La muerte de Carrero, primer paso para frenar al PCE
– 29 DICIEMBRE, 2011PUBLICADO EN: ESPAÑA
Rodrigo Vázquez de Prada y Grande || Madrid.Periodista. Enmarcado entre los fastos del nuevo Gobierno de la derecha española y los infaustos “manifiestos” de algunos dirigentes socialistas, el aniversario del atentado perpetrado por ETA el 20 de diciembre de 1973 y que costó la vida al entonces presidente del Gobierno de la dictadura, almirante Carrero Blanco, fue casi silenciado en los principales medios de comunicación españoles. Quizás, porque las clases dominantes y el bipartidismo que padecemos prefieran ocultar uno de los elementos esenciales de aquel hecho y que hoy está fuera de toda duda: la autoría intelectual de la CIA en la comisión del atentado. La muerte del almirante Carrero Blanco se fraguó en los despachos de la CIA.Almirante Luis Carrero Blanco.
Con la puesta en bandeja de la cabeza de Carrero Blanco a los comandos de ETA, la CIA dirigió el final de la dictadura franquista y moldeó con arreglo a sus intereses el proceso de transición de la dictadura a la democracia en España.
Y lo consiguió, situando dicho proceso en una dirección que convirtió a España en una democracia sin peligros para el bloque de la OTAN .En una democracia que, por encima de cualquier política de gestos demagógicos y para la galería desarrollada por el último presidente socialista, continuó teniendo a nuestro país como aliado incondicional de los EE.UU. Es posible que esta aseveración sea ya de dominio, más o menos, general. Sin embargo, lo que se ha ocultado en todo momento es que la planificación por la CIA del atentado tenía como objetivo fundamental arrinconar al máximo al PCE. Desbaratar la hegemonía que en aquella época mantenía como partido de vanguardia de la izquierda española. La fórmula para conseguir tal resultado: la práctica creación de un partido pretendidamente de izquierdas que lo frenara, el PSOE de
Felipe González.
Textos hasta ahora desconocidos, reproducidos en un libro de reciente aparición y a los que, días atrás, se refirió un artículo de José Manuel Martín Medem, codirector de “Crónica Popular”, lo dejan totalmente claro. Sus revelaciones confirman datos e hipótesis bien fundadas que, desde el mismo momento que sucedió el atentado, algunos de nosotros tratamos de difundir.
Evidentemente,
sin la participación de la CIA el atentado no hubiera podido tener lugar. Para cualquiera que hubiera vivido la clandestinidad en la lucha contra el franquismo, resultaba meridiamente claro que excavar un túnel a cien metros de la embajada de los EE.UU. no podía ser realizado si sus autores no hubieran contado, al menos, con la connivencia de la inteligencia norteamericana. Máxime, cuando la víspera del atentado había estado en Madrid el todopoderoso secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, con el que Carrero Blanco se había entrevistado durante ese día. Una visita de tan importante y siniestro personaje llevaba aparejada, sin duda alguna, una operación de “barrido” de un perímetro próximo a la embajada muchísimo más amplio que el de un centenar de metros, utilizando para ello los más sofisticados aparatos y, por supuesto, el contingente de agentes que hubiera sido necesario…
La voladura del almirante Carrero Blanco, fue el primer paso de lo que, años más tarde, el general
Vernon Walters, uno de los hombres de más peso en la central de inteligencia norteamericana, y que intervino junto a
Kissinger en la dirección del proceso político español, denominó sin ambages
“la transición controlada”. Vernon Walters había sido nombrado en 1972 por el presidente Nixon director adjunto de la CIA y en calidad de tal se entrevistó con Franco. Su reunión con el dictador fue la fachada visible de su presencia en España. Y, aunque se desconocen los detalles, sí está fuera de toda duda la intervención en la transición española de este militar involucrado en varias “acciones encubiertas” de la CIA. Entre ellas, el golpe de Estado que derrocó al presidente Joao Goulart en Brasil, en marzo de 1964, y que instauró una dictadura militar que permaneció en el poder hasta 1985, y el que derribó al presidente Salvador Allende, en Chile, en septiembre de 1973, llevando al palacio de la Moneda al general Pinochet, que se mantuvo como dictador hasta 1990.
Destrozos producidos por las cargas de C4 empleadas por el comando que mató a Carrero Blanco.
