    en fin sobre el el especisimo estoy de acuerdo que es demasiado extremo pero se puede tener respeto por animales y estar en contra de la tortura y eventos como la tauromaquia sin necesidad de ir tan lejos
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    Mensaje por Ifkeys Lun Ene 16, 2017 2:17 am

    Yo cada día me asombro más con los peligros del calentamiento global. Mirad este vídeo; fechas clave a partir de los años 30 +- y los 90.

    Pulula por la red otro de la tierra dentro de 70 o 90 años. Demasiado trágico como para ser cierto



    El vídeo termina en 2010, pero he de decir que los cambios en el clima de 2010 a 2017 son bastante notorios en mi zona
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    Mensaje por CiprianoMartos Jue Ene 19, 2017 2:39 am

    Labordeta escribió:No es cuestión de superioridad moral, sino de mi posición en la cadena trófica, posición en la que me ha puesto el fenómeno evolutivo. Y ahí está mi metabolismo y mi fisiología para demostrarlo.
    Con un suplemento vitamínico de B12 (que no te hace ningún daño) puedes tener una dieta perfecta sin consumir productos animales.
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    Mensaje por Quinn Sáb Ene 21, 2017 1:43 am

    Eso del suplemento es una leyenda urbana. Puede que para algunos funcione, pero para otros no porque convertirse a herbívoro trae más complicaciones que una simple vitamina. Entonces es cuando se empieza con el 'bueno pues dejatelo poco a poco'... Ya claro, ya empieza a comolicarse la cosa. Dejar de ser omnívoro es muy dificol y una opción no universalizable, solo al alcance de clases estables económicamente de Occidente. Ahora bien, para mi es motivo de respeto q alguien renuncie al sufrimiento de otros seres vivos.
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    Mensaje por Labordeta Sáb Ene 21, 2017 3:10 am

    CiprianoMartos escribió:
    Labordeta escribió:No es cuestión de superioridad moral, sino de mi posición en la cadena trófica, posición en la que me ha puesto el fenómeno evolutivo. Y ahí está mi metabolismo y mi fisiología para demostrarlo.
    Con un suplemento vitamínico de B12 (que no te hace ningún daño) puedes tener una dieta perfecta sin consumir productos animales.

    Con suplementos vitamínicos y mayor cantidad de productos enriquecidos, por ejemplo aquellos con hierro ya que es más jodido degradar los ferrosos vegetales que los animales.

    Aparte, es una pollabobada individualista eso de “no como animales para que así cambie el sustema contra la explotación acerca de ellos”. Estás cayendo en la misma ideología (como concepto marxista) que me dice que si no compro Nike o Adidas estoy jodiendo al gran capital y por lo tanto siendo revolucionario. Pues no: estás haciendo postureo, porque la estructura no se cambia reorientando la demanda.

    PD: Los animales no han estado nunca mejor protegidos que en la actualidad. Y si lo dudas, vete al animalario de cualquier universidad y pregunta.
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    Mensaje por CiprianoMartos Sáb Ene 21, 2017 7:54 am

    Labordeta escribió:Aparte, es una pollabobada individualista eso de “no como animales para que así cambie el sustema contra la explotación acerca de ellos”. Estás cayendo en la misma ideología (como concepto marxista) que me dice que si no compro Nike o Adidas estoy jodiendo al gran capital y por lo tanto siendo revolucionario. Pues no: estás haciendo postureo, porque la estructura no se cambia reorientando la demanda.
    Y ahí tienes toda la razón del mundo: el boicot al consumo no sirve para nada. Lo que yo digo es que el antiespecismo y el animalismo debe ser introducido en la lucha comunista. Hasta que superemos el socialismo y alcancemos el comunismo, eso sí, no creo que los animales dejen de ser explotados. Hasta entonces, el vegetarianismo y veganismo no son más que elecciones individuales, por más que algún que otro anarquista se empeñe en lo contrario.
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    Mensaje por Brunete Sáb Jun 01, 2019 6:48 pm

    Pongo aquí este artículo, publicado en Revista de Libros a raíz de la publicación de El ecologista escéptico y que gira en torno al concepto de crisis ecológica. Es básico conocer la diferencia abismal entre lo que entiende por naturaleza el ecologismo político nacido en el siglo pasado, una concepción esencialmente errónea, y lo que entiende el marxismo, heredero de la Ilustración. Sobre todo cuando estamos rodeados de gente que pretende mezclar ideas incompatibles.
    No esta de más recordar el empeño de los medios de masas en grabarnos a fuego el neomalthusianismo y el decrecentismo.

    Revista de Libros
    Retórica y verdad de la crisis ecológica
    Manuel Arias Maldonado
    Manuel Arias Maldonado es profesor de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad de Málaga.
    nº 65 · mayo 2002


