La teoría del big bang y el creacionismo
(o cómo la religión se disfraza de ciencia)
La teoría del Big Bang pasa por ser una teoría muy científica y rigurosa. Es asumida como válida por la mayoría de la llamada comunidad científica. Y, recientemente, dos de sus defensores han sido distinguidos con el eminentísimo premio Nobel de Física. Con estos datos, ¿se puede negar el carácter científico y el rigor de la teoría del Big Bang? ¿Alguien puede poner en duda su validez?
En la teoría del Big Bang, al lado de los elementos científicos y objetivos que indudablemente contiene, hay mucho de misticismo, de idealismo, de metafísica y de prejuicio religioso. Y esto se da, no en los aspectos marginales o periféricos de la teoría, sino en su misma base, en su fundamento, en los principios y esquemas de que parte. De ahí que esta teoría esté por completo viciada, conduzca a callejones sin salida y lleve a conclusiones absolutamente absurdas e ilógicas.
¿Y en qué sentido existe misticismo, idealismo, metafísica y prejuicio religioso en la teoría del Big Bang?
No hay que ser muy avispado para darse cuenta de que esta teoría es una nueva versión, remozada, adaptada a los tiempos actuales, en que la gente no es tan crédula e ingenua como en épocas anteriores, de la creación divina del mundo en siete días (o en seis, que ya sabemos que al séptimo descansó nuestro muy atareado Señor). La relación existente entre la teoría del Big Bang y la del Creacionismo es, a poco que profundicemos en la cuestión, bastante evidente. En la medida en que se habla de un principio del universo se puede hablar también de una creación. Se deja una puerta abierta a esta opción. Y, así, todos contentos: los astrofísicos, la Iglesia y Dios Nuestro Señor. No es casual, por otro lado, que uno de los padres de la teoría del Big Bang fuera precisamente un súbdito de la Iglesia: el sacerdote belga George Lemaître.
Si analizamos mínimamente la teoría del Big Bang (sin entrar en muchas profundidades), no podemos sino llegar a los mayores disparates. Esta teoría dice que el Universo se creó a partir de una singularidad, muy pequeña, cargada con una cantidad enorme de materia y energía. Esta singularidad explotó en un momento determinado y en esa explosión se creó nuestro Universo, el cual, desde entonces, ha ido expandiéndose (teoría inflacionaria) hasta alcanzar sus dimensiones actuales.
Los astrofísicos partidarios de esta teoría se permiten el lujo, incluso, de situar el momento de esa supuesta gran explosión, es decir, de establecer la edad del Universo; tendría, según ellos, alrededor de 13700 millones de años.
Todo esto resulta, en mi opinión, bastante ridículo. Cuando apenas comprendemos nuestro propio planeta, cuando apenas comprendemos con exactitud el funcionamiento de nuestro propio organismo, algunos son tan presuntuosos como para decir que el Universo no es eterno, sino que tuvo un principio, y, además, el instante y el modo en que eso ocurrió. (Otros científicos son aún más osados y pronostican también que el Cosmos tendrá un final, que sufrirá una muerte térmica, teoría que, por otro lado, es, en cierta manera, una prolongación de la teoría inflacionaria).
La teoría del Big Bang contiene infinidad de deficiencias. Está sujeta con alfileres. No puede ser de otro modo, tratándose de una hipótesis bastante arbitraria, pese al predicamento de que goza. En primer lugar, desde un punto de vista lógico o filosófico (y no hay que restarles valor a la lógica y a la filosofía, sobre todo teniendo en cuenta que, en lo que se refiere al Cosmos, muy pocas veces podemos movernos en el terreno estrictamente científico), resulta inconcebible que existiera un principio o nacimiento del Universo.
El Universo, si no queremos incurrir en contradicciones insolubles, sólo puede ser concebido como eterno en el tiempo; siempre estuvo ahí y siempre estará; ni tuvo un principio ni tendrá un final. Galaxias, planetas, astros de todo tipo nacerán y morirán constantemente, pero el Universo como tal permanecerá, en eterno movimiento y transformación.
(Esto, curiosamente, es algo que, en general, tenían muy claro algunos de los primeros filósofos, hace aproximadamente 2500 años. En cierto sentido, aquellos filósofos eran superiores a algunos de nuestros científicos actuales. Heráclito decía: Este mundo, ningún dios, ningún hombre [ningún Big Bang, añado yo] lo ha creado, sino que fue siempre, es y será un fuego eternamente viviente, que se incendia y se extingue según ciertas leyes. Después, sin embargo, llegó Platón, el idealismo filosófico y las religiones monoteístas y todo se complicó. Empezamos a perder la cabeza buscando el cómo y el cuándo de la creación del Universo y aún no nos hemos aclarado. Y no nos hemos aclarado porque, sencillamente, estamos buscando un mito.)