Esta interpretación de los hechos tira por tierra totalmente las teorías que, en su momento, consideraron que el atentado de ETA había abierto “el último pestillo que se hubiera opuesto a la democracia”. El relato escrito en “Operación Ogro”, por
Genoveva Forest, amparada bajo el seudónimo de Julen Agirre, no es más que un canto a la supuesta proeza de quienes actuaron bajo la inspiración y el apoyo real de los servicios de inteligencia del país capitalista más poderosos del planeta. Tal como señalaba, ya en 1998, Carlos Semprún Maura era “bastante cómica” la tesis según la cual “ETA, al matar a Carrero Blanco había sido la comadrona de la democracia en España porque con Carrero Blanco en vida jamás podría haberse desarrollado la transición como se ha desarrollado… Nadie puede afirmar que el almirante se hubiera opuesto y rebelado contra la voluntad de Franco.”
Pero,
¿Por qué los objetivos de la CIA sacrificaron la vida de Carrero Blanco?. Responder a este interrogante exige volver la vista atrás, rastrear para el lector su personalidad política y el papel que jugaba en el bloque de poder de la dictadura. Y, lo que es tanto o más importante, el que estaba destinado a jugar en el futuro que no llegó a conocer.
Carrero Blanco estaba plenamente identificado con las posiciones políticas de Franco. En política interior, coincidía totalmente con el dictador en su anticomunismo visceral y en su profunda aversión al sistema de partidos políticos, a la democracia. Además, fue siempre un firme valedor de la “solución juancarlista”, frente a los ministros de filiación falangista que propugnaban una continuación del franquismo a través de una Regencia. En política exterior, era un firme partidario del atlantismo, aunque con un matiz mínimo que no restaba un ápice a su resuelto posicionamiento en la política de bloques. Con la timidez con la que un lacayo balbucea a su señor, planteaba la necesidad de que la España franquista contara con su propia política de defensa, pero sin que eso supusiera una ruptura con EE.UU. Se trataba de una cierta veleidad “a la francesa”, una caricatura en realidad de los planteamientos del general De Gaulle. Y en eso coincidía con otros altos cargos militares, entre ellos el general Luis Díez Alegría, de perfil muy alejado del reaccionarismo de aquél y muy bien considerado por los norteamericanos.
Tal como el historiador Javier Tusell señala, es cierto que en los momentos anteriores a su muerte, Carrero Blanco pretendía “que los Estados Unidos se avinieran a firmar con España un tratado con rango superior” al convenio de amistad y cooperación suscrito en 1970. Pero su forcejeo con Kissinger sobre la utilización de las bases norteamericanas en España no explica en absoluto el diseño por la CIA del atentado. En realidad, ni siquiera tiene nada que ver con el objetivo fijado en Langley. Si Carrero Blanco hubiera representado un obstáculo serio para el mantenimiento en España de sus bases militares, sin necesidad de la firma de un verdadero tratado, EE.UU. hubiera tenido a su alcance un amplio abanico de medidas para forzar la muñeca al dictador, si fuera preciso. Para alcanzar ese fin, el atentado contra su persona hubiera sido matar moscas a cañonazos. Cualquier intento de explicación en esta línea yerra el tiro por elevación. Por elevación innecesaria.
Lo mismo ocurre con la explicación que basa la justificación de la intervención de la CIA en las veleidades nucleares de Carrero Blanco, en su peculiar posición a favor de la energía nuclear para usos militares. Se sabe, y así lo recoge
Gabriel Cardona, historiador, profesor de la Universidad de Barcelona y fundador de la UMD, que
Carrero Blanco “se interesó pronto por la posibilidad de fabricar una bomba atómica para España. En plena crisis económica de los años cuarenta, había diseñado una enloquecida flota que, naturalmente, no pudo construir, y su obsesión por el poder naval le hacía concebir nuevas esperanzas gracias a la investigación nuclear que, desde entonces, lo tuvo por valedor
. Se conoce también que su nombramiento como presidente del Gobierno “le permitió impulsar su antiguo proyecto de convertir a España en una potencia nuclear”, acelerando los pasos necesarios para la fabricación de la bomba. El mismo historiador señala que “el hecho no pasó desapercibido a la CIA, que seguía todos los pasos del proceso, como el almacenamiento de plutonio militar en España, que evadía los controles de la Agencia Internacional de la Energía”. Pero su planteamiento favorable a la conversión de España en una “potencia nuclear” no era más que una caricatura de “la grandeur” exhibida por el general De Gaulle en su pugna con EE.UU.