    1. Desde al menos el inicio de la década de los setenta del pasado siglo, la crisis ecológica global sobre cuya existencia llama tan vigorosamente la atención el ecologismo fundacional se convirtió en un lugar común del discurso acerca de las relaciones entre la sociedad y su entorno, adquiriendo paulatinamente la condición de certeza, antes punto de partida que objeto de controversia. También desde entonces, el lamento verde por el grado de deterioro medioambiental alcanzado se enfrenta a la afirmación contraria que procura minusvalorarlo: pero aquí, la habitual contraposición entre un discurso oficial que propende planglossianamente a la santificación de la realidad existente y aquel otro discurso alternativo dedicado a denunciar las falsedades del primero, se traduce en la automática aceptación de la veracidad del último y la pertinencia de sus soluciones. Y a este respecto es importante entender que, para el pensamiento verde dominante, la crisis no atañe solamente a la naturaleza. Síntoma de una fractura civilizatoria, de la anunciada quiebra del modelo cultural y social occidental, la crisis no tiene que ver sólo con el medio ambiente, sino también con la forma en que vivimos, con nuestros patrones culturales, nuestra ciencia y tecnología, nuestro sistema político y económico. Tan importante como la dimensión material de la crisis ecológica (la alteración de los procesos naturales o la disminución de la biodiversidad) es su dimensión simbólica y normativa: así como, de acuerdo con un viejo recurso literario, un cuerpo enfermo puede ser una metáfora del malestar emocional o moral del paciente, la crisis ecológica no es únicamente crisis de los sistemas naturales: es algo más. La visión predominante dentro del ecologismo dice que la crisis ecológica es también crisis de civilización; expresión y producto, pues, de algo más amplio. Aparece así el pensamiento verde penetrado de un fuerte sentido de crisis, convertida ésta en el espejo de una realidad social que se desea modificar profundamente. Se habla de una «sensación de crisis», de una «crisis de cultura y carácter», o se invoca una «crisis de percepción» que vendría lastrando nuestra capacidad para comprender el mundo en toda su diversidad y complejidad; y estaríamos, en fin, ante el resultado último de la «crisis de inacción» que aqueja a la sociedad contemporánea1. A ello hay que sumar la convicción, propia del ecologismo más profundo, de que la crisis es el reflejo de una ausencia de valores y de una insuficiente espiritualidad: la crisis como crisis del yo occidental. La condición multifacética de la crisis ecológica resume, en último término, un estado de cosas cuya resolución demanda reinventar las bases de la organización social, transformarlo todo, vivir de otro modo.



    2. ¿Qué ocurre, sin embargo, si la crisis ecológica no fuera tal crisis, o no lo fuera tanto? Tal es la sugerencia que acierta a expresar, en The Skeptical Environmentalist Measuring the Real State of the World, Bjørn Lomborg, el verde escéptico que proclama en el mismo título ser su autor. Politólogo danés especializado en el tratamiento de metodología empírica, y desconocido por completo hasta ahora en el ámbito de la teoría política verde, Bjørn Lomborg encuentra con su obra en Gran Bretaña una resonancia que contrasta con el silencio que siguió a su publicación, dos años antes, en su país de origen. Que la editora en el mercado anglosajón sea la prestigiosa Cambridge University Press, y que el lanzamiento del libro se vea apoyado por el diario The Guardian, que no sólo publica unos artículos del autor en los que sintetiza sus argumentos, sino que da igualmente cabida a una serie de réplicas y respuestas a ellos, contribuye a explicar la diferente recepción que se le dispensa2. En esencia, lo que Lomborg denuncia es la falta de consistencia de una «letanía de nuestro medio ambiente en deterioro» (pág. 3), que no resiste el análisis de los principales indicadores medioambientales. Éstos, en contra del pesimismo apocalíptico reinante al respecto, indican de hecho una mejoría progresiva en el verdadero estado del mundo. Mediante la medición y comparación estadística de un conjunto de indicadores, entre los que se cuentan el bienestar humano y su sostenibilidad en el futuro, los recursos energéticos, la polución, las amenazas químicas, la biodiversidad o el calentamiento global, Lomborg trata de mostrar cómo la insistencia verde en la situación crítica de nuestro entorno condice mal con una realidad que no ha dejado de mejorar en los últimos cuatrocientos años hasta depararnos una prosperidad sin precedentes. El autor se cuida de subrayar que, si algo muestran los datos, es que el estado del mundo ha mejorado considerablemente, si bien ello no significa que ahora sea lo bastante bueno; la primera afirmación se refiere a cómo es el mundo, la segunda a cómo debería ser. Porque, si se trata de atender al estado real del mundo, hay que hacerlo a través de la comparación. Y no de la comparación con un estado ideal del mundo, sino con lo que el mundo era: obtenemos así una medida de nuestro progreso (pág. 5). Así, la estrategia de Lomborg consiste en eludir cualquier impulso normativo en el análisis de la realidad medioambiental con el fin de evitar que los estándares de calidad y conservación del mismo que son deseables impidan apreciar una mejoría sólo enjuiciable, en verdad, reparando en el punto de partida. Por eso la disposición de su aparato estadístico y la lectura que hace del mismo se centran no tanto en situaciones concretas como en tendencias globales, evitando una doble tentación: por un lado, la del particularismo metodológico que únicamente pone de relieve datos negativos locales en detrimento de un más representativo panorama global; por otro, la del cortoplacismo que permite sostener casi cualquier tesis a partir de una astuta selección de los años correctos para el apoyo de la hipótesis en cuestión, cuando la prospectiva en materia medioambiental exige, antes al contrario, tomar en consideración largos períodos de tiempo. Es obvio que los términos de la comparación cobran aquí una importancia decisiva. En ese sentido, Lomborg no elude su orientación antropocéntrica: el eje de su evaluación del estado del mundo son los deseos y necesidades del hombre, no la conservación de un mundo natural carente de derechos pero digno de respeto y protección. Pese a que la mayor parte de los verdes encontrará en esta posición antropocéntrica el punto ciego de la tesis de Lomborg y, sobre todo, una sencilla razón para no prestarle atención por su alegre desatención al mundo natural, lo cierto es que, acaso sin tener plena conciencia de ello, lo que su enfoque consagra es una desaparición de la naturaleza enteramente congruente con una concepción realista de las relaciones sociales con el entorno; pero después volveremos sobre esto. La retórica verde acerca del medio ambiente en crisis se permite además incurrir en numerosas inexactitudes y errores de apreciación estadística, que el autor asegura haber evitado mediante un riguroso cotejo de datos y el manejo de abundante documentación. Esa retórica, sostiene Lomborg, dificulta asimismo la justa ponderación de cualquier tesis que ponga en entredicho la presunta evidencia del deterioro medioambiental, porque facilita el descrédito de la misma en términos morales: la negación de una realidad por todos aceptada sólo puede provenir de alguien que está contra el medio ambiente; alguien, por tanto, con quien no merece la pena hablar: la crisis ecológica como artículo de fe. Nada más alejado del propósito declarado del autor que semejante oposición. De lo que se trata, afirma, es de decidir democráticamente disponiendo de la mejor información posible; un debate tan importante como el relativo al medio ambiente no puede basarse más en el mito que en la verdad (pág. 32). La política comienza en la semántica.