(Y, por cierto, para no dar lugar a equívocos, este artículo también reniega del Universo estacionario de Gold y Hoyle, siempre y en todo momento idéntico a sí mismo. Esta teoría del Universo estacionario, que plantea un Cosmos inmóvil, invariable e inerte, es tan metafísica y tan arbitraria como la teoría del Big Bang. La disyuntiva entre Universo estacionario y Universo inflacionario es falsa. Existe una tercera opción. Este artículo defiende la idea de un Universo, como se apunta más arriba, en eterno movimiento y transformación; ni estático ni inmóvil).
Si creemos que tuvo un principio, habría que preguntarse: ¿Qué existía antes del Universo? ¿La nada? ¿Y qué es la nada? ¿Y de qué modo puede surgir de la nada algo? ¿Quién o qué puso en la nada esa singularidad originaria? ¿De dónde surge? A esto sólo se le puede dar una respuesta religiosa: y es que alguien, es decir, Dios, el Demiurgo, el principio activo del mundo o como se le quiera llamar, decidió crear de la nada el Universo, dar el impulso inicial.
Una persona religiosa se quedaría tan satisfecha con esta respuesta. No necesitaría más. El dogma no requiere de ningún fundamento científico. Se cree y punto.
Pero los dogmas, a quienes no creemos en entes sobrenaturales, a quienes consideramos que hay tantas pruebas de la existencia de Dios o del principio activo del mundo como de la existencia de los duendes verdes del bosque, no nos sirven absolutamente de nada. No ayudan a acercarnos a la verdad; no hacen avanzar la ciencia.
Sigamos con los disparates de la teoría del Big Bang.
El elemento primigenio del que supuestamente surgió el Universo, según los defensores de esta teoría, se encontraba, por decirlo así, fuera del espacio y del tiempo, en una dimensión desconocida, en medio de la nada absoluta; y se encontraba fuera del espacio y del tiempo porque él mismo contenía no sólo toda la materia y energía del universo, sino también todo el espacio y el tiempo. Es decir, que el espacio y el tiempo se encontraban en su interior pero no en su exterior.
Aquí se pone de manifiesto toda la fantasía de nuestros místicos astrofísicos o su incomprensión de los conceptos de tiempo, espacio y materia.
En primer lugar, la materia no puede existir fuera del espacio y del tiempo. Tampoco puede contener en su interior el espacio y el tiempo. Y no lo puede hacer porque el espacio y el tiempo son intangibles. No son como canicas que puedan meterse en una bolsa.
El tiempo y el espacio no son propiamente materiales, sino que más bien representan un proceso. Representan el proceso, el desenvolvimiento de la materia.
La materia, el tiempo y el espacio o se dan simultáneamente o no se dan. El tiempo y el espacio son el modo de existencia de la materia. Simplificando, el tiempo representa el orden en el cual se producen los cambios, la transformación de la materia; el espacio es la forma en que se extiende, se organiza, se distribuye y se estructura la materia. El tiempo y el espacio se encuentran dentro y fuera de la materia. Estos tres elementos se interpenetran, se interrelacionan, conforman una unidad; y esa unidad es la realidad que nos rodea.
Además, ¿cómo esa singularidad podía contener tanta materia como existe en el Universo?
La teoría de la Gran Explosión es incapaz de explicarse esto. Para salir del callejón sin salida en el que se encuentra, sus promotores utilizan todo tipo de subterfugios, a cada cual menos científico. En los años 20 del siglo pasado, el matemático soviético Alexander Friedmann (y cuesta comprender cómo un representante de la ciencia soviética, la cual siempre se ha caracterizado por su rigor, se metió en esta teológica charca del Big Bang), planteó que la singularidad que dio origen al Universo tenía una densidad infinita, es decir, que dentro de su volumen cabía una masa de materia infinita, lo que no se sostiene por ningún lado.
No existe la densidad infinita. Un cuerpo no puede tener la densidad que se quiera; un volumen dado no puede contener una masa de materia cualquiera y mucho menos infinita. La densidad infinita es indemostrable científicamente. Creer en esta densidad infinita nos llevaría a decir las mayores idioteces. Y ahí tenemos, de hecho, lo que dicen algunos defensores del Big Bang, quienes llegan a plantear que la partícula de la que supuestamente surgió el Universo era más pequeña que un protón, lo que nos sitúa en el terreno de la ciencia ficción o, aún peor: en el terreno del delirio.