Al dictador le sucedería un monarca que le heredaba directamente. En la foto, Juan Carlos pasa revista a las tropas en la inauguración de las Cortes
el 22 de julio de 1977. ©Javier del Valle
Desde Washington y Langley se siguió muy atentamente el desarrollo de la dictadura que EE.UU. había ayudado a perpetuar. Unos años antes, el 21 de julio de 1969, Franco había designado a Juan Carlos de Borbón “sucesor a la Jefatura del Estado a título de Rey” y las Cortes del partido único habían dado al día siguiente su asentimiento unánime a tal medida, en una sesión en la que Juan Carlos había jurado solemnemente “fidelidad a los Principios del Movimiento y demás leyes fundamentales del Reino”. De esta forma, el dictador concretaba al máximo su pretensión de “dejar todo atado y bien atado”, prevista ya en la llamada “Ley de Sucesión”, de 26 de julio de 1947, en la que, en su artículo primero, proclamaba que “España (…), de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino”, y, en su artículo tercero, anunciaba que “en cualquier momento el Jefe del Estado podría proponer a las Cortes la persona que debía ser llamada a sucederle, a título de Rey o Regente”.
Aquel día de julio del 69, Franco puso en marcha la continuidad de su régimen a través de un Monarquía, “instaurada” se dijo, inventada por él mismo y regida por un monarca educado bajo su tutela. Al dictador le sucedería un monarca que le heredaba directamente, saltándose a la torera la línea sucesoria de la Corona española, e imponiéndolo a la soberanía popular. Así se creó la Monarquía y el monarca que padece España todavía hoy, introducidos ambos “de matute” en la Constitución de 1978, bajo la presión del “rumor de sables”, es decir, del Ejército surgido del golpe de Estado de 1936, y la dirección a distancia de EE.UU.
Sin embargo, los mecanismos sucesorios previstos en la legislación franquista producirían, asimismo, otros efectos. El principal, que su desaparición hubiera otorgado todo el poder político, de forma automática, al almirante Carrero Blanco, en su calidad de presidente del Gobierno. Había sido nombrado para tal cargo muy pocos meses antes de su muerte; exactamente, el 14 de julio de 1973. Este hecho resultaba trascendental, ya que se trataba de la primera vez que
Franco había separado la Jefatura del Estado y la Jefatura del Gobierno, concentradas férreamente en sus manos desde la guerra civil. Y ese peculiar traspaso de poderes lo había hecho a favor de quien los historiadores Javier Tusell, en su biografía del almirante, y Paul Preston, en la suya sobre Franco, califican de “eminencia gris del franquismo”. En realidad, era el alter ego del dictador.
Doce años más joven que Franco, Luis Carrero Blanco, nacido, en 1904, en la villa cántabra de Santoña, de familia paterna gallega con tradición militar, había trabajado al lado del dictador desde 1941. Su ascenso hasta situarse como hombre de confianza de Franco se debió a ser el autor de un informe en el que exponía la total incapacidad de España para entrar en la segunda guerra mundial al lado del III Reich. El entonces capitán de navío y jefe de Operaciones del Estado Mayor Naval señalaba en él que la participación de España en la conflagración, al lado de los aliados que habían ayudado a Franco con armamento, tropas y dinero a desarrollar su golpe de Estado contra la II República, tendría unos costes económicos desastrosos para nuestro país. Lo redactó a petición del Ministro de Marina, almirante Salvador Moreno, y éste se lo presentó a Franco.
Ese informe lo catapultó a una carrera de más de treinta años como principal colaborador político del dictador. En 1951, fue nombrado Ministro de la Presidencia del Gobierno. Y, en 1967, sucedió en la vicepresidencia del Gobierno a uno de los militares más caracterizadamente fascistas, el capitán general Agustín Muñoz Grandes, jefe de la División Azul y Cruz de Hierro de Hitler. Finalmente, Franco otorgó la máxima recompensa a su “hombre en la sombra”, como le denominaría Max Gallo, nombrándole Presidente del Gobierno.