    Así pues, lo que este libro plantea es la conveniencia de revisar una noción tan arraigada como la de crisis ecológica, que bajo su envoltura científica encubre una intencionalidad política e ideológica que no puede ser negligida por más tiempo. Desde una perspectiva más rigurosa, entonces, la crisis ecológica no sería más que el producto de una interpretación sesgada de los parámetros medioambientales, el resultado de una inercia cuyo punto de partida se sitúa en la década de los setenta, cuando el fin del mundo pasó a constituir un horizonte terrible pero familiar, cuya ocurrencia no se dilataría más allá de medio siglo. El miedo a problemas medioambientales en gran medida imaginarios, advierte Lomborg, puede además desviar nuestra atención de las medidas verdaderamente necesarias. Por eso, señala, no debemos dejar que las organizaciones medioambientales, los grupos de presión empresariales o los medios de comunicación monopolicen la agenda medioambiental, en beneficio de un escrutinio democrático del debate y de un conocimiento preciso del verdadero estado de la cuestión. La mencionada disputa periodística provocada por estas tesis en Gran Bretaña demuestra la importancia central que para el ecologismo político tiene la noción de crisis ecológica, como recurso discursivo y como mecanismo legitimatorio. Las críticas a Lomborg alcanzan tanto a su método estadístico como al fundamento normativo de sus argumentaciones, pero el despliegue de réplicas y contrarréplicas a que da lugar tiene, más que un interés inmediato, el de ofrecer continuidad a la habitual reacción verde a todo cuestionamiento de la crisis ecológica. Puede ser cierto: a las estadísticas cabe arrancarles muy distintos tonos, y el eco alcanzado por la obra de Lomborg se debe quizá más a su oportunismo y capacidad provocadora que a sus méritos intrínsecos. Pero esto no oculta, sin embargo, la amenaza que ese cuestionamiento representa para la entera arquitectura normativa del ecologismo político, ya que en la raíz de la defensa verde de la crisis ecológica como tal crisis y como crisis de civilización encontramos conceptos, valores y argumentos esenciales para la consistencia de aquél tal y como ha terminado configurándose.

    3. Ciertamente, la negación o relativización de la crisis es habitualmente desechada por los verdes por constituir un mero reflejo ideológico del mismo sistema que la produce, que se defiende mediante un ejercicio de afirmación de las propias virtudes que es, a la vez, un ejemplo de ceguera y de voluntarismo prometeico. Que el colapso ecológico no se haya producido todavía en modo alguno indica que no vaya a producirse; de hecho, es cada vez más probable: tal es la lógica de lo peor, enarbolada por el ecologismo y expresada en predicciones que constituyen más bien el disfraz técnico de la profecía, así Goldsmith et al., en su influyente Manifiesto para la supervivencia, 1972: «Si no se cortan de raíz las tendencias que se observan en la actualidad, el derrumbamiento de la sociedad y la destrucción irreversible de los sistemas de mantenimiento de la vida en este planeta serán inevitables, posiblemente a finales de este siglo y con toda seguridad antes de que desaparezca la generación de nuestros hijos»3. La concepción verde de la historia como teleología negativa refulge aquí en todo su esplendor apocalíptico. Auténtica contrahistoria del mundo occidental, el relato histórico verde indaga en las raíces de la actual crisis ecológica y describe el proceso de progresiva dominación humana de lo natural, a resultas del cual el curso del tiempo no conduce a la sociedad perfecta cantada por la historiografía ilustrada, sino a la amenaza autodestructiva a la que da forma la crisis. La línea que conduce a la catástrofe resulta ser, sin embargo, tan recta y predecible como la trazada por el optimismo decimonónico: el pasado se convierte en la acumulación de ideas y prácticas conducentes a un final ya previsto, en un proceso cerrado y cumplido desde su comienzo: una serie de sumandos y restandos que, carentes de autonomía propia como procesos históricos independientes, producen un resultado final. La Historia, según los verdes, se tiñe de determinismo: las cosas no podían haber sucedido de otra manera. Sin embargo, ¡oh, sin embargo!, la invocación del desastre tiene aquí un trasfondo pedagógico, porque hay una esperanza, resta una posibilidad. En fin de cuentas, la catástrofe ecológica que derivaría de la actual crisis medioambiental es invocada como el horizonte más probable si continúan las actuales tendencias socioculturales y económicas. Si estas tendencias se revierten a tiempo y de acuerdo con los postulados proporcionados por el mismo ecologismo que acierta a revelarnos la amenaza a la que sin plena conciencia nos enfrentamos, la distopía catastrofista se transforma en su contrario: una sociedad sustentable que ha logrado la armonía con el entorno y reparado con ello la brecha que el proceso de civilización occidental había abierto entre nosotros y la naturaleza ahora reencontrada. La historia desemboca en utopía.

