Os cuento otra de mis conspiraciones paranoicas anticientíficas.
El mayor de los crímenes en serie ocurrido en España fue el de la colza, que provocó más de 1.200 muertos y 20.000 personas con gravísimas lesiones (ceguera, atrofia muscular, parálisis, convulsiones nerviosas). Ellos no están incluidos en la nómina de la Asociación de Víctimas del Terrorismo. Estos muertos no le interesan a nadie, porque también entre los muertos hay clases; hay muchas clases de muertos y de muertes.
Este es un asunto que conviene tener muy olvidado. El cúmulo de coacciones y presiones para taparlo así como la intervención de los servicios secretos, sólo se explica por la conjunción de múltiples factores: los primeros casos clínicos aparecieron junto a la base aérea norteamericana de Torrejón, en los alrededores de Madrid, inmediatamente después del intento de golpe de Estado militar del 23 de febrero, con la perspectiva del referéndum para la entrada de España en la OTAN y luego en la Unión Europea a la vista.
Los serviciso secretos, el CESID, hoy CNI, nacen justo entonces, en 1981. Los militares de dentro y de fuera de España se interesaron muy vivamente y siguieron de cerca todo el desarrollo de esta enfermedad.
Todo comenzó en abril de 1981, dos meses después del golpe de Estado. Era ministro de Sanidad Sancho Rof y Secretario de Estado de Sanidad Pública Sánchez-Harguindey. El primero en alertar sobre la dimensión de la intoxicación fue el doctor Muro, hoy fallecido y entonces director del Hospital del Rey.
Ante la dimensión de la epidemia, el 12 de mayo de 1981 el doctor Gallardo, director del Centro Nacional de Virología y Ecología Sanitaria solicitó ayuda al CDC gringo, que envió desde Italia al doctor William Blaine, destinado en una base de la OTAN en Palermo (Italia). ¿Por qué el CDC envió a un médico militar?
Dos días después, el 14 de mayo, destituyen al doctor Muro y le desacreditan públicamente en la prensa. No es que estuviera desacreditado sino que le ridiculizan públicamente. Lo que hacía no era auténtica ciencia.
Desde el principio quieren encubrir las causas de la epidemia con varias cortinas de humo. Primero lanzan la tesis de que la enfermedad tiene su origen en las vías respiratorias y hablan de legionela. Luego promueven la etiología de las vías gástricas por ingestión de aceite de colza desnaturalizado. Desde el diario Ya el doctor Ángel Peralta expuso la tesis de la vía digestiva, que confirmaron los doctores Muro y Juan Raúl Sanz, responsable de Sanidad en Torrejón.
El doctor Muro demostró que la causa estaba en el uso de pesticidas organofosforados. Pero no se conformaron con despedirle. Acompañado de investigadores del CDC, el doctor Gallardo entró en su despacho y se apoderó de muestras para enviarlas a analizar a Atlanta. Jamás se publicaron las conclusiones ni se supo nada más. No se trataba de descubrir nada, sino de encubrirlo todo.
Los doctores Martínez Ruiz y Clavera también fueron destituidos, se les prohibió contactar con especialistas extranjeros y padecieron una sustracción de documentos en sus despachos a finales de 1984. El informe del abogado Serret, defensor de una de las empresas aceiteras a las que se acusó de la intoxicación masiva, también fue robado en mayo de 1985.
La doctora Concepción Pagola, que en 1984 había sido durante cuatro meses jefa del gabinete del Plan Nacional del Síndrome Tóxico, fue destituida de su cargo por negarse a eliminar de la lista de afectados a aquellos afectados que declararon que jamás habían consumido aceite adulterado. Los expedientes médicos de los afectados también desaparecieron de su despacho.
El 17 de junio, al tiempo que las autoridades sanitarias se veían obligadas a abandonar la tesis de las vías respiratorias, el doctor Valenciano, director de Sanidad Pública, confirma que no es posible la tesis de la intoxicación por aceite adulterado, la tesis del CDC y empiezan a buscar a las cabezas de turco que paguen el pato para desviar la atención. Al mes siguiente comienza la búsqueda cabezas de turco: son detenidos tres empresarios acusados de la adulteración del aceite.
El doctor Sánchez-Monge, médico militar, conocía el tratamiento adecuado para los intoxicados porque era el mismo que estaba indicado para los soldados afectados por el empleo de armas bactreriológicas y gases, similares a los pesticidas. Sin ningún apoyo oficial, logró curar a más de 50 enfermos, pero esos tratamientos jamás se divulgaron, excepto un artículo publicado en Tribuna Médica el 19 de marzo de 1982. El CDC y sus lacayos del gobierno hispánico prefirieron la masacre para ocultar las verdadera causa de la enfermedad.
Octubre de 1982. Trancurrió un año y medio. El PSOE gana las elecciones. Había prometido investigar la epidemia para permitir un tratamiento médico eficaz a los enfermos. Pero el responsable de sanidad, Ciriaco de Vicente, médico de profesión, fue excluido del nuevo gobierno por su empeño en destapar las verdaderas raíces del caso. No fue el ministerio de Sanidad quien se ocupó del asunto, sino directamente Felipe González, Alfonso Guerra y el recién creado CESID, el servicio secreto, quienes realizaron el seguimiento de la misteriosa plaga.