Placa conmemorativa del atentado a Carrero Blanco en la calle Claudio Coello de Madrid. ©Germán Gallego
Paul Preston señala que “Carrero Blanco compartía todos los prejuicios político de Franco”. Realmente, era un acabado exponente del pensamiento reaccionario español más rancio, en la línea del tradicionalista del siglo XIX principios del XX Juan Vázquez de Mella, amigo de su padre y del que conservaba una de sus obras dedicadas a su progenitor. Al igual que su admirado dictador, Carrero Blanco también tenía veleidades literarias. Escribió libros de su especialidad de marino, como “Arte naval militar” y “España y el mar”, pero también otros de fuerte contenido político como “La gran baza soviética” y “España ante el mundo. Proceso de un aislamiento”. Y, emulando a su protector, utilizó como él seudónimos para sus escritos. Así, si Franco firmó como Jaime Andrade su relato autobiográfico “Raza”, Carrero Blanco lo hizo en numerosas ocasiones como “Juan de la Cosa”, primero, y como “Ginés de Buitrago”, después.
En todos sus escritos dejó impresas verdaderas perlas cultivadas, dedicadas, fundamentalmente, a los que consideró, hasta el fin de sus días, los grandes enemigos: el comunismo “deseoso de transformarnos en una masa de esclavos sin Dios” y la masonería que, “en forma más suave, pretendía un dominio exterior por el procedimiento de crear un sistema de partidos que, en la práctica, hiciera desaparecer una autentica independencia nacional…”. Para Antonio Elorza, que años antes de su muerte analizó su rudimentario pensamiento político, Carrero Blanco expresaba “una visión histórica en la línea de un agustinismo degradado, común a todos los reaccionarios desde hace 200 añosa a esta parte”. En palabras de Elorza, para el almirante Carrero Blanco la Historia estaba pensada como “la pugna sobre la tierra entre Dios y sus enemigos, encarnados primero desde 1789 a 1848 por los demócratas y liberales y, desde entonces, por el socialismo”.
Sus posiciones religiosas, exponentes del más puro “nacionalcatolicismo”, le convirtieron en el principal valedor de los llamados “tecnócratas” del régimen franquista, el grupo de “los lópeces”, todos ellos “opusdeistas”: Laureano López Rodó, Gregorio López Bravo, José María López de Letona y Navarro Rubio, fundamentalmente. Todos ellos aparecían capitaneados por el catedrático de Derecho Administrativo de Santiago de Compostela, primero, y de Madrid, después, Laureano López Rodó, miembro numerario de “la Obra”, que, en 1962, fue nombrado por Carrero Blanco Comisario del Plan de Desarrollo y, dos años después, Ministro. Realmente, un auténtico “superministro”.
Carrero Blanco gozaba de la máxima confianza del dictador. Pero su apoyo a ultranza a los tecnócratas le hizo chocar con falangistas, tradicionalistas y propagandistas católicos, que habían sido reemplazados como ideólogos del nacionalcatolicismo por el ideario de monseñor Escrivá de Balaguer. El estallido en 1969 en la prensa del “caso Matesa”, a consecuencia del cual Manuel Fraga Iribarne fue cesado en su cargo de Ministro de Información y Turismo, fue revelador de las tensiones entre el ala falangista y los “tecnócratas” del franquismo. No fue más que la punta del “iceberg” de una lucha sorda entre las bambalinas de la dictadura por controlar su dirección política y los centros de poder. Pero aquella pugna se cerró en falso. Como señala Javier Tusell, “la crisis de 1969 en absoluto solucionó la discordia de fondo existente en la clase política del régimen. A pesar de que Carrero trató de imprimir un liderazgo preciso y unitario a su acción de Gobierno no lo consiguió, mientras que se mantuvo una actitud de dureza opositora por parte de los sectores que habían sido marginados tras la crisis”.
Henry Kissinger intervino junto al general Vernon Walters en la dirección del proceso político español,
denominado sin ambages “la transición controlada”.
©Eisenhower Fellowships
Teniendo en cuenta este escenario real de aquellos años, era previsible que nada hubiera sido igual en el franquismo sin Franco. Un franquismo sin Franco gobernado por Carrero Blanco hubiera tenido consecuencias realmente decisivas en la transición hacia la democracia. En realidad, la misma naturaleza de la transición hubiera sido otra bien distinta.
En primer lugar, el franquismo se hubiera ido debilitando progresivamente. Era un proceso imparable. Uno de los factores que lo desencadenarían, la misma lucha interna de las fuerzas políticas que integraban el llamado Movimiento Nacional. Hasta entonces, sus discrepancias las resolvía, en última instancia, su interés común en mantener la dominación de clase y su férreo control sobre “la otra España”. Pero, sobre todo, el mando indiscutible sobre tales fuerzas de Franco, su “Caudillo”.