    4. En el ecologismo, esa utopía proyectada hacia el futuro, guarda una estrecha correspondencia con una utopía retrospectiva cuya comprensión es esencial para entender todo su entramado normativo y su postura frente a la crisis ecológica. Para los verdes, la historia occidental es, como hemos visto, la historia de una progresiva separación del hombre y la naturaleza, separación pronto convertida en extrañamiento humano respecto de sus orígenes biológicos y de la pertenencia simbólica a una comunidad natural de la que es continuidad y no ruptura. Esta escisión presupone una época de esplendor, de armonía en las relaciones del hombre con su entorno; los verdes incurren así en una ensoñación arcádica que viene a ser expresión del elemento central de sus postulados filosóficos: su concepción de la naturaleza. La invalidez de ésta permite explicar las decisivas lagunas y ambivalencias de que adolece la teoría filosófica y política del ecologismo. Además de ser críticos de la ciencia moderna y sus consecuencias, la visión verde de la naturaleza procede de una rama de las ciencias naturales, la ecología, que resulta en un paradigma holista que encuentra en la imagen reticular su mejor síntesis explicativa: no hay jerarquías, sino cooperación e interdependencia entre los distintos seres vivos. Subsiste siempre, sin embargo, un resto de misterio, incognoscibilidad de una naturaleza que se quisiera reencantada. Poseedora de un valor intrínseco e independiente de nuestro juicio, el mundo natural posee una trascendencia y una fuerza significativa que aconsejan la fusión espiritual con él y su adopción como fuente axiológica. La visión verde de la naturaleza aparece así mediada por la experiencia estética. Todo ello resulta en una naturaleza universal, objetiva y ahistórica, suspendida en el tiempo y susceptible de afirmación al margen de un contexto social al que permanece inmune en su grandeza. Naturalmente, esto es falso. La concepción verde de la naturaleza es una mistificación ideológica que sustituye la realidad de las relaciones sociedad-naturaleza por el mito de una sublimación pastoril que localiza en un pasado originario una situación de armonía, susceptible de ser reproducida en el futuro. La idealización esencialista de lo natural en que incurre el pensamiento verde lo incapacita para comprender el verdadero carácter de la relación del hombre con su entorno, y con ello la naturaleza de la presunta crisis ecológica. Porque no sólo no puede aceptar la evidencia de unas formas naturales dinámicas ligadas a la sociedad que se las apropia, sino que no alcanza siquiera a distinguir entre, de una parte, la naturaleza profunda de los procesos y estructuras causales que no están sometidos a la influencia humana ni a su poder de transformación, y, de otra, la naturaleza superficial, las formas naturales, sobre las que esa acción humana se proyecta y aplica4. La naturaleza en su sentido profundo alude así a la estructura misma de la realidad más allá de sus apariencias: los procesos bioquímicos y las leyes físicas que rigen la existencia y su funcionamiento: la naturaleza como inmanencia. La naturaleza superficial, en cambio, constituye la manifestación externa de aquélla, su encarnación en formas sujetas a cambio evolutivo y por ello sometidas a la influencia transformadora del hombre, que es también, dicho sea de paso, una de esas formas. Hablar, como hace el ecologismo, de una naturaleza que no debe ser manipulada o modificada, equivale a identificar lo natural con lo natural profundo y lamentar como desaparición y pérdida de la misma la de sus manifestaciones no tocadas por el hombre. Pero no cabe una foto fija de la naturaleza superficial, como no cabe una alteración de la naturaleza a nivel profundo: por más que el hombre, como los avances en el campo de la genética o la física vienen a anunciar, pueda llegar a influir en el funcionamiento de los procesos naturales más esenciales para la configuración de la realidad, estará haciéndolo sobre una base cuya existencia le precede y sobrevivirá. La transformación de la naturaleza por el hombre provoca, así, el fin de la naturaleza en su sentido superficial, como realidad independiente del hombre, pero en modo alguno el de una naturaleza profunda que siempre establecerá un límite último a nuestra influencia en ella. Para los verdes, sin embargo, las formas naturales visibles terminan constituyendo la naturaleza, sin más, de donde se deriva que esas formas no deben ser alteradas so pena de acabar definitivamente con aquélla: paradójicamente, la esencia de la naturaleza por la que el ecologismo estaría llamado a velar se identifica cándidamente con su apariencia.