Hubo presiones por todas partes para tapar el escándalo. El médico forense doctor Frontela denunció al juez los obstáculos que le ponían en su investigación. La revista Cambio 16 publicó a finales de 1984 un informe en el que acusaba directamente al Estado, a la farmafia Bayer y a la OMS. Como represalia, el director fue despedido, los periodistas fueron traladados, la publicación rectificó y a partir de entonces comenzó a recibir cuantiosas subvenciones de Bayer y de la Unión Europea en forma de anuncios publicitarios.
La dirección del Plan Nacional del Síndrome Tóxico recayó sobre Carmen Salanueva, una militante del PSOE sin escrúpulos de ninguna clase, experta en fabricar señuelos y falsas pistas, como demostraría luego en su etapa al frente del Boletín Oficial del Estado, de la que fue destituida por corrupción, en un conocido escándalo.
La Bayer también financió genorosamente a los altos funcionarios del Plan Nacional de la Colza. En setiembre de 1984 el Plan firmó un contrato con el CDC para investigar las causas de la enfermedad, en realidad para encubrir todo el montaje y sobornar a los funcionarios.
Las asociaciones de afectados fueron también corrompidas. Se les amenazó con que no cobrarían ni un céntimo de indemnización si no eran condenados los empresaros del aceite. Sólo Fuentox, una asociación minoritaria dentro de los afectados, se negó a aceptar la tesis oficial. El gobierno del PSOE le retiró las subvenciones, su sede fue objeto de varios robos y sus miembros agredidos.
En plena negociación para el ingreso en la Unión Europea resultó que los pesticidas organofosforados los producía la Bayer en Alemania, el mismo monopolio que había fabricado el gas Zyklon B para los campos de concentración cuarenta años antes.
Había un verdad oficial y absoluta que, cómo no, la Audiencia Nacional, tribunal especialista en asuntos varios, se encargaría de dictar: la intoxicación provenía del consumo de aceite de colza desnaturalizado.
Pero ya en aquel año 1982 el doctor Claus Köppel, un toxicólogo del Instituto Forense de Berlín, confirmó que las anilidas del aceite no causaron el síndrome tóxico ya que habría que haber ingerido como mínimo 200 litros de aceite de colza de un trago para alcanzar la dosis letal; multiplicando por el número de muertos, da una cifra fantástica de volumen de aceite en circulación ilegal por España que no se correspondía con las cantidades importadas desde la Unión Europea dentro de los excedentes agrícolas de los que trataban de deshacerse.
El mayor productor mundial de aceite de oliva, España, estaba importando aceite adulterado para el consumo humano. Todo aquello era absurdo.
Se confirmó también que en algunas zonas, como Catalunya, cientos de miles de personas habían consumido aceite de colza durante muchos años sin ninguna consecuencia perniciosa para la salud.
En el seno de las mismas familias que consumían el mismo tipo de aceite adulterado, unos enferemaron y otros no.
Resultaron afectadas personas que jamás consumieron aceite de colza, entre ellas un bebé lactante ingresado en la Paz que falleció poco después de su ingreso.
El destituido doctor Muro descubrió que la raíz de la enfermedad estaba en la ingestión de tomates tratados con pesticidas organofosforados. Estos pesticidas son la causa de entre 3'5 y 5 millones de intoxicaciones anuales en todo el mundo, especialmente entre los trabajadores agrícolas, de los que fallecen unos 40.000, según datos de la OIT.
Más en concreto, uno de los pesticidas era Nemacur, que hasta 1982, además de fósforo, contuvo azufre en su versión 10, y lo fabrica Bayer, que requiere tres meses de cadencia entre el tratamiento en la planta y el consumo, imposible en el caso de los tomates de invernadero de Almería cuyo ciclo de plantación y recolección es de unos sesenta días. El Nemacur estaba prohibido en Alemania y Francia, pero no así en España en aquel momento. Otro pesticida era Oftanol, descubierto por el médico forense Luis Frontela, que trabajaba para el Ministerio del Interior...
El 18 de diciembre de 2003 Steve Mitchell, corresponsal médico de la UPI, informaba de que un investigador militar se había infectado durante su manipulación en un laboratorio de Taiwán clasificado como BSL-4, es decir, el más alto nivel de seguridad generalmente reservado al virus Ébola, sarampión, y otras enfermedades muy letales. Era el segundo caso en dos meses; el primero había ocurrido en Singapur. El corresponsal concluía que los laboratorios militares más sofisticados del mundo se habían convertido en el mayor peligro para la propagación del virus del síndrome de neumonía atípica.
En el capitalismo no se trata de inventar remedios frente a las enfermedades; lo que se trata es de inventar enfermedades que no tienen remedio; o bien enfermedades cuyo remedio es un secreto que está en manos de unas pocas multinacionales farmacéuticas sin escrúpulos.