Con Franco bajo la pesada losa del Valle de los Caídos y Carrero Blanco como presidente del Gobierno esa unidad se hubiera ido deshaciendo como un terrón de azúcar en una taza de café. Carrero Blanco hubiera sido incapaz, por más que lo intentara, de poner orden en aquel conglomerado de fuerzas reaccionarias que sustentaban el franquismo.
En sus Memorias,
Santiago Carrillo expresa esta idea con claridad:
“(Carrero Blanco) militarmente no era más que un burócrata y, desaparecido el Caudillo, prescribía la base de su poder”. Era totalmente previsible que esto sucediera. Los analistas de la CIA lo sabían
. Tal como señala el profesor Joan Garcés en su lúcida y documentada obra “Soberanos e intervenidos”, “para infortunio de Carrero, su bien probada lealtad a Franco, le valía el nombramiento pero también auguraba “inestabilidad” sociopolítica. Garantizaba la subordinación de España a “la coalición de la guerra fría”, pero su identificación con el Caudillo podía dificultar su necesario complemento: mantener “la stability” durante la transición al posfranquismo”[16] Y esta incapacidad para mantener en el futuro próximo “la stability” representaba el verdadero “talón de Aquiles” de Carrero Blanco. En ella se encuentra la razón esencial de que la CIA lo pusiera en su punto de mira.
Porque
la CIA temía la previsible desintegración del régimen franquista no en sí misma sino por su inevitable corolario. Les preocupaba mucho más la otra cara de la moneda de ese proceso de descomposición de la dictadura instaurada por el golpe militar de 1936. No solamente las luchas intestinas restaban fuerza al franquismo sin Franco.
Desde los años sesenta, la oposición democrática había ido avanzando posiciones. Y la fuerza de este avance lo constituía la lucha dirigida, fundamentalmente, por el PCE y las Comisiones Obreras. La fuerza creciente del PCE era indiscutible, a pesar de sus problemas internos surgidos con motivo de la expulsión de Jorge Semprún y Fernando Claudín, en 1964, y de todo un penoso rosario de “caídas” y detenciones de sus aparatos de dirección clandestina. En el antifranquismo del interior de España, la presencia del PSOE era prácticamente inexistente
Pregunta enrevesada formulada en el referendum sobre la OTAN en 1986. Un franquismo sin Franco liderado por Carrero Blanco hubiera tenido como efecto no deseado para las clases dominantes españolas y para los EE.UU. la combinación del debilitamiento de la dictadura y el ascenso del PCE como fuerza hegemónica de la izquierda. Desde su perspectiva,
un cóctel explosivo. Y desde los despachos de la CIA sus expertos trabajaron para quebrar ese proceso. Para
romper la fortaleza del PCE y, por ende, la presencia de ministros comunistas en un previsible Gobierno de concentración nacional.
Decidieron evitar que se reprodujera el ejemplo italiano. La recomposición de la democracia italiana al concluir II Guerra mundial había conducido al PCI al Gobierno, junto a democristianos y socialistas. Ni unos ni otros habían regalado nada al partido fundado en 1924 por Antonio Gramsci.
El PCI, el partido comunista con más implantación en la Europa occidental, había sido el motor de la lucha contra el fascismo mussoliniano. Pero, en enero de 1947, antes incluso de que EE.UU proclamara la “doctrina Truman” y pusiera en marcha el Plan Marshall, el primer ministro italiano, el democristiano Alcide De Gasperi, regresó de Washington con la instrucción de expulsar a los comunistas del Gobierno. Así lo hizo. Como recuerda en sus memorias Pietro Ingrao, el viraje político de De Gasperi que, a su vez, “implicaba un profundo giro a la derecha de todo el área católica italiana”, fue “un vil trueque, con el cual el primer ministro mendigaba ayudas” a cambio de excluir del Gobierno a los comunistas.
En los setenta del pasado siglo, desde EE.UU. se urdió una brutal y, al tiempo, refinada estrategia de gran calado. Como subraya Joan Garcés “retener el control estratégico sobre España después de Franco era un programa común de la Alianza Atlántica y EE.UU. puso en marcha todos los mecanismos necesarios para lograrlo. El telegrama confidencial 700, de principios de enero de 1971 dirigido al Secretario de Estado de los EE.UU. desde la embajada norteamericana en Madrid fijaba el primer objetivo:
”El mejor resultado que puede surgir sería la desaparición de Carrero Blanco”.