    Por ello es preciso oponer a la visión arcádica verde una concepción más realista, tanto del mundo natural como del proceso histórico de apropiación social del mismo. Excepto en el sentido profundo de sujeción última del hombre a los procesos biológicos que lo constituyen y a las leyes que rigen la naturaleza de la naturaleza, ésta no es universal ni inmutable, como lo demuestra el hecho de que es socialmente apropiada y transformada, no sólo material y físicamente, también cultural y simbólicamente. Así, la naturaleza no es para el hombre una realidad objetiva, sino una construcción social. La afirmación ontológica de su efectiva realidad no puede ocultar la verdad de su posterior construcción epistemológica y física. Este es un aspecto que no puede olvidar toda enmienda construccionista elevada al ingenuo realismo filosófico de que el ecologismo suele hacer gala: aceptada la preexistencia de una realidad natural independiente, el hombre se proyecta sobre ella y la construye, pero no sólo epistemológicamente a través del conocimiento y el lenguaje, sino también materialmente al transformarla y transformarse en ese proceso. La vigencia de las intuiciones marxistas, desarrollo cualificado de la concepción ilustrada de la naturaleza, es así evidente. La sociedad no sólo construye la idea de naturaleza que posee en cada momento, sino también la realidad natural a la que se adapta y transforma. Hablar de construcción social es por ello hablar de dependencia contextual: la naturaleza como idea y la naturaleza como realidad poseen distinto significado y forma en diferentes contextos sociales e históricos. Desde esta distinta perspectiva, la crisis ecológica no tiene ya por qué considerarse crisis de cultura o reflejo de una situación excepcional en el estado de las relaciones sociedad-naturaleza. Éstas, por el contrario, se caracterizan por su esencial dinamismo e indeterminación: los problemas medioambientales son inherentes a la relación de la sociedad con su entorno. Más que una anomalía, la crisis es el estado permanente que resulta de un proceso de recíproca transformación y coevolución cuya culminación, de hecho, es la transformación de la naturaleza en medio ambiente humano. No se trata de postular la negación de los problemas medioambientales, pero su normalidad desaconseja, sencillamente, hablar de crisis en el sentido fuerte en que lo hace el ecologismo fundacional. Por ello, la resolución de la presunta crisis ecológica no demanda una transformación global de la sociedad y una inversión de los valores dominantes, sino su corrección reflexiva. Pero nada de esto puede ser aceptado por un ecologismo que depende de la validez de su noción de naturaleza para la defensa de su programa filosófico y político. Y es aquí donde entran en juego las consecuencias políticas de la crisis ecológica y de la visión verde de la misma.

    5. Hay que recordar que bajo la convicción late la estrategia: el recurso a una fórmula discursiva de fuerte poder persuasivo pretende allanar el camino de la acción, simplificando, a la vez, su legitimación. El término crisis evoca una situación límite en la que los valores y procedimientos vigentes pueden ser suspendidos en beneficio de la eficacia: sentido de crisis es sentido de urgencia. No hay más que repasar las soluciones propuestas en la literatura verde de los años setenta para comprobar cómo la acentuación de la excepcionalidad agudiza la tentación autoritaria y la inclinación por las fórmulas expeditivas5. El allendismo arcádico se establece así autoritariamente. Como ha señalado David Harvey, una «retórica alarmista de crisis y catástrofe inminente [...] puede ayudar a legitimar toda clase de acciones al margen de sus consecuencias sociales o políticas»6. La excepcionalidad que una crisis plantea sugiere la alteración de todos los patrones decisorios, máxime en este caso, donde el componente científico-técnico de la crisis medioambiental puede conducir fácilmente a la exclusión de los profanos en beneficio de los expertos, de los únicos capaces de solucionar el problema, sean éstos científicos, políticos o místicos. La crisis ecológica se dibuja así como una noción política e ideológica en origen, por cuanto es un modo de designar el conjunto de problemas medioambientales que al tiempo es juicio acerca de su origen y tolerabilidad, y estrategia para obtener el monopolio de su resolución. A este respecto, la concepción verde de la crisis ecológica encierra en sí misma la paradoja definitoria del ecologismo político dominante: la politización del medio ambiente termina en su despolitización. Y ello porque prima en el pensamiento verde una visión de la crisis y de la sustentabilidad medioambiental llamada a ordenarla que excluye todo debate acerca de su naturaleza. Ya se trate de su reducción a expediente técnico o de su sujeción a patrones ideológicos prefijados vinculados a su ensoñación arcádica, la consecución de la sustentabilidad se convierte en un valor prepolítico e intangible, al margen de toda negociación o deliberación públicas, cuyo contenido se sustrae a la definición social por venir científica o ideológicamente dado. Su viabilidad técnica o su coherencia ideológica se anteponen a su determinación y control democráticos, con lo que la política de la crisis ecológica acaba siendo una ausencia de política.

    6. Por el contrario, la aceptación de una distinta perspectiva de las relaciones sociedad-naturaleza, y por tanto de la crisis ecológica, no implica necesariamente un descuido del medio ambiente o un abandono del objetivo de la sustentabilidad; tan sólo una distinta fundamentación de ese principio, alejada de los dogmas alrededor de los cuales se ha constituido históricamente el ecologismo político. La proclamación del carácter esencialmente normativo del principio de sustentabilidad, esto es, la aceptación de que existen muchos posibles modelos del mismo cuya definición depende en última instancia de una elección política de valores, demanda la articulación de un debate ciudadano y democrático acerca del contenido concreto de la sustentabilidad que nadie puede monopolizar. La dimensión técnica de la sustentabilidad se subordina a su previa definición democrática. De igual modo, podría ya venir a reconocerse el vínculo existente entre sustentabilidad y ese dominio de la naturaleza que está en el corazón del proyecto de la modernidad, pero no para demonizar, a la manera de los verdes, ese dominio, sino para reformularlo. La protección de la naturaleza no vendría justificada por su reencantamiento, sino del descubrimiento de sus leyes y el control de su funcionamiento. Lejos de exponerse esto al reproche verde de que perdería aquélla toda dimensión simbólica, cabría alegar que esa dominación de lo natural puede ayudarnos a comprender más plenamente el significado de la naturaleza para el hombre, al no imponerse ya ésta como amenaza, constricción o misterio. Es importante comprender aquí que dominación de la naturaleza no se asimila a su destrucción o explotación, sino que indica más bien el control consciente de la interacción sociedad-naturaleza. Y no el control absoluto de la naturaleza profunda fuera del alcance humano, sino más bien el control suficiente de la relación sociedad-naturaleza, no de la naturaleza en su conjunto. La dominación deja con ello de ser una perversión de las habilidades instrumentales del hombre para convertirse en la culminación del proceso social de apropiación del medio.