La densidad infinita, además, nos lleva al idealismo filosófico. En tanto se considera que cualquier cantidad de materia, incluso una cantidad infinita, puede caber en cualquier volumen, se convierte a la materia en nada, se la hace desaparecer; la materia es despojada de la masa, carece de ella, deviene en algo metafísico, en un espíritu, en un ente inaprensible; y, por este camino, nos alejamos de la ciencia, nos perdemos en la pura especulación y acabamos por perder el norte.
Otro subterfugio que utilizan los señores del Big Bang para intentar mantener en pie su tambaleante teoría, cosa extraordinariamente difícil, es que a esa masa de materia originaria no le eran aplicables las leyes físicas actuales, sino que se regía por otras muy distintas, desconocidas para nosotros.
A esto se le llama coger por la vereda de en medio o salirse por la tangente. Tantos años de carrera para esto. Imaginación y picardía, desde luego, no les faltan, y descaro tampoco. Con estos métodos, con esas leyes físicas desconocidas, uno puede demostrar lo que se quiera: el Big Bang, la existencia de Dios, la virginidad de María o la resurrección de Jesucristo.
En la teoría del Big Bang también se encuentra implícita la afirmación de que el Universo tiene límites espaciales; es decir, que es finito en su extensión. Esto se desprende de su tesis de que el Universo está en expansión. Únicamente un universo finito puede expandirse. Si lo entendemos como infinito, no cabe ninguna expansión, pues, por ser infinito, ocupa la totalidad del espacio existente y, por lo tanto, no puede crecer en ningún sentido.
La creencia en un Universo finito carece de toda lógica. ¿De qué modo se dan sus límites? ¿Si hiciéramos un viaje espacial en línea recta constante y recorriéramos unos cuantos millones o billones de años luz llegaría un momento en que nos toparíamos con alguna especie de muro impenetrable que marcaría el límite del Universo? ¿Y al otro lado de ese límite no habría nada? Y volvemos a preguntar, ¿qué es esa dichosa nada absoluta, aparte de una abstracción y una idiotez teológica? La nada absoluta, un borde del mundo insuperable es sencillamente inconcebible; no podemos sino concebir un desenvolvimiento ilimitado de la materia y, por tanto, del Cosmos.
El Universo sólo puede ser entendido como infinito. No le caben límites. La cosmología y la astrofísica avanzarán en sus investigaciones y siempre encontrarán un más allá. El Universo es un conjunto de infinitas galaxias, de infinitos astros, de infinita materia y de infinitas formas de organización de la materia.
Además, lo finito presupone lo infinito, lo incluye. Algo es finito respecto a algo mayor, a algo que le supera. Un límite, una frontera es el final de una cosa, pero también el principio de otra. En ningún lugar se encuentra un final absoluto, un corte total, una discontinuidad insuperable. Lo infinito, de hecho, es un conjunto de entidades finitas, la sucesión interminable e inagotable, en el tiempo y en el espacio, de esas entidades finitas. No existe separación entre lo finito y lo infinito, y no puede existir. Decimos que lo finito presupone, incluye lo infinito; y al revés: lo infinito presupone, incluye lo finito. Lo infinito es la negación de lo finito. Lo finito es la negación de lo infinito. Pero, al mismo tiempo, lo uno es la afirmación de lo otro de forma recíproca.
En cuanto a su expansión, los datos indican que, efectivamente, la parte del Cosmos que conocemos está sufriendo ese proceso. Pero no hay que confundir un fenómeno parcial con un fenómeno universal; no hay que confundir el árbol con el bosque. Mientras que el Universo conocido puede estar en expansión, otras partes pueden estar contrayéndose; en él se dan todo tipo de fenómenos; es una realidad dinámica, cambiante, contradictoria. No se puede simplificar tal como pretenden algunos seudocientíficos.
Sería conveniente que muchos de los científicos que se dedican a la investigación de nuestro Universo abandonaran de una vez para siempre toda mística y toda metafísica y fueran un poco más materialistas y dialécticos en su método. No perderían su valioso tiempo en inventarle coartadas a los mitos creacionistas ni en intentar encajar la enorme complejidad del Universo dentro de prejuiciosos, apriorísticos y limitados esquemas.
El Universo hay que comprenderlo en su devenir, en su movimiento, en su infinitud y en su eternidad; hay que comprenderlo en su realidad viva y no a través de las deformadas lentes del prejuicio religioso. Dejemos el Creacionismo para los curas.