Desde ese mismo momento, y parafraseando el célebre título de Gabriel García Márquez, puede afirmarse que la muerte de Carrero Blanco era “una muerte anunciada”. Un año después tan sólo de dicho telegrama, y
sirviéndose del apoyo de la CIA, el comando Txiquia de ETA comenzó su túnel en la calle de Claudio Coello.
Cuando el 20 de noviembre de 1973 el potente explosivo “C4”, fabricado en EE.UU. “para uso exclusivo de sus Fuerzas Armadas” acabó con la vida de Carrero Blanco, la CIA despejaba el camino para controlar el proceso de la transición. Fue la primera llave maestra de la operación. La segunda lo constituyó la “refundación” de un partido socialista que pudiera arrebatar la hegemonía del PCE en la izquierda española y contribuyera a su marginación.
Edificio de la sede de la Fundación Friedrich Ebert en Berlin. ©Jean-Pierre Dalbéra
En su obra
“La CIA en España”, el periodista
Alfredo Grimaldos relata pormenorizadamente todo ese vergonzoso proceso, desde el mismo viaje de Felipe González al
Congreso de Suresnes, protegido por la propia
CIA y el
CESED, el servicio de inteligencia creado años antes por Carrero Blanco. Para que pudiera jugar su papel de derribo del PCE, el PSOE recibió apoyos y dinero de la CIA y de las mismas instancias del franquismo sin Franco. El ex presidente Leopoldo Calvo Sotelo reconocía en unas declaraciones a la Prensa su apoyo económico a los socialistas: “Creíamos que el PCE podía arrasar en votos. Tal era nuestra impresión que ayudamos con dinero para sus campañas al PSOE de Felipe González”. Pero las mayores cantidades llegaron a las arcas del PSOE desde la socialdemocracia alemana a través de varias fundaciones; de manera especial de la “Fundación Friedrich Ebert”, que lo recibía directamente de la CIA y de otras fuentes también interesadas en controlar la transición española.
Este entramado de financiación del PSOE fue destapado en 1990 por el semanario alemán “Der Spiegel” y fue tratado en el Bundestag. Pero llegó también al mismo Parlamento español. En sus Memorias, Santiago Carrillo recuerda su intervención en la Comisión creada en el Congreso de los Diputados para la investigación del “affaire Flick”, apellido del propietario de una empresa germana condenado por el Tribunal de Nuremberg como criminal de guerra nazi. En los años setenta, la “Corporación Flick” había contribuido con más de dos millones de marcos a las donaciones de la Fundación Ebert que, a su vez, las había derivado hacia el PSOE. Cuando Carrillo preguntó cómo era posible que su empresa, sin afinidad ideológica alguna con el PSOE, lo hubiera financiado, el representante de “Flick”, Von Brauchitsch respondió sin inmutarse: “Tratábamos de cerrar el paso al comunismo. Y el partido mejor situado para hacerlo era el PSOE”.
A partir de ahí, el atentado a Carrero Blanco y la clave política de las actuaciones del PSOE encuentran una acabada explicación. El guión de ambos había sido escrito más allá del Atlántico. En los fríos despachos de la CIA, que prestó a los socialistas todo su apoyo para tratar de laminar al PCE primero y a IU después. El cumplimiento del pacto por el PSOE comenzó ya en la misma transición. Su boicot a la Junta Democrática liderada por el PCE y la creación de la Plataforma, primero, y las vacilaciones de Felipe González para aceptar la “fórmula Caramanlis”, dejando sin legalizar al PCE en las primeras elecciones general tras la dictadura, fueron sus primeras manifestaciones. Una vez en el poder, vendrían otras de mayor importancia aún. Entre ellas, su espectacular viraje sobre la OTAN, desde su teatral “De entrada No”, hasta su nuevo eslogan “En interés de España, Sí”; su decidido “atlantismo” y su creciente “intervencionismo militar” en conflictos internacionales; o, en fin, su sorprendente y sorpresiva conversión de Rota en base del componente naval del “escudo antimisiles” de EE.UU. y la OTAN. Éstas y otras medidas bien recientes, no son sino una expresión visible del pago agradecido al impasible “amigo americano” que le convirtió en una “alternativa controlada”. Tan controlada como la misma transición y la propia voladura por los aires del almirante Carrero Blanco, punto de arranque de todo un tortuoso proceso.
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