    7. Merece acaso la pena preguntarse quién va a sostener en el panorama político contemporáneo una posición así, sustancialmente alejada de los dogmas dominantes del ecologismo fundacional que la izquierda, en contra de la tradición marxista que constituye su origen ideológico, parece haber terminado asumiendo. Esta paradoja puede explicarse como sigue. Para el ecologismo, la convergencia con la izquierda ortodoxa del marxismo doctrinario no fue nunca una prioridad; antes bien, convenía tomar distancia respecto de una ideología tan dañina para el medio ambiente como el propio liberal-capitalismo occidental. Con independencia de su teatralizado antagonismo, las dos ideologías en disputa acababan confluyendo en lo que Jonathon Porritt llamó célebremente «la superideología del industrialismo»7, inspiradora de aquel lema según el cual el ecologismo político no se situaría ni en la izquierda ni en la derecha, sino más allá. La cualidad táctica de esta proclamación, destinada en parte a la búsqueda de un espacio propio y autónomo, no impide su íntima veracidad: los presupuestos teóricos del ecologismo filosófico y político poco tienen que ver con los del liberalismo y el marxismo frente a los que se sitúa. Por ceñirnos aquí a este último, la incompatibilidad conceptual es evidente. No sólo por la orientación productivista de que hace gala la tradición marxista, reforzada luego por el socialismo realmente existente, sino también y más decisivamente por la concepción de la naturaleza y de las relaciones humanas y sociales con ella que el marxismo sostiene firmemente. En fin de cuentas, esta concepción marxista de la naturaleza constituye la concepción moderna por excelencia, como refinamiento y desarrollo de la concepción ilustrada mediante una cualificación tan importante como la que el trabajo, como mediación, supone. La incidencia social sobre una naturaleza en evolución permite hablar de unas relaciones históricas sociedad-naturaleza de recíproca influencia y penetración: el metabolismo socionatural al que Marx se refiere. La producción social de la naturaleza provoca su desaparición como tal, vía esa su humanización a la que ya se referían Hegel y el idealismo alemán. El contraste con un ecologismo que aboga precisamente por lo contrario, por la naturalización del hombre y la sociedad, no puede ser más agudo. Cuando el ecologismo surge en la década de los sesenta, en forma primero y sobre todo de movimiento social, no halla por tanto en la tradición marxista sus fuentes de inspiración. Confluyen en él, por el contrario, influencias tales como la entonces pujante Nueva Izquierda, la contracultura hippy con su carga de adanismo anticientífico y espiritualista, o la literatura apocalíptica en la que reverberan los ecos fantasmales de una deflagración nuclear. El ecologismo de los orígenes se constituye principalmente como una utopía posindustrial. Su atractivo para la izquierda no puede proceder, por tanto, de una inexistente afinidad conceptual; su seducción se explica, antes bien, por la ausencia de un auténtico debate doctrinal. No hay que olvidar que, pese a la alarma generada por cierta prospectiva más o menos científica, que en última instancia cabe interpretar como un reflejo de la paranoia provocada por la Guerra Fría y la amenaza de la destrucción mutua asegurada, el medio ambiente no es una verdadera preocupación para una izquierda situada en las trincheras del debate ideológico que sigue a la posguerra mundial y continúa hasta la caída del muro cuatro décadas después. E inevitablemente, el ecologismo posee un aire de familia que lo emparenta con la izquierda más informal, a la que se aproxima de forma natural pese a su declarada vocación de independencia. Así, para cuando el medio ambiente queda incluido en la agenda política de la ciudadanía posmaterialista, la izquierda no repara en finuras conceptuales y trata de atraerse para sí una causa que sólo puede sumar, pero difícilmente restará, votos y apoyo popular. La protección del medio ambiente es un propósito lo bastante general y difuso como para exigir mayores precisiones a nivel de estrategia partidista o electoral. A ello se suma la deriva pragmática de unos partidos políticos verdes que, en su asalto a las instituciones y pese a las convulsiones internas que ello provoca, sacrifican estratégicamente sus verdades privadas en beneficio de algunas conquistas públicas; la efectiva consecución de determinadas políticas medioambientales termina por hacer irrelevante su fundamentación teórica. Nos encontramos así con que la alianza entre la izquierda y el ecologismo parece responder a un malentendido y se sostiene gracias a un calculado silencio acerca de los principios que subyacen a una y otro. La reconstrucción normativa del ecologismo político podría encontrar un vínculo adecuado en la modernización que la izquierda misma demuestra estar necesitando; bien podría pensarse, de hecho, que las dificultades que tanto uno como otra encuentran para articular un discurso coherente son consecuencia de idéntico estancamiento ideológico, cuyas causas habría que buscar en la historia política y filosófica reciente. Pero para que esa recíproca modernización pueda llegar a desarrollarse provechosamente para ambos, sería necesario un verdadero debate de ideas, que de un lado revisara a fondo los muy deficientes presupuestos del ecologismo fundacional, dando forma a una nueva política verde, y de otro convenciera de su bondad a una izquierda de otro modo inclinada siempre a considerar la agenda medioambiental apenas como un complemento electoralmente rentable.

    8. Naturalmente, la reconstrucción aquí propuesta, aunque constituye a mi juicio la base sobre la que refundar normativamente un ecologismo político por fin reconciliado con el proyecto de la modernidad, representa forzosamente la verdad acerca de la relación del hombre con el medio, ni tiene asegurada la aceptación de la ciudadanía en un debate abierto y democrático acerca del principio de sustentabilidad y su concreta aplicación práctica. En todo caso, libros como el de Lomborg tienen la virtud de remover las estancadas aguas de un pensamiento verde dominante a la vez demasiado complaciente e ingenuo en su arcádica visión de la naturaleza y su relación con el hombre. Discutir el verdadero estatuto de la presunta crisis ecológica y de sus implicaciones simbólicas permite dar expresión a la promesa incumplida del ecologismo político, que no es otra que la efectiva politización de las relaciones sociedad-naturaleza y del objetivo de la sustentabilidad, yendo así más allá de una retórica que traiciona sus propios presupuestos.

    1. Así, respectivamente, Adrian Atkinson, Principles of Political Ecology, Londres, Belhaven Press, 1991; Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory, Nueva York, State University of New York Press, 1992, pág. 17; Fritjof Capra, La trama de la vida. Una nueva perspectiva de los sistemas vivos, Barcelona, Anagrama, 1998, pág. 26; Jonathon Porritt, Seeing Green, Londres, Basil Blackwell, 1994, pág. 116. ↩
    2. Véase The Guardian, 15, 17 y 20 de agosto, y 1 de septiembre de 2001. ↩
    3. Edward Goldsmith et al., Manifiesto para lasupervivencia, Madrid, Alianza, 1972, pág. 9. ↩
    4. Sobre esto, véase Kate Soper, What is Nature?, Oxford, Blackwell, 1995. ↩
    5. Véanse William Ophuls,Ecology and the Politics of Scarcity, San Francisco, W. H. Freeman and Company, 1977; Paul y Anne Ehrlich, The Population Bomb, Nueva York, Sierra Club, 1969; Robert Heilbroner, An Inquiry into The Human Prospect, Londres, Calder & Boyars, 1975. ↩
    6. David Harvey, Spaces of Hope, Edimburgo, Edinburgh University Press, 2000, pág. 217. ↩
    7. Jonathon Porritt, «Industrialism in All its Glory», en Michael Redclift y Graham Woodgate, The Sociology of the Environment, III, Aldershot, Edward Elgar, pág. 543. ↩
    rdl

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    Añado este para alimentar el debate, sobre el animalismo


    ¿No tienen derechos las ratas de alcantarilla? Las paradojas del animalismo divino
    15 octubre 2018 23:55 CEST

    José Manuel Errasti Pérez

    Profesor titular de Psicología de la Personalidad, Universidad de Oviedo

    Cláusula de Divulgación

    José Manuel Errasti Pérez no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.

    Universidad de Oviedo



    En las siguientes líneas se plantea al lector la posibilidad de que el concepto de “animal” que se maneja dentro de lo que vagamente podríamos llamar hoy en día “animalismo” esté construido más a escala numinoso-religiosa que a escala estrictamente zoológica.

    No es el animalismo un movimiento social claro ni distinto. Posee una dimensión académica cuyo inicio suele colocarse en “Animals’ Rights: Considered in Relation to Social Progress” de Henry Stephens Salt (1894), y llega hasta textos actuales del profesor Jeff McMahan, en donde se propone la extinción de todas las especies carnívoras para alcanzar así un planeta sin sufrimiento.

    En cualquier caso, el animalismo al que nos referiremos tiene más que ver con sus manifestaciones populares, con figuras emocionales-psicológicas que ya están extendidas entre la ciudadanía de los países ricos: simpatizantes de partidos pro derechos de los animales, practicantes de dietas veganas, antiespecistas que proponen una misma consideración ética hacia todos los seres sintientes, al margen de su especie animal… En definitiva, posturas que pretenden ir un paso más allá del buen trato hacia los animales que nadie pone en cuestión.
    El mito de la naturaleza

    Para la defensa de esta tesis se hace necesario exponer brevemente el mito de la naturaleza como una de las artimañas ideológicas identificativas de la vida en la ciudad moderna.

    Una vez vencido el mundo salvaje -al menos en buena parte: no morimos devorados por depredadores, no pasamos frío en invierno, la mayoría de las enfermedades infecciosas tienen tratamiento, tenemos luz por la noche…-, el burgués insatisfecho inventa una nueva idea de naturaleza como un ámbito de pureza, calma, salud y armonía del cual ha sido expulsado, en la enésima reedición del mito del paraíso perdido que se hace en Occidente.

    Este anhelo por esa esencia es vivido bajo la figura emocional de la nostalgia, a pesar de que jamás existió, y el ciudadano suspira añorando una autenticidad que un día se fue (del verbo “ser”) y se fue (del verbo “irse”).

    Pero esta naturaleza es, obviamente, una impostura. La jungla, los polos, la selva, el desierto, las cumbres, los océanos, ¿pureza, calma, salud y armonía? La práctica totalidad de las frutas que comemos, de las verduras que ponemos en la ensalada, son productos técnicos humanos, resultado de miles de años de ingeniería genética rudimentaria, en donde ya se han vuelto irreconocibles los tubérculos, bayas o frutos silvestres de donde proceden. Y un componente central en esta naturaleza impostada desde la ciudad resultan ser justamente los animales.

    La misma distancia que media entre las bayas verdes y duras que encontraron los conquistadores del siglo XVI en Mesoamérica y los tomates de los supermercados actuales media entre los mamíferos que se representaban en las cuevas del paleolítico y esos lobos bonsái que hoy llamamos “perros”.

    En la ciudad, la relación de las personas con los animales cambia respecto de otras épocas históricas y, consecuentemente, el modelo básico de animal deja de ser la bestia o el bruto y pasa a ser la mascota. Los dibujos animados se ocuparán de lo demás. Quimeras genéticas, fruto de siglos de cruces que terminan produciendo variedades sin más funcionalidad que el capricho, en donde se han seleccionado la mansedumbre y otros rasgos que recuerdan superficialmente a la emocionalidad humana, se muestran como el paradigma de la auténtica naturaleza más pura. Sólo cuando se ha eliminado hasta el último vestigio de la vida salvaje se puede reconstruir mentalmente la naturaleza de una forma tan infiel a la realidad.

    Los animales como númenes

    Por más que el animalista declare estar movido por una solidaridad fraternal hacia seres que, en tanto que sintientes como él, son esencialmente semejantes, la figura emocional de esta reivindicación de los animales -de estos nuevos animales reentendidos desde la ciudad- está más cercana a la relación religiosa con los númenes que a una postura panespecista zoológicamente coherente.

    El concepto de “numen” adquiere protagonismo en la teología del siglo XX a través de la obra de Rudolf Otto -fundamentalmente Lo santo (1917)- como el contenido primario de las religiones, pero es en El animal divino (1985) de Gustavo Bueno donde se ensaya de forma más potente una filosofía materialista de la religión en donde las relaciones hombre-animal son vistas como el germen de la experiencia numinosa y, por extensión, del hecho religioso. Los númenes son seres dotados de voluntad, una cierta racionalidad y comportamiento propio, que revientan la dicotomía clásica hombre/objeto, ya que obviamente no pertenecen a ninguna de esas dos categorías.

    Dioses, extraterrestres, animales mitológicos, nacerían del peculiar trato que el ser humano ha mantenido con algunos animales a lo largo de su historia como especie. Considerarlos personas lleva a infinidad de situaciones simplemente ridículas. Considerarlos objetos es incompatible con su evidente actividad propositiva.

    No son númenes por sí mismos: lo que les convierte en númenes son sus relaciones con nosotros y, por tanto, necesitarán estar dados a una cierta escala operativa humana, -no podrán ser númenes los insectos, los dinosaurios o los peces abisales-. Si en su análisis de las religiones Bueno concluía que los númenes son animales, en nuestro análisis del animalismo cabe concluir que los animales son númenes.
    ‘Del total del reino zoológico, los animalistas recortan una pequeña parte, fundamentalmente mascotas y animales de granja, aquéllos con los que los humanos mantenemos relaciones’. Shutterstock /  Eric Isselee
    ¿Qué hacemos con los insectos?

    Y así, del total del reino zoológico, con sus millones y millones de especies animales, los animalistas recortan una pequeña parte -fundamentalmente mascotas y animales de granja, aquéllos con los que los humanos mantenemos relaciones- para constituir el nuevo concepto de “animales”, ahora elaborado mediante una reconstrucción más numinosa que biológica.

    Por ejemplo, a pesar de que los insectos poseen sistemas nerviosos sofisticados, receptores del dolor, organizaciones sociales complejas, y, sobre todo, constituyen más del noventa por ciento de los animales del planeta, ninguna reivindicación animalista ha intentado proteger los derechos de estos seres sin duda alguna sintientes, -las diferencias respecto de las sensaciones humanas no restarán legitimidad a dichas sensaciones a los ojos de un antiespecista-. ¡En un reciente programa de radio explícitamente animalista se daban instrucciones para desparasitar a los perros!

    Tampoco se conocen iniciativas para rescatar a las ratas de las condiciones de hacinamiento, inmundicia y enfermedad que sufren en el alcantarillado, por más que los roedores se encuentren evolutivamente más cercanos a los primates -y, por tanto, serán más parecidos sus sistemas nerviosos- que los cánidos.

    Animales y humanos

    Desde la superioridad moral con la que acostumbran a presentarse -lo cual también acerca sus planteamientos al tono habitual de las religiones-, y en sintonía con la candidez que caracteriza a nuestra sociedad, no ven al ser humano como un ser esencialmente político (Aristóteles), racional (Descartes) o lingüístico (Hayes), categorías que no pueden ser aplicadas a una gallina o un cangrejo, sino como un ser que se agota en su dimensión sintiente, condición que sí comparte con el resto de los númenes. Pero ésta es una consideración ideológica, más deudora de la publicidad y del individualismo sentimentalista e infantil propio del capitalismo actual que de una posición materialista y progresista en el análisis de la condición humana. Su raigambre puritana se demuestra en que no sufren por el dolor animal allá donde se dé por las causas que sean, sino únicamente por aquél infligido por el ser humano.

    Animales y humanos son seres sintientes, pero éstos, además, son sujetos históricos y políticos, características que no comparten aquéllos; sólo en el marco de esta condición histórica y política tiene sentido hablar de derechos. Es nuestro carácter normativo y conflictivo lo que hace inevitable la aparición de la historia, la política y las leyes en las sociedades humanas. Los derechos no son entidades naturales que brotan de la propia existencia de los individuos que los disfrutan, sino acuerdos sociales siempre enclavados en marcos jurídicos. (destacado por mí)

    La pretensión de incluir a los animales en estas lógicas humanas -por ejemplo, convirtiéndoles en titulares de derechos o describiendo su maltrato con el nombre de los delitos contra la integridad de los seres humanos (asesinato de los toros, violación de las vacas)- es el resultado de una candidez emocional que se alimenta del mito de la naturaleza recaído sobre una consideración numinosa de algunos animales. El animalismo, así, aparece ahora como un movimiento de textura religiosa. La ciudad moderna, como escenario del que se ha retirado la presencia real de la vida salvaje, es el lugar idóneo para que esta farsa tenga lugar